jueves, 28 de agosto de 2008

Lectura de Práctica Cronometrada # 024

El material para esta lectura de práctica está tomado de la sección titulada “A History of Communications” que aparece en el tomo 9 de la enciclopedia The New Illustrated Library of Science and Invention publicada en 1963 por Hawthorn Books.

El propósito en esta lección es aprender a moderar nuestro apetito por la consulta a los enlaces (links) conocidos también como hiperenlaces o hipervínculos, una nueva modalidad en los materiales de lectura introducida en buena medida con el advenimiento de Internet. Esto es algo completamente nuevo, y presenta nuevos retos para todo aquel que quiera practicar la lectura dinámica. En otros tiempos, antes de que hicieran su aparición los textos electrónicos, si en el transcurso de la lectura de un material impreso aparecía algo sobre lo cual el autor (o los autores) quería proporcionar información o mayores detalles adicionales al tema principal del texto, las explicaciones accesorias pero no necesarias para la discusión fundamental eran relegadas a pies de texto o notas de pie de página puestos en la parte inferior de cada página o al final de cada capítulo o al final del documento o libro. Un documento propio de la Red Mundial (como éste) no se presta mucho al uso de pies de texto, aunque los pies de texto dejaron de ser necesarios gracias al uso de los hipervínculos.

Los hipervínculos pueden ser un complemento importante a un documento cuando queremos obtener información más detallada sobre algo que estamos buscando o cuando estamos interesados en saber más acerca de ese algo. Pero pueden ser también una trampa para el lector que se siente culpable si no ha leído todo (¡absolutamente todo!) lo que aparece en un documento, incluída una consulta a todos los hipervínculos. En este sentido, con la llegada de la documentación electrónica, el viejo vicio de antaño del que adolecían los lectores del siglo pasado fue simplemente transferido a los materiales de lectura propios del tercer milenio, cambiando de ropaje y disfrazándose bajo una nueva presentación.

Una consecuencia del uso inmoderado de la consulta a los hipervínculos es que estos invariablemente pueden presentar un impacto directo sobre nuestra velocidad de lectura restándonos velocidad. Tómese por ejemplo un documento de 5 mil palabras cuya lectura nos lleva diez minutos a una velocidad de 500 palabras por minuto. Supóngase ahora que el documento incluye diez hipervínculos y que la consulta a cada uno de tales hipervínculos nos toma un minuto de tiempo. Si vamos a consultar todos los diez hipervínculos del documento, entonces tenemos que estar preparados para invertir diez minutos adicionales de nuestro tiempo en la lectura del documento. La lectura del documento de 5 mil palabras nos toma entonces un total de veinte minutos, y nuestra velocidad efectiva de lectura (para la cual se toma en cuenta el tiempo invertido en la lectura del texto principal así como el tiempo invertido en la lectura de todos los hipervínculos). Con esto, nuestra velocidad de lectura efectiva del documento ha caído a 250 palabras por minuto. Y si el documento contiene 90 hipervínculos, la situación es cien veces peor, ya que en la lectura de todos los hipervínculos estaremos “quemando” 90 minutos adicionales, los cuales sumados a los diez minutos que nos tomaba la lectura del documento sin consulta a los hipervínculos se convierte en un tiempo de lectura total de 100 minutos. Teniendo el documento original 5 mil palabras, esto nos da una velocidad de lectura efectiva de ¡50 palabras por minuto!, o sea una velocidad real que representa la décima parte de la velocidad de 500 palabras por minuto que posiblemente tendríamos si no nos hubiéramos detenido en la consulta de cada uno de los hipervínculos.

