LA AGONIA
En los primeros días del mes de septiembre, un anciano septuagenario, a pesar de la lluvia, iba por la calle de Varenne, levantando la cabeza a la puerta de cada casa, en busca del domicilio del marqués Raoul de Valentín, con la candidez de un niño y el aire absorto de los filósofos. En aquella cara, encuadrada por largos y desgreñados cabellos grises y reseca como un viejo pergamino que se retuerce en el fuego, se reflejaba la huella de un profundo pesar, en pugna con un carácter despótico. Si un pintor hubiera tropezado con el singular personaje, vestido de negro, flaco y huesoso, de seguro le habría transcrito a su ál- bum, al llegar al taller, poniendo al pie del retrato la siguiente inscripción: Poeta clásico en busca de una rima. Después de cerciorarse del número que se le había indicado, aquella palingenesia viviente de Rollin llamó suavemente a la puerta de una soberbia mansión.-¿Está don Raoul?- preguntó el buen hombre a un criado con librea.-El señor marqués no recibe a nadie- contestó el servidor, tragando una enorme sopa de pan extraída de un hondo tazón de café.-Veo ahí su carruaje- observó el anciano desconocido, señalando a un magnífico tren estacionado bajo la marquesina, que figuraba un pabellón de lona listada y que guarecía los peldaños de la escalinata exterior-. Como sin duda se disponía a salir, esperaré.-¡Ay, buen anciano! ¡Sería muy fácil que hubiera usted de esperar hasta mañana! -replicó el suizo-. Constantemente, hay un carruaje enganchado para el señor. Pero ruego a usted que salga, porque perdería una renta vitalicia de seiscientos francos, si permitiera entrar una vez siquiera, sin previa orden, a cualquier persona extraña a la casa.En aquel momento, salió del vestíbulo un hombre de elevada estatura y de avanzada edad, cuyo uniforme se asemejaba al de un portero ministerial, y descendió precipitadamente algunos escalones, examinando al asombrado pretendiente.-Además, aquí viene el señor Jonatás- agregó el criado-. Hable con él.Los dos ancianos, atraídos por mutua simpatía o curiosidad, fueron a reunirse en el centro del espacioso patio de honor, en una especie de plazoleta, entre cuyas losas crecía la hierba. Un silencio pavoroso reinaba en toda la casa. Al ver a Jonatás, asaltaba el deseo de penetrar el misterio que se cernía sobre su semblante, y del que parecían saturados todos los ámbitos de la triste morada.La primera preocupación de Raoul, al entrar en posesión de la cuantiosa herencia de su tío, fue averiguar el paradero del antiguo y fiel servidor con cuyo afecto podía contar. Jonatás lloró de alegría al verse nuevamente cerca de su joven amo, de quien ya creyó hacerse despedido para la eternidad; pero nada igualó a la dicha de que el marqués le promoviera al elevado cargo de mayordomo. El anciano Jonatás vino a ser un poder intermedio colocado entre Raoul y el resto del mundo. Ordenador supremo de la fortuna de su amo, ejecutor ciego de un pensamiento desconocido, era como un sexto sentido, a través del cual llegaban a Raoul las emociones de la vida.-Desearía hablar con don Raoul- dijo el viejo desconocido a Jonatás, mientras subía unas gradas para ponerse a cubierto de la lluvia.-¡Hablar con el señor marqués!- exclamó el mayordomo-. ¡Si apenas me dirige a palabra a mí, al marido de su nodriza!-También yo soy padre nutricio suyo- respondió el anciano-. Si su esposa de usted le dio el pecho en otro tiempo, yo le he hecho chupar el seno de la Musas. Es mi niño, mi hijo, carus alumnus. Yo he formado su cerebro, cultivado su entendimiento, desarrollado su talento, y me atrevo a decir que a honra y gloria mías. ¿No es uno de los hombres más notables de nuestra época? Lo he tenido en la tercera y sexta clases y le he enseñado Retórica. Soy su profesor.-¡Ah! ¿Conque usted es el señor Porriquet?-Justamente. Pero...-¡Chist! ¡Chist!- hizo Jonatás a dos galopines de cocina, cuyas voces rasgaban el silencio claustral en que estaba envuelta la casa.-Pero ¿es que está enfermo el señor marqués?- preguntó el profesor.-Dios sólo sabe lo que tiene mi amo- contestó Jonatás-. Con seguridad, no existen en París dos casas como la nuestra. ¿Me oye usted? Dos casas. A fe mía, que no. El señor marqués adquirió este palacio, que perteneció antes a un duque y par, y gastó trescientos mil francos en amueblarlo. Como ve usted, es una suma de alguna consideración, pero aquí, cada detalle es un prodigio. ¡Vaya!, Al observar tal magnificencia, me dije: «Bueno, es lo mismo que en casa de su difunto abuelo: el joven marqués va a recibir a la ciudad y a la Corte». Pues no, señor. ¡Todo lo contrario! El señor no quiere recibir a nadie. Hace una vida rarísima, ¿me entiende usted, señor Porriquet? una vida; invariable. Se levanta diariamente a la misma hora, y únicamente yo, yo solo, puedo entrar en sus habitaciones. Abro a las siete, lo mismo en verano que en invierno; ya es cosa convenida. Al entrar, le digo: «Señor marqués, ya es hora de levantarse.»Se levanta y se viste. Tengo que darle la bata, que es siempre de la misma hechura y de igual tela. Yo me encargo de reemplazarla, cuando se va desluciendo, tan sólo para evitarle la molestia de pedir una nueva. ¡Ya ve usted qué capricho! Pero es natural, el muchacho tiene mil francos diarios a su disposición y hace lo que le parece. Además, es tanto el cariño que le profeso, que si me diera una bofetada en la mejilla derecha, pondría la izquierda. Aunque me mandara cosas imposibles, las haría, ¿me entiende usted? Por supuesto, son tantas las menudencias que tengo a mi cargo, que nunca me falta ocupación. Lee los periódicos, por ejemplo: pues he de colocarlos todos los días en la misma mesa y en el mismo sitio. Todos los días también, a la misma hora, he de afeitarle, ¡y no hay cuidado de que me tiemble el pulso! El cocinero perdería mil escudos de pensión, que le tiene legada el señor marqués en su testamento, si el almuerzo no estuviera servido invariablemente a las diez de la mañana y la comida a las cinco en punto de la tarde. La minuta está confeccionada para todo el año, día por día. El señor marqués no necesita formular la menor indicación: se le sirven las primicias de todos los frutos del mar y de la tierra. La lista está extendida, y desde la mañana, sabe de memoria lo que ha de comer por la tarde. Para sentarse a la mesa, se viste a la misma hora, con idénticas prendas exteriores e interiores, previamente depositadas por mí ¡fíjese usted! en el mismo sillón. Yo he de cuidarme de que tenga siempre la misma ropa; que se va estropeando una levita, supongamos; pues la substituyo por otra, sin decirle una palabra. Si el tiempo es bueno, entro y le digo: “Debería salir el señor marqués”.Me responde “sí” o “no”. Si se le ocurre dar un paseo, no necesita ordenar que enganchen los caballos, porque siempre tiene dispuesto un carruaje a la puerta. El cochero permanece invariablemente látigo en mano, como lo ha visto usted. Por la noche, después de comer, el señor va un día a la Opera, otros al Ital... ¡Pero no!, todavía no ha ido al Italiens, porque hasta ayer no he podido proporcionarme un palco. Luego, se retira a las once en punto y se acuesta. Las restantes horas del día, las invierte leyendo; no hace más que leer, ¡Vea usted! Una manía como cualquiera otra. Tengo orden de leer antes que él el Journal de la Librarie a fin de comprar las obras nuevas en el momento en que se ponen a la venta para que los encuentre el mismo día que los ponene a la venta, sobre la repisa de la chimenea. Tengo la consigna de entrar de hora en hora en sus habitaciones, para alimentar la chimenea, para dar un vistazo a todo, para procurar que no le falte nada. Me ha entregado un librito de notas, para que me !o aprenda de memoria, en el que aparecen consignadas todas mis obligaciones; un verdadero catecismo. En verano, debo mantener una temperatura constantemente fresca y uniforme, por medio de hielo, y en todo tiempo, inundar la casa de flores y renovarlas. ¡Qué diantre! Es rico; tiene mil francos diarios y puede satisfacer sus caprichos. ¡Bastante tiempo ha carecido de lo necesario, el pobre chico! No molesta a nadie, es bueno como el pan bendito y no se queja de nada; ¡eso sí! lo único que exige, es el más absoluto silencio en la casa y en el jardín. En fin, mi amo no tiene que formular el más mínimo deseo; todo marcha como sobre ruedas y todos andan más derechos que una vela. Y así ha de ser; si no se sujeta a los criados, no hay orden ni concierto. Yo le digo lo que debe hacer, y me atiende. No puede usted imaginarse el extremo a que ha llevado las cosas. Sus habitaciones están en... ¿cómo se dice?... ¡ah! en crujía. Pues bien; abre, por ejemplo, la puerta de su dormitorio o la de su despacho, y !crac! todas las puertas se abren automáticamente, por medio de un mecanismo. De este modo, puede recorrer la casa, de un extremo a otro, sin encontrar una sola puerta cerrada. Es un procedimiento de lo más cómodo y agradable, pero que ha costado un dineral. Por último, señor Porriquet, me tiene advertido: «Cuidarás de mi, Jonatás, como de un niño en mantillas." En mantillas si, señor. ¡Así como suena! Pensarás por mí, y proveerás a todas mis necesidades. Por tanto puede decirse que soy el amo, y él casi el criado. ¿El motivo de esto? ¡Ah! Eso no lo saben nadie más que Dios y él. ¡Es inverosímil!-Compone un poema- dijo el viejo profesor.-¿Cree usted que compone un poema? Ya es cosa que debe sujetar mucho. Sin embargo, no lo creo. Me repite con mucha frecuencia que quiere vivir como una planta, vegetando. Sin ir más lejos, ayer, mientras se vestía, me dijo contemplando un tulipán: «Esa es mi vida... ¡vegeto, mi buen Jonatás!». Hay muchos que pretenden que es monomaníaco.¡Es inverosímil!-Todo eso me prueba, Jonatás- repuso el profesor con gravedad verdaderamente magistral, que imprimió profundo respeto al antiguo servidor- que su señor se ocupa en algo grande. Está sumido en hondas meditaciones. y no quiere que le distraigan las preocupaciones de la vida vulgar. Cuando un hombre de genio está entregado de lleno a sus tareas intelectuales, se olvida de todo. En cierta ocasión, el célebre Newton...-¿Newton ha dicho usted?- interrumpió Jonatás-. No le conozco.-Fue un gran geómetra- contestó Porriquet-. Pues, como iba diciendo, Newton se pasó veinticuatro horas seguidas apoyado de codos en una mesa, y cuando salió de su ensimismamiento, al día siguiente, creyó estar aún en la víspera como si hubiera dormido. ¡Ea! Voy a ver a mi querido discípulo, por si puedo serle útil en algo.