Por otra parte, el profundizar demasiado dentro de los hipervínculos puede distraer severamente al lector dinámico del propósito primario de su lectura. Supóngase que la intención original era obtener información acerca del eminente investigador químico y biólogo Louis Pasteur, a quien la humanidad le debe tanto. Al consultar más acerca de él en la Enciclopedia de Internet Wikipedia, aparece la palabra pasteurización de la cual se quiere obtener más información. Buscando mayores detalles dentro del hipervínculo de pasteurización, encontramos varios hipervínculos entre los cuales encontramos algo que nos puede llamar la atención, la palabra enzimas. Queriendo obtener más información acerca de las enzimas, consultamos el hipervínculo de enzimas, y dentro del texto explicativo aparecen varios hipervínculos entre los cuales está el de la energía libre de Gibbs. Movidos por mera curiosidad, consultamos dicho hipervínculo en Wikipedia, y encontramos dentro del enlace varios hipervínculos, entre los cuales se encuentra otro que nos llama la atención, el que corresponde al segundo principio de la termodinámica. Como siempre quisimos saber de qué se trata ese principio, nos desplazamos hacia dicho hipervínculo, encontrando dentro de la explicación la palabra mecánica estadística. Entre los varios hipervínculos que se incluyen para explicar lo que es la mecánica estadística, se encuentra el que corresponde a la distribución de Pareto. Ese hipervínculo nos lleva a otro hipervínculo, en el que se define lo que es una distribución de probabilidad continua. A estas alturas, hemos perdido por completo el rumbo, o sea el objetivo primario de nuestra lectura, ya que queríamos obtener información acerca de Louis Pasteur, ¡y terminamos metidos de lleno y a fondo dentro de los aspectos matemáticos de la estadística! Y cada consulta a cada hipervínculo va cobrando rigurosamente su cuota de tiempo consumido, de eso no hay escapatoria alguna, de modo tal que algo que muy posiblemente no nos iba a tomar más de una media hora termina costándonos una tarde entera si no es que varios días, ¡sin obtener a cambio de ello información más detallada acerca de nuestro interés principal, que era Louis Pasteur!

El aprendizaje dinámico impone limitaciones y barreras estrictas, y una de esas limitaciones es la necesidad de tener que moderar nuestra consulta a todos los hipervínculos, limitando tales consultas solo a aquellos hipervínculos que nos sean estrictamente necesarios para los objetivos que nos hayamos fijado. ¿Y cómo podemos mantenernos dentro de nuestros objetivos primarios, fijados de antemano con la ayuda de las seis llaves mágicas (quién, qué, cuándo, en dónde, por qué, cómo)? Pues de una manera muy sencilla: relegando la consulta de los hipervínculos para después de que hayamos terminado de leer el documento principal. Una vez que hemos terminado de leer todo el documento, sabemos exactamente cuáles son las cosas de las que queremos obtener mayores detalles, y podemos darnos el lujo de ser extremadamente selectivos. La lectura completa de cualquier sección de un documento nos permite fijarnos objetivos específicos sobre lo que queremos buscar en algunos de los hipervínculos.

En el texto de práctica que veremos a continuación, aunque se han proporcionado dentro del texto hipervínculos en conformidad con la práctica moderna de agregar citas a fuentes autorizadas o conocidas de información para obtener mayores detalles, el lector se abstendrá de consultar cualquiera de los hipervínculos hasta que haya terminado con la lectura. Sólo si la consulta de un hipervínculo resulta esencial para poder continuar comprendiendo el texto en ese caso se hará un alto para llevar a cabo la consulta.

Una vez terminada la lectura, el lector podrá regresar al documento nuevamente para dirigirse a cualquier enlace dado por cualquier hipervínculo que el lector dinámico haya dejado pendiente para su consulta posterior.

En el principio era el verbo
Por: Maurice Fabre

Comunicarse es estar vivo, ser activo, relacionarse con los demás. Hellen Keller, sorda, muda y ciega desde la infancia, vivió en el nivel físico más bajo hasta que consiguió llegar al más elevado. Porque la comunicación es esencialmente un intercambio, un preguntar y contestar, un fenómeno de acción y reacción entre un individuo y el medio en que vive. Como todo el mundo sabe, la comunicación en este sentido no se limita al hombre, que la comparte en cierto grado con los insectos y otros animales. En ella entran la vista, el tacto, el oído, los gestos, las señales significativas, los ruidos. Pero sólo el hombre ha creado ese medio de comunicación tan perfectamente organizado que llamamos lenguaje, y la capacidad que tiene de servirse de la palabra hablada para conseguir lo que se propone ha intervenido mucho en la posición dominante que ocupa en el globo terráqueo.