-¡Un momento!- exclamó Jonatás-. ¡Aunque fuera usted el mismo rey de Francia, el antiguo, se entiende, no entraría, a menos que forzara las puertas y pasara sobre mi cuerpo! Pero corro a decirle que está usted aquí y a preguntarle, según costumbre: «¿Le permitiré subir?" El me contestará, como lo hace siempre, accediendo o negándose a ello, con un monosílabo “sí” o “no”. Porque le advierto que las frases: ¿Desea usted? ¿quiere usted? y demás análogas, están desterradas de la conversación, en esta casa. Una vez se me escapó una, y el señor me dijo muy enfadado: ¿Quieres matarme?Jonatás dejó al antiguo profesor en el vestíbulo, haciéndole señas de que no avanzara; pero volvió en breve con una respuesta favorable, y condujo al benemérito anciano a través de suntuosas habitaciones, cuyas puertas estaban abiertas de par en par. Porriquet vio desde lejos a su discípulo, junto a una chime- nea. Envuelto en una bata a grandes cuadros. La postración de su cuerpo denotaba la extrema melancolía que parecía invadirle, y que se reflejaba en su frente, en su rostro, pálido como una flor marchita. Destacábase de su persona una especie de gracia afeminada y esas extravagancias propias de los enfermos ricos. Sus manos, semejantes a las de una mujer bonita, eran de una blancura suave y delicada. Sus ya escasos cabellos blondos, se ensortijaban alrededor de las sienes, con rebuscada coquetería. Un gorro griego, de cuyo centro pendía un borlón, demasiado pesado para la ligereza de la tela de aquél, caía inclinado a uno de los lados de la cabeza. A sus pies, se veía un cuchillo de malaquita con adornos de oro, del que se había servido para cortar las hojas de un libro. Sobre sus rodillas, descansaba la boquilla de ámbar de una magnífica «huka» india, cuyos frescos perfumes se olvidaba de aspirar. Pero la debilidad general de su cuerpo contrastaba con la viveza de sus ojos azules, en los que parecía haberse concentrado toda la vida, y en los que brillaba un sentimiento extraordinario, que sorprendía a primera vista. Aquella mirada era irresistible : unos podían leer en ella la desesperación; otros adivinar un combate interior, tan terrible como un remordimiento. Era la ojeada profunda del impotente, que relega sus deseos al fondo del corazón, o la del avaro, que, gozando mentalmente de todos los placeres que su dinero podría proporcionarle se abstiene de ellos para no mermar su tesoro. Era la mirada de Prometeo encadenado, de Napoleón caído, que al saber en el Elíseo, en 1815, la falta estratégica cometida por sus enemigos solicita el mando por veinticuatro horas, sin obtenerlo. Verdadera mirada de conquistador y de réprobo, y mejor aún, la mirada que meses antes lanzó Raoul al Sena, o a su última moneda arriesgada en el juego. Sometía su voluntad, su inteligencia, al tosco criterio de un viejo lugareño, apenas civilizado por cincuenta años de domesticidad. Casi gozoso de hallarse convertido en una especie de autómata, abdicaba la vida por vivir y despojaba a su alma de todas las poesías del deseo. Para luchar mejor con la cruel potestad cuyo reto había aceptado, se hizo casto a la manera de Orígenes, castrando su imaginación.Al día siguiente en que, enriquecido repentinamente por un testamento, vio menguar la piel de zapa, fue a casa de su notario. Allí, en tanto tomaban los postres, un médico bastante afamado, refirió seriamente la forma en que se curó un suizo atacado de la pulmonía que padecía. Aquel hombre no pronunció una palabra durante diez años, y se sometió a no respirar más que seis veces por minuto el denso ambiente de una vaquería, guardando un régimen alimenticio sumamente ligero. «¡Yo seré ese hombre!», exclamó para sí Raoul que quería vivir a toda costa. Y, rodeado de lujo, se convirtió en una máquina de vapor. Cuando el antiguo profesor contempló al cadavérico joven, experimentó un sobresalto, todo le pareció artificial en aquel cuerpo desmedrado y endeble. Al observar la ansiosa mirada del marqués, su frente agobiada por la preocupación, no pudo reconocer en él al discípulo de tez fresca y sonrosada, robusto y ágil, cuyo recuerdo conservaba. Si el bondadoso clásico, crítico sagaz y conservador del buen gusto, había leído a lord Byron, se imaginaría ver a Manfredo, creyendo encontrar a Childe Harold.-Buenos días, señor Porriquet- dijo Raoul a su profesor, estrechando los helados dedos del anciano entre su mano ardiente y sudorosa-. ¿Cómo está usted?-Yo bien- contestó el anciano, asustado por el contacto de aquella mano febril-. ¿Y tú?-¡Oh!, yo espero seguir con buena salud.-¿Supongo que estarás escribiendo algo bueno?-No- contestó Raoul-. Exegi monumentum, señor Porriquet. He terminado una gran página y he dado un adiós eterno a la ciencia. Ni siquiera sé dónde está el manuscrito original.-¿Es puro el estilo? Supongo que no habrás adoptado los barbarismos de esa nueva escuela que pretende asombrar al mundo inventando a Ronsard.-Mi libro es una obra es puramente fisiológica.-¡Oh!, todo está dicho- repuso el profesor-. En las ciencias, la gramática debe amoldarse a las exigencias del progreso. Sin embargo, hijo mío, un estilo claro, armonioso, la lengua de Massillon, de Buffon, del gran Racine, siempre va bien... Pero me olvidaba del objeto de mi visita -añadió, interrumpiéndose-. Es una visita interesada.Recordando, demasiado tarde la elegante verbosidad y las elocuentes perífrasis a las que un largo profesorado habían acostumbrado a su maestro, Raoul casi se arrepintió de haberle recibido; pero en el instante de asaltarle el deseo de que se marchara, comprimió prontamente su secreto anhelo, al lanzar una furtiva ojeada a la piel de zapa, suspendida ante él y adosada sobre una tela blanca, en la que aparecían cuidadosamente marcados los fatídicos contornos de aquella, con una línea roja que la encuadraba con matemática exactitud. Desde la fatal orgía, Raoul ahogaba el más ligero de sus caprichos, para no producir alteración alguna en el terrible talismán. La piel de zapa era como un tigre con el que había de vivir forzosamente, sin excitar su ferocidad. Escuchó, pues, pacientemente, las ampulosas manifestaciones del viejo profesor. Porriquet invirtió una hora en el relato de las persecuciones de que había sido objeto desde la revolución de Julio. El pobre hombre, que deseaba un gobierno enérgico y vigoroso, emitió el patriótico voto de que los tenderos permanecieran detrás de sus mostradores, los estadistas al frente de los asuntos públicos, los abogados en el foro y los pares de Francia en el Luxemburgo; pero uno de los ministros populares del rey constitucional le expulsó de su cátedra, acusándole de carlismo. El anciano se encontraba sin destino, sin retiro y sin pan; y siendo la providencia de un sobrino pobre, a quien pagaba la pensión en el seminario de San Sulpicio, iba a rogar a su antiguo discí- pulo, menos por sí que por su hijo adoptivo, que gestionara cerca del nuevo ministro, no ya su reposición, sino el cargo de director de cualquier colegio de provincia. Raoul se sentía dominado por una somnolencia invencible, cuando cesó de resonar en sus oídos la monótona voz del pobre señor. Obligado por cortesía a mirar a los ojos inexpresivos y casi inmóviles de aquel anciano, tardo y pesado en su expresión, había quedado atónito, magnetizado por una inexplicable fuerza de inercia.-Lo siento, mi estimado señor Porriquet- contestó, sin darse cuenta exacta del contenido de la petición-, yo no puedo hacer nada en eso, absolutamente nada. Deseo muy de veras que lo logre...En aquel momento, sin pararse a observar el efecto producido en la marfileña y rugosa frente del anciano por aquellas palabras triviales, impregnadas de apático egoísmo, Raoul se irguió como cervatillo espantado. Acababa de ver un pequeño espacio blanco entre el negro borde de la piel y el trozo rojo, y lanzó un grito tan terrible, que el pobre profesor quedó aterrado.-¡Salga usted de aquí!- exclamó-. ¡Será usted nombrado jefe superior! ¿No ha podido pedirme una pensión vitalicia de mil escudos, mejor que un deseo homicida? Su visita no me habría costado nada. Hay cien mil destinos en Francia, mientras que yo sólo tengo una vida, y la vida de un hombre vale más que todos los empleos del mundo... ¡Jonatás!El mayordomo Jonatás apareció.-¡Recréate en tu obra, grandísimo imbécil!- le dijo su amo-. ¿Por qué me has propuesto recibir al señor?- añadió, señalando al petrificado anciano-. ¿He puesto mi alma en tus manos para que la desgarres? ¡En este momento, me arrebatas diez años de existencia! ¡Otra falta como ésta, y habrás de conducirme a la mansión en que mora mi padre! ¿No habría preferido poseer a Fedore, a comprometer mi vida por complacer a esta especie de esqueleto ambulante? Me sobraba dinero para socorrerle. Además, ¿qué me importa que se mueran de hambre todos los Porriquet del mundo?La cólera hizo palidecer a Raoul; sus trémulos labios destilaban una ligera espuma y la expresión de sus ojos era sanguinaria. Ante semejante aspecto, los dos ancianos se sintieron acometidos por un temblor convulso, como dos niños en presencia de una fiera. El joven se dejó caer sobre un sillón, A los pocos instantes, la reacción operada en su alma hizo brotar copiosas lágrimas de sus centelleantes ojos.-¿Dónde está mi vida? ¿Dónde mi juventud?– exclamó-. ¡Nada de ideas bienhechoras! ¡Se acabó el amor! ¡Se acabó todo!Y, volviéndose hacia el profesor, añadió, en tono afectuoso:-Ya está hecho el daño, mi querido maestro. De buena gana le habría recompensado generosamente por sus cuidados; pero, al menos, mi desventura redundará en beneficio de una persona bondadosa y digna.Había tanta ingenuidad en el acento que matizó estas palabras casi ininteligibles, que los dos ancianos prorrumpieron en llanto, como se llora al oír los conmovedores aires del terruño, cantados en idioma extranjero.-¡Es un epiléptico!- murmuró Porriquet en voz baja.-Reconozco sus bondades, mi estimado maestro- prosiguió afablemente Raoul-, y le ruego que me perdone. La enfermedad es un accidente; la inhumanidad sería un defecto... Déjeme usted ahora -añadió-. Mañana o pasado, esta misma tarde quizá, recibirá usted su credencial porque la resistencia ha triunfado del movimiento. ¡Adiós!El anciano se retiró, amedrentado y presa de vivas inquietudes por la salud moral de Valentín. Aquella escena tuvo para él algo de sobrenatural. Dudaba de sí mismo y se interrogaba, como si acabara de despertar de una penosa pesadilla.