“En el principio era el verbo”. El hombre siempre ha reconocido y reverenciado el poder del lenguaje, pero también ha contado con otros medios de comunicación, una gama de gestos, gran variedad de expresiones faciales, danzas y pinturas destinadas a transmitir significaciones en series; pero desde los comienzos de la sociedad humana, el lenguaje ha sido el instrumento más poderoso del hombre para comunicar su pensamiento, dar forma a su actividad, crear sus esperanzas y planes para el futuro y conservar su recuerdo del pasado utilizable. El lenguaje y la sociedad han crecido juntos; a medida que se hacía más complejo el uno, se hacía otro tanto el otro. No es sorprendente, ya que se trata de aspectos diferentes de la misma cosa. El lenguaje es una forma del comportamiento social, que expresa y al mismto tiempo configura las creencias y actitudes mentales de las personas agrupadas en familias, clases sociales, poblados, tribus o naciones.

Teniendo en cuenta la capital importancia del lenguaje en la evolución de la sociedad humana, sorprende descubrir cuán poco se sabe de su origen. La escritura, que es por definición un registro duradero, sucedió ya muy adelantada la historia de la humanidad, pero el habla, que por naturaleza se desvanece, pudo haberse presentado decenas de millares de años antes de que apareciera la escritura. ¿Quién sabe qué lenguaje hablaba, si acaso hablaba, el hombre del paleolítico, del que nos quedan fósiles, instrumentos, pinturas rupestres en las paredes de las cavernas, pero no el habla? La ausencia de toda prueba real del origen del habla ha dado lugar a interminables especulaciones. Nunca faltaron, naturalmente, los que atribuyen el habla a la inspiración divina, a un don de Dios. Otros, con más lógica, pero no menos alejamiento del blanco (y entre ellos Demócrito, Locke, Condillac y Adam Smith) sostuvieron que el habla era una convención adoptada por la humanidad; es decir, que podía considerarse algo creado por el hombre y cuya existencia se debería así a una especie de decreto.

A partir del siglo XIX aumentó en cantidad, seriedad e intensidad la investigación del origen de la palabra… pero los resultados no fueron más fidedignos por eso. Entre los estudiosos actuales han surgido diversas teorías, que han recibido pintorescos nombres, cuyo aspecto no debe hacer olvidar su seria intención. Así tenemos, por ejemplo, la teoría “guauguau”, según la cual las palabras humanas surgirían por imitación de sonidos naturales, de las voces de los animales, como el ladrido del perro, pongamos por caso. Está también la teoría “bahbah”, que dice que el habla empezó con exclamaciones de temor, dolor, placer, etcétera, y la teoría de “hala hala”, que dice que empezó con gruñidos de esfuerzo físico, o la de “sonsonete” o “canturreo”, que atribuye el origen de la palabra a los cantos o salmodias primitivos. El erudito soviético Marr considera que el habla articulada empezó con acompañamiento de la comunicación por gestos o señales. Y basa todas las variaciones y combinaciones del habla que vinieron después en cuatro solos sonidos primitivos originalmente empleados con gestos: sol, ber, yon y yok. Otros lingüistas creen que la palabra aparece solamente cuando, como en los niños, la actividad mental de la persona llega a cierto nivel de evolución.

Toda esa admirable erudición contribuye poco al esclarecimiento del verdadero origen del lenguaje. En realidad, la mayor parte de ella es exactamente de carácter tan especulativo como la persistente leyenda de que el habla primera y original fue el “lenguaje de los pájaros”. Esta extraña idea se da entre los antiguos egipcios, entre los incas de Sudamérica y en los relatos de Orfeo, Sigfredo y San Francisco de Asís. La examinó con toda gravedad el alquimista medieval Fulcanelli, quien escribió: “Los raros escritores que se han referido al «lenguaje de los pájaros» están de acuerdo en concederle el primer lugar en el origen del habla. Dicen que viene de Adán, quien lo utilizó para imponer por la voluntad de Dios nombres apropiados a los seres y cosas de la creación, que definieran sus rasgos característicos”.