-¡Escucha, Jonatás!- dijo el joven, dirigiéndose a su antiguo servidor-. Procura comprender bien de la misión que te he confiado.-Está bien, señor marqués.-Yo soy, por decirlo así, como un hombre colocado fuera de la ley común.-Está bien, señor marqués.-Todos los placeres mundanos revolotean en torno de mi lecho de muerte, danzando ante mí como mujeres hermosas; si los llamo, muero. ¡Siempre la muerte! Tú debes ser una barrera entre el mundo y yo.-Está bien, señor marqués- repitió el anciano doméstico, enjugando las gotas de sudor que surcaban las arrugas de su frente-. Pero, si no quiere usted ver mujeres hermosas, ¿cómo se las arreglará esta noche en el Italiens? Una familia inglesa que ha regresado a Londres, me ha cedido el resto de su abono a uno de los mejores palcos. Un palco soberbio, de verdadera preferencia, en el primer nivel...Sumido en profunda meditación, Raoul ni siquiera escuchó a su mayordomo.¿Adónde va ese fastuoso carruaje, esa berlina tan sencilla en apariencia, pero en cuyas portezuelas se destaca el escudo de noble y linajuda familia? Cuando ese cupé pasa rápidamente, las modistillas lo admiran, envidiando su raso amarillo, el tapiz de la Savonnerie, la pasamanería fresca como una paja de arroz, los muelles cojines y los cristales mudos. Dos lacayos uniformados se mantienen en pie a la trasera del aristocrático vehículo, y en el fondo, sobre la muelle tapicería, descansa una cabeza ardiente, cuyos ojos rodean amoratados círculos; la cabeza de Raoul, triste y pensativo. ¡Fatal imagen de la riqueza! Cruza París como una exhalación, llega al peristilo del teatro Favart, se desdobla el estribo, que sostienen los dos lacayos, contemplados por una envidiosa multitud.-¿Qué habrá hecho éste, para ser tan rico?- pregunta un pobre estudiante de leyes, que por falta de un escudo no podía oír los mágicos acordes de Rossini.Raoul avanzó lentamente a través de los corredores, sin prometerse ningún goce de aquella diversión, tan apetecida en otro tiempo. Esperando el segundo acto de Semíramis, paseábase por la sala de descanso, vagaba atravesando los pasillos, sin acordarse de su palco, en el cual no había entrado aún. Ya no existía en su corazón el sentimiento de la propiedad. Como todos los enfermos, únicamente pensaba en su dolencia. Apoyado en la campana de la chimenea, en medio de la sala de descanso en cuyo torno pululaban jóvenes y viejos distinguidos, ex ministros y nuevos ministros, los pares sin paires y las paires sin pares, despojados de su dignidad, como consecuencia de las innovaciones introducidas por la revolución de Julio, una verdadera baraúnda, en fin, de especuladores y de periodistas vio a pocos pasos una figura estrambótica y singular. Raoul se adelantó hacia el estrafalario personaje, entornando insolentemente los ojos, a fin de contemplarle más de cerca. «¡Qué admirable pintura!- dijo para sí el joven. Las cejas, el pelo, la perilla a lo Mazarino, que ostentaba va. nidosamente el desconocido, estaban teñidos de negro; pero la tintura aplicada sin duda a cabellos demasiado blancos, había producido un indeciso color avinado, cuyos matices cambiaban según la mayor o menor intensidad de los reflejos de las luces. Su rostro reducido y achatado, cuyas arrugas disimulaban espesas capas de afeite, expresaba simultáneamente astucia y zozobra. El retoque faltaba en algunos puntos de la cara, haciendo resaltar más su decrepitud y su tez plomiza. Era imposible contener la risa al ver aquella cabeza de barbilla puntiaguda y frente prominente, bastante parecida a las de esos grotescos monigotes de madera tallados en Alemania por los pastores en sus ratos de ocio.Examinando alternativamente al viejo Adonis y a Raoul, un observador habría creído descubrir en el marqués la mirada de un joven, tras el disfraz de un viejo, y en el desconocido, la mirada empañada de un anciano, tras el disfraz de un joven. Valentín intentaba recordar en qué ocasión había visto a aquel vejete seco, acicalado y arrogante como si derramara juventud. Su porte no acusaba nada de apocamiento ni de afectación. Su correcto frac, cuidadosamente abotonado, envolvía la vetusta y recia armazón, dándole el aspecto de un viejo presumido, que sigue aún los vaivenes de la moda. Aquel muñeco animado tenía todos los caracteres de una aparición para Raoul, que le contempló como un antiguo Rembrandt ahumado, pero recientemente restaurado, barnizado y cambiado de marco. La comparación le hizo dar con el rastro de la verdad, en sus confusos recuerdos, y reconocer en el viejo al anticuario, al causante de su desventura. En aquel momento, se dibujó una sarcástica sonrisa en los marchitos labios del fantástico personaje, distendidos por una dentadura postiza. La risita evocó en la viva imaginación de Raoul las sorprendentes semejanzas de aquel hombre con la cabeza imaginaria que los pintores han asignado al Mefistófeles de Goethe.Mil supersticiones invadieron el alma bien templada de Raoul, que se inclinó a creer en el poder del demonio, en todos los sortilegios tomados de las leyendas de la Edad Media y puestas en obra por los poetas. Rechazando con horror la suerte de Fausto, invocó presurosamente al Cielo, teniendo, como los moribundos, una fe ferviente en Dios, en la Virgen María. Una radiante y diáfana claridad le permitió divisar el Cielo de Miguel Angel y de Sanzio de Urbino; nubes, un anciano de luenga barba blanca, cabezas aladas, una bellísima mujer, circundada por brillante aureola. Entonces comprendió, adoptó esas admirables creaciones, cuyas fantasías, casi humanas, le explicaban su aventura y le infundían aún alguna esperanza. Pero al recaer sus miradas sobre la sala de descanso del Italiens, en lugar de la Virgen vio a una linda muchacha, la detestable Euphrasie, la bailarina de cuerpo flexible y ligero, que luciendo un traje llamativo, cubierta de perlas orientales, acudía impaciente a su impaciente viejo y acababa de presentarse audaz, desvergonzada, con las pupilas chispeantes, a aquel concurso envidioso y especulador, para testimoniar la ilimitada riqueza del mercader cuyos tesoros derrochaba. Raoul recordó el deseo zumbón que !e hizo aceptar e! fatal presente del viejo, y saboreó todos los placeres de la venganza, al contemplar la profunda humillación de aquella sabiduría sublime, cuya caída parecía entonces imposible. La fúnebre sonrisa del centenario iba dirigida a Euphrasie, que correspondió a ella con una frase de amor. El la ofreció su descarnado brazo, y dio dos o tres vueltas al salón, recogiendo con delicia las apasionadas miradas y los requiebros lanzados por los concurrentes a su amante, sin observar las risas desdeñosas, sin oír las burlas mordaces de que se le hacía objeto.-¿De qué cementerio habrá desenterrado ese cadáver esta joven?- preguntó al paso el más elegante de los románticos.Euphrasie esbozó una sonrisa. El bromista era un joven de cabellos rubios, ojos azules y brillantes, esbelto y con largos mostachos, que llevaba un frac deteriorado y el sombrero echado sobre una ceja, y tenía trazas de resuelto y dicharachero.«¡Cuántos ancianos- dijo Raoul para sus adentros- coronan una vida de probidad, de trabajo y de virtud, con una locura! Este tiene un pie en la sepultura y se le ha ocurrido enamorarse...»Valentin detuvo al anticuario y, lanzando una mirada a Euphrasie, dijo:-Caballero, ¿no se acuerda usted ya de las severas máximas de su filosofía?-¡Ah!- contestó el comerciante con voz cascada-, ahora soy dichoso como un joven. Había errado el camino. Una hora de amor vale por toda una existencia.En aquel momento sonó la campanada de aviso, y los espectadores abandonaron el salón, dirigiéndose a ocupar sus respectivas localidades. El anciano y Raoul se separaron. AI entrar en su palco, el marqués vio a Fedore en la platea frontera. Recién llegada, sin duda, la condesa echó atrás su abrigo, dejando al descubierto el cuello y haciendo esos leves movimientos con que las coquetas preparan la postura que han de adoptar. Todas las miradas convergieron hacia ella. La acompañaba un joven par de Francia a quien pidió los gemelos de que le había hecho depositario. De su gesto, de la manera de mirar al nuevo pretendiente, Raoul dedujo la tiranía a que su sucesor se hallaba sometido. Fascinado sin duda, como él lo estuvo en otro tiempo, burlado como él y luchando idénticamente, con toda !a pujanza de un amor verdadero, contra los fríos cálculos de aquella mujer, el malaventurado joven debía sufrir los tormentos a los que, felizmente, había renunciado Valentin.Un júbilo indescriptible animó la fisonomía de Fedore cuando, después de haber paseado sus anteojos por a todos los palcos y examinado rápidamente los tocados, adquirió la convicción de eclipsar con su atavío y con su belleza a las más lindas y elegantes parisinas; se echó a reír, para enseñar su blanca dentadura; agitó su cabeza adornada de flores, para hacerse admirar, y su mirada fue pasando de palco en palco burlándose, ya de un gorrillo desmañadamente ajustado a la frente de una princesa rusa, ya de un sombrero defectuoso que afeaba a la hija de un banquero. De pronto palideció, al tropezar con la mirada fija de Raoul, su desdeñado amante la fulminó con una insoportable mirada de desprecio. De todos sus adoradores desahuciados, Valentín era el único que desconocía su dominio, el único que se hallaba a cubierto de sus seducciones. Un poder arrostrado impunemente, toca a su ruina. Esta máxima permanece más profundamente grabada en el corazón de una mujer que en la cabeza de los reyes. Así, pues, Fedore vio en Raoul la muerte de sus prestigios y de su coquetería. Una frase pronunciada por él la noche anterior en la Opera, se había hecho célebre en los salones de París. El filo del acerado epigrama, había inferido a la condesa una herida incurable. En Francia, se sabe cauterizar una llaga, pero no se conoce aún el remedio para el daño que produce una frase.En el momento en que todas las mujeres miraban alternativamente al marqués y a la condesa, Fedore hubiera querido sepultarle en las mazmorras de cualquier Bastilla, porque, a pesar de su talento para el disimulo, sus rivales se percataron de su sufrimiento. Al fin, perdía el consuelo que la restaba. Las deliciosas palabras: ¡soy la más hermosa!, la eterna frase que calmaba todos los afanes de su vanidad, resultaba ya una mentira. Al comenzar él segundo acto, se instaló una mujer en el palco inmediato al de Raoul, vacío hasta