La idea de que debe de haber habido algún lenguaje original es tan persistente como la leyenda del lenguaje de los pájaros. Hasta fines del siglo XVII se consideraba haber sido el hebreo, lengua de la revelación divina, el lenguaje original de la humanidad. Leibnitz protestó vigorosamente contra esta opinión y poco a poco se fue poniendo mayor interés que en la búsqueda de un solo lenguaje original en el hecho, cada vez más patente, de que había grupos o familias de lenguas. En el intento de descifrar las relaciones que enlazaban las diversas lenguas, los estudiosos empezaron a forjar un nuevo instrumento para el estudio del origen y la difusión de las lenguas. Los lingüistas de la escuela histórica y la comparatista, sobre todo en relación con el problema del grupo de lenguajes llamados indoeuropeos en el siglo pasado, empezaron a poner una base mucho más sólida y científica al estudio de las lenguas en general.

Años de minuciosa y tenaz erudición han configurado el cuadro de las lenguas del mundo, vivas y muertas, que es de una complejidad casi aterradora. Se calcula que actualmente hay en uso corriente unas 3,000 lenguas. En Europa solamente cuentan los especialistas 120. Quedan, además, las lenguas muertas, entre ellas el sumerio o súmero, el sánscrito, el avestano o zendo, el latín, el fenicio, el escita, el ibero, etcétera. En conjunto, parece que casi 4,000 lenguas han desaparecido en el curso de la evolución humana y, por lo tanto, lingüistica. Un extraño ejemplo es el del etrusco, que puede leerse porque se escribía con letras griegas, pero se entiende poco o casi nada, porque su sintaxis difiere de la de todas las demás lenguas conocidas.

Y todas estas lenguas, vivas o muertas (salvo unas cuantas como el baswue y el aino japonés, que hasta ahora no han podido entrar en ninguna clasificación), tienen complejas relaciones unas con otras, por orígenes comunes, estructura semejante, radicales, verbales y fonología, que las hacen dividirse en familias lingüisticas y en subfamilias, algunas de ellas enormes, otras casi insignificantes. Las agrupaciones mayores son la africana, la semitocamita, la indoeuropea, la sinotibetana, la nipocoreana, la uraloaltaica, la austronesa, la norteamerindia y la sudamerindia. A éstas pueden añadirse grupos y subgrupos ad infinitum: la caucásica, la drávida, la finougria, las 26 familias menores de América del Norte, entre ellas el esquimal, el algonquino, el utoazteca y el iroqués, 20 lenguas centroamericanas, entre ellas el maya y el zapoteca y 77 de Sudamérica y las Indias Occidentales, entre ellas el arauco, el caribe y el chibcha. El cómputo de las Américas no puede ser muy exacto, ya que muchas lenguas amerindias esperan todavía su clasificación definitiva.

De estas “familias” de lenguajes, algunas las hablan millares de personas solamente, mientras otras, como las lenguas sinotibetanas del sudeste asiático, las hablan más de 600 millones de personas, y las indoiranias más de 400 millones. Pero estas últimas son meramente un subgrupo de la gran familia indoeuropea o aria, en la que entran otros muchos subgrupos, como los de las lenguas germánicas, romances, eslavas y otros menores, como el del griego, el albanés y el armenio.

La familia indoeuropea, a la que pertenece más de la mitad de los idiomas del mundo, procede, según se cree, de una pequeña región (que algunos han ubicado en la meseta del Irán, otros en Europa central, otros en el Báltico, etcétera) cuyos habitantes emigrarían hacia el Sur y el Oeste antes del año 2000 a. de C., difundiendo lo fundamental de la estructura de su lenguaje por muchas y diversas regiones. Mucho después, el latín, dialecto menor indoeuropeo que tenía su centro cerca de la desembocadura del río Tíber, se extendió por la conquista en gran parte de Europa y del Mediterráneo. Retoños del subgrupo latino y germánico (francés, español en inglés) han recorrido el mundo. Pero todavía es perfectamente aparente la estrecha relación que hay entre muchas ramas alejadas de las lenguas indoeuropeas. Los viajeros que recorren el Irán, por ejemplo, se sorprenden de hallar palabras básicas como “padre” y “madre” casi iguales en inglés.