entonces. Todo el patio prorrumpió en un murmullo de admiración. Aquel mar de caras humanas agitó sus conscientes ondas, y todos los ojos se fijaron en la recién llegada. Jóvenes y viejos promovieron tan prolongado rumor, que, mientras se levantaba el telón, los profesores de la orquesta se volvieron hacia el público, reclamando silencio; pero acabaron por asociarse a la unánime demostración aumentando el confuso alboroto. En todos los palcos se entablaron animadas conversaciones. Las mujeres requirieron sus gemelos, y los viejos, sintiéndose remozados, limpiaron con la cabritilla de sus guantes los cristales de sus lentes. El entusiasmo se fue atenuando gradualmente, la representación siguió su curso y todo volvió a la normalidad. La selecta concurrencia, como avergonzada de haber cedido a su espontáneo impulso, recobró la frialdad aristocrática de su correcta distinción. Los ricos alardean de no asombrarse de nada, y han de apreciar a primera vista, en la más acabada obra, un defecto que les dispensará de la admiración, que es un sentimiento vulgar.Sin embargo, varios hombres permanecieron inmóviles, sin oír la música y como embobados, contemplando a la vecina de Raoul. Valentín vio en un sillón circular, próximo al de Aquiline la innoble y congestionada faz de Taillefer, que le hizo una mueca de aprobación. Luego reparó en Emile, que en pie, detrás de la orquesta, parecía indicarle que se fijara en la celestial criatura que tenía a su lado. Por último, Rastignac, sentado junto a una joven, seguramente viuda, retorcía los guantes entre sus manos, como desesperado de su encadenamiento, que le impedía aproximarse a la divina desconocida.La vida de Raoul dependía de un pacto consigo mismo, no quebrantado hasta entonces; habíase prometido no mirar jamás atentamente a ninguna mujer, y para precaverse contra las tentaciones, llevaba unos gemelos, cuyas microscópicas lentes, artísticamente combinadas, destruían el conjunto armónico de las más hermosas facciones, dándoles un aspecto repulsivo. Dominado aún por el terror que le acometió por la mañana, cuando al formular un voto dictado por la más elemental cortesía, menguó instantáneamente el talismán, Raoul adoptó la firme resolución de no volverse a mirar a su vecina. Sentado de espalda en el ángulo de su palco, ocultaba impertinentemente la mitad de la escena a la desconocida, fingiendo menospreciarla y hasta ignorar que había detrás una mujer bonita. Su vecina imitaba con exactitud la postura de Valentín: con el codo apoyado en el antepecho, y asomando apenas la cabeza, miraba fijamente al escenario, inmóvil como modelo de pintor. Ambos jóvenes parecían dos novios reñidos, que están de monos y se vuelven la espalda, dispuestos a hacer las paces a la primera palabra de amor. En algunos momentos, las ligeras plumas o los cabellos de la desconocida rozaban la cabeza de Raoul, causándole una sensación voluptuosa contra la que luchaba animosamente; poco después, sintió el suave contacto de los encañonados encajes que guarnecían el borde del vestido, y hasta el crujir de los pliegues de la propia tela, estremecimiento lleno de inefables encantos; por último, el imperceptible movimiento impreso por la respiración al seno, a la espalda, a las ropas de la gentil muchacha, comunicó a Raoul los efluvios de aquella reposada existencia, como una descarga eléctrica. El tul y el encaje transmitieron fielmente a sus estimulados nervios el delicioso calor del nítido y torneado busto. Por un capricho de la naturaleza, aquellos dos seres, desunidos por el buen tono, separados por los abismos de la muerte, respiraron juntos y quizá pensaron uno en otro. Los penetrantes perfumes del áloe acabaron de embriagar a Raoul. Su imaginación, excitada por un obstáculo, y a la que las trabas hacían aún más fantásticas, le bosquejó con rapidez una mujer de facciones de fuego. Se volvió bruscamente. La desconocida, enojada y molesta sin duda por aquel contacto con una persona extraña, hizo un movimiento semejante, y ambos rostros quedaron frente' a frente, animados por idéntico pensamiento.-¡Paule!-¡Don Raoul!Pasmados ambos, los dos jóvenes se miraron un instante en silencio, como petrificados. Raoul contempló a Paule, en un tocado sencillo y de buen gusto. A través de la gasa que cubría castamente su busto, una mirada experta podía vislumbrar una blancura de lirio y adivinar formas que hasta una mujer habría admirado. Mantenía su modestia virginal, su celestial candor, su graciosa actitud. La manga del vestido acusaba el temblor que hacía palpitar el cuerpo, como palpitaba el corazón.-Vaya usted mañana a la posada de San Quintín para recoger sus papeles- dijo Paule a Raoul-. Yo estaré allí al mediodía. Sea puntual.Y, levantándose precipitadamente, desapareció. Raoul estuvo a punto de seguir a la muchacha; pero se quedó, temiendo comprometerla. Luego miró a Fedore, encontrándola fea, y no pudiendo comprender una sola frase de la música, ahogándose en la sala, oprimido el corazón, abandonó el teatro y regresó a su casa.-Jonatás -dijo a su antiguo criado, al tiempo de acostarse-, dame media gota de láudano en un terrón de azúcar, y no me despiertes mañana hasta las doce menos veinte.Al saltar del lecho, al día siguiente, fijó su mirada en el talismán, con indefinible angustia.-¡Quiero que me ame Paule!- demandó.La piel no hizo ningún movimiento, como si hubiera perdido su fuerza contráctil: sin duda, no podía satisfacer un deseo ya realizado.-¡Ah!- exclamó Raoul, como si se hubiera descargado de una plancha de plomo, que pesara sobre sus hombros desde que poseyó el talismán-. ¡Mientes, no me obedeces! ¡Queda roto el pacto! ¡Estoy libre y viviré! ¿Ha sido esto una mala broma...?Pero al expresarse así, no se atrevía a creer en su propio pensamiento. Se vistió con la modestia de pasados tiempos, y quiso ir a pie a su antiguo domicilio, tratando de transportarse mentalmente a los dichosos días en que se entregaba sin riesgo a la furia de sus deseos, sin haber apreciado todavía todos lo; goces humanos. Caminaba imaginándose, no ya a la Paule de la posada de San Quintín, sino a la Paule de la víspera, la perfecta mujer de su casa, tantas veces soñada, a la doncella espiritual, amante, artista, que comprende a los poetas por comprender la poesía y vive en el seno del lujo; en una palabra, a Fedore dotada de un alma sensible, o a Paule condesa y dos veces millonaria, como lo era Fedore. Al pisar el vetusto umbral, el carcomido batiente de aquella puerta, en la que tan- tas veces le habían asaltado ideas desesperadas, salió una viejecita de la salita, preguntándole:-¿Es usted, por ventura, don Raoul de Valentín?-El mismo, buena mujer- contestó el interpelado.-Puesto que ya sabe usted donde está su antiguo cuarto- dijo la anciana-, puede subir solo. Allí le esperan.-¿Sigue siendo la dueña de este establecimiento la señora Gaudin?- interrogó Raoul.-No, señor. Actualmente, la señora Gaudin es baronesa. Habita una preciosa casa propia, en la otra orilla del río. Volvió su marido y trajo el dinero a miles y miles; tanto, que, según dicen, podría comprar todo el barrio de Santiago, si quisiera. Me ha cedido gratis el negocio y lo que tenía pagado por arrendamiento. ¡Dios la bendiga! es una buena señora, que sigue siendo tan sencilla y tan llana como antes.Raoul subió rápidamente a su buhardilla, y al llegar a los últimos peldaños, oyó los acordes del piano. Entró, viendo a Paule, modestamente vestida con un traje de percal; pero la hechura del mismo, los guantes, el sombrero, la manteleta. negligentemente tirados sobre la cama, denotaban lo desahogado de su posición.-¡Ah! ¿ya está usted aquí?- exclamó Paule, volviendo la cabeza y levantándose, en un impulso de jubilosa ingenuidad.Raoul fue a sentarse junto a ella, ruboroso, avergonzado, feliz, contemplándola sin articular palabra.-¿Por qué nos abandonó usted?- siguió preguntando la muchacha, bajando los ojos y tiñéndose de carmín-. ¿Qué ha sido de usted?-¡Ay, Paule! ¡Sigo siendo muy desgraciado!-¡Ya, ya!- dijo ella, enternecida-. Me lo figuré ayer, al verle tan elegante, rico en apariencia, pero... ¡dígame usted, don Raoul! ¿No han variado las circunstancias?Valentín no pudo contener algunas lágrimas, que resbalaron por sus mejillas, y exclamó:-Paule, yo...Raoul no pudo terminar la frase. La pasión brilló en sus ojos, y su corazón se desbordó en una mirada.-¡Oh! ¡Me ama! ¡Me ama!- exclamó a su vez Paule. Raoul asintió con un signo de cabeza, por sentirse imposibilitado de pronunciar una palabra. Al observar aquel ademán, la muchacha le tomó la mano, la oprimió entre las suyas y le dijo, mezclando la risa con los sollozos:-¡Al fin, ricos y dichosos!... ¡Sí! tu Paule es rica, por más que en este instante debería volver a su antigua pobreza. ¡Cuántas veces he prometido renunciar a todos los tesoros de la tierra, con tal de poder pronunciar esa frase! ¡Me ama! ... ¡Ah, Raoul mío! Soy millonaria. Te gusta el lujo y estarás capacitado para satisfacer todos tus antojos; pero también debes reservar algún afecto para mi corazón, que tanto amor encierra para ti... ¿No sabes que volvió mi padre y que soy la única heredera de una inmensa fortuna? Tanto él, como mi madre, respetan en absoluto las decisiones de mi voluntad. ¿Comprendes lo que quiero decirte?Presa de una especie de delirio, Raoul conservaba sus manos enlazadas a las de Paule, y las besaba con tal ardor, tan ávidamente, que parecía víctima de una convulsión. Paule se desprendió, colocó sus manos sobre los hombros del joven y le contempló con fijeza. Ambos se comprendieron y se unieron -; en estrecho abrazo, con ese santo y delicioso fervor, exento de ,' toda malicia, en el que se imprime un solo beso, el primer beso, en el que quedan fundidas dos almas, posesionándose mutuamente.-¡Ah!- exclamó Paule, dejándose caer sobre la silla-. ¡No quiero que volvamos a separarnos! ¿Cómo juzgarás este atrevimiento mío? - preguntó ruborizándose.-¡Atrevimiento, Paule de mi alma! ¡No temas nada; eso es amor, amor verdadero, profundo, eterno como el mío! ¿verdad que sí?-¡Oh! ¡Habla! ¡Habla!- contestó ella-. ¡Han permanecido cerrados para mí tus labios durante tanto tiempo!-¿Me amabas?-¿Y me lo preguntas? ¡Cuántas veces he llorado aquí mismo, al arreglar tu cuarto, deplorando tu miseria y la mía! ¡Hubiera vendido mi alma al diablo, por evitarte un disgusto! Ahora, bien mío, ¡porque eres mío, me pertenecen ese cerebro tan inteligente y ese corazón tan noble!... ¡Sí! sobre todo tu