Este cuadro de lenguas y grupos de lenguas que nacen y mueren, evolucionan, se dividen, compiten, siempre activas y siempre transformándose, parece en extremo confuso mientras no se recuerda que el lenguaje es meramente una manifestación de la sociedad humana. Las lenguas, como las culturas, las naciones, las civilizaciones, tienden a desintegrarse en pequeños grupos locales cuando no hay una fuerte influencia centralizadora que imponga la unidad y el desarrollo. Los romanos difundieron el latín por todo el mundo conocido, pero al deshacerse el imperio romano, el latín también se fragmentó en las diversas lenguas romances que hoy conocemos. Los lenguajes siguen tendencias sociales, políticas, económicas y religiosas. Lenguas muertas o moribundas hay, por ejemplo, que resucitan por razones políticas, como en Irlanda e Israel. Incluso dentro del ámbito de determinada lengua, las diferencias de dialecto, uso y vocabulario reflejan finos matices de diferencias de clase, de edad, de oficio o profesión. El lenguaje, ciertamente, es una forma de comportamiento social.

Por esta razón, todos los intentos de crear una lengua artificialmente “universal” han fracasado, pese a la persistencia de muchos inventores que parecen creer que el lenguaje puede imponerse a la sociedad como si fuera un código de leyes. Se sabe de un jeque árabe, un tal Mohyi-ed-Din, que inventó un lenguaje llamado “bala balan”. El emprendedor John Wilkins, obispo de Chester, publicó en 1668 una gramática y un diccionario de un idioma que él había inventado. Allá por 1887 un polaco, Zamenhof, ideó el famoso esperanto, del que es perfeccionamiento el “ido”. En 1925 se creó el “occidental”. Vinieron después la interlingua y el gala, formulada esta última lengua sobre la base de los datos lingüisticos más recientes.

Todos estos esfuerzos ilustran sencillamente la ceguera de que padecen muchos sabios respecto de los aspectos históricos del lenguaje. Desde los primeros tiempos, la lengua hablada no sólo reflejaba la evolución y las transformaciones de la sociedad humana en toda su complejidad, sino que también desempeñó un papel aún más positivo en la conformación de la sociedad y en la acumulación de modos de hacer, de creencias y conocimientos que llamamos cultura humana o manifestación superior, civilización. Antes de inventarse la escritura, cuando no existían documentos escritos, el saber acumulado, la instrucción y la experiencia del grupo se transmitían de generación en generación oralmente. La palabra hablada y recordada era la historia. Sin medios de escribir, había que utilizar el habla. Y sin archivos, la retentiva de algunos hombres.

La tradición oral de los tiempos prehistóricos es para nosotros un libro cerrado. Al surgir la civilización, la suplantó y destruyó la literatura (etimológicamente, “cosa escrita”) y el narrador se convirtió en poeta o escriba. Pero al leer las epopeyas antiguas, como la Iliada y la Odisea (que se suponen escritas por Homero alrededor del año 800 a. de C.), tenemos por lo menos un vislumbre de lo que sería aquel inmenso depósito no escrito de cuentos, leyendas, mitos y preceptos heroicos que las alimentó, probablemente basado en originales sumerios, fenicios o egipcios. En verdad, la edad antigua resuena por todas partes con las fábulas narradas y vueltas a narrar por voces anónimas. Hubo los narradores hebreos cuyos relatos y exhortaciones fueron después incorporados al Antiguo Testamento. Hubo los bardos de los celtas, los scops anglosajones y los escaldas escandinavos. Sin duda los últimos grandes conservadores de la tradición oral en la civilización occidental fueron los minnesingers del medievo alemán y los trovadores y troveros de Francia, que iban de castillo en castillo cantando la caballería y el amor, unos en lengua de oc, otros en lengua de oïl.

Una imagen aún más parecida de lo que debió ser la vida sin palabra escrita nos la dá el estudio de los pueblos primitivos en tiempos más recientes. En innumerables cuentos, versos, fábulas, leyendas y mitos responden a las tres preguntas eternas que puso el pintor Gaugin en uno de sus cuadros: ¿De dónde venimos? ¿Qué somos? ¿A dónde vamos? Pero el saber recordado de los primitivos no se limita a relatos de la creación y de cómo agradar a los dioses, sino que también está orientado a guiar al que escucha por el laberinto de las crisis y las obligaciones de la vida diaria: nacimientos, defunciones, casamientos, caza o cosechas.

Naturalmente, sólo un especialista bien capaz, alguien práctico en los vericuetos del saber popular tradicional, puede emprender la tarea de comunicar esos conocimientos. En Polinesia, la transmisión verbal estaba cuidadosamente regulada y alcanzaba un grado sorprendente de precisión, y los recitadores itinerantes profesionales ejercitaban frente a un público nada pasivo, que participaba en su actividad y respondía a ella. Para los melanesios, la palabra tenía importancia suprema, y con esa importancia identificaban no sólo al orador, sino a sí mismos, por eso tenían procedimientos muy estudiados no sólo para hablar sino también para preparar a hablar. Genealogías, oraciones, mitos, poemas, canciones y leyendas eran propiedad de los recitadores (harepos de Tahití, tuhunas de las islas Marquesas, rogorogos de las islas Gambier), que adiestraban los sacerdotes y habían de pasar exámenes, especialmente en lo relativo a su retentiva, antes de que se les permitiera instruír a la siguiente generación en las aventuras de los grandes dioses Atea, Tane, Tu, Rongo, Oro y Taaroa, creador del universo.

Entre los indios norteamericanos, el conocimiento y la transmisión de los textos sagrados estaba en manos de los sacerdotes o shamanes. Al igual que en otras sociedades primitivas, los indios distinguían entre mitos, que para ellos eran verdad, y fábulas, que consideraban fantasías con sencillos preceptos morales para que los niños las recordasen. Los mitos, por ejemplo, suelen contar la historia del Gran Antepasado: el coyote del altiplano de Columbia-Frazer, el cuervo de la costa noroeste del Pacífico o el dios Widapoki del Suroeste. Mientras los shamanes de los indios estaban preparados para impartir, oralmente, esos mitos y fábulas, los shasmanes de los esquimales, doctos en magia y fantasía, tenían por una de sus principales funciones la preservación y transmisión de las fórmulas mágicas utilizadas con diversos fines: para curar a los enfermos, para garantizar una abundante caza, etcérera.

En África también tenía central importancia la palabra hablada en la preservación y transmisión de los mitos y preceptos de innumerables culturas primitivas que allí había. Un especialista ha contado cerca de 250 fábulas diferentes entre los africanos. Se ha dicho con frecuencia que el África primitiva tiene una “civilización hablada”. En esta clase de sociedad se puede hallar una que otra vez un “maestro de la palabra” dependiendo de un rey o un cabecilla de tribu. Tradicionalmente, el “maestro de la palabra” era una especie de archivo ambulante, con la cabeza llena de documentación relativa a la gente y a sus relaciones con los vecinos actuales y pasados. Hacía de bibliotecario, notario público e historiador todo a la vez, y como el shaman o el recitador profesional, con frecuencia desplegaba un memorión increíble. Esos guardianes de la tradición oral eran de importancia primordial para la sociedad primitiva; con la escritura y la civilización, su función casi ha desaparecido. Y hemos sido nosotros los que salimos perdiendo.

Ni los primitivos ni los prehistóricos conocieron la escritura; pero ¿tuvieron acaso otros medios de transmitir las ideas, además de la palabra? Ciertamente, las pinturas rupestres del neolítico descubiertas últimamente en el Sahara, así como otras semejantes de primitivos más recientes, parecen “contar algo”, lo que no deja de ser comunicación.

Están, además, las pinturas paleolíticas de las cavernas francesas y españolas que, en su conjunto, tal vez representen también el intento de contar algo, así como es posible que ciertas marcas que ostentan algunos utensilios de la misma época tal vez indiquen propiedad o pertenencia. Pero hasta la invención de la escritura, la palabra hablada fue el principal medio de comunicación. Lentamente, el hombre fue tanteando nuevos medios que le permitieran no sólo dejar un testimonio de lo que había descubierto, sino transmitírselo también a los demás con mayor precisión.

Total de palabras: 2,829 palabras


La tabla que nos dá las velocidades de lectura de acuerdo al tiempo que nos haya tomado la lectura del documento es la siguiente:


Ahora sí, habiendo leído ya el documento postponiendo la consulta de los hipervínculos para el final, el lector puede regresar al documento para localizar aquellos hipervínculos que le hayan llamado la atención, o puede leerlos todos incluso si es que tiene el tiempo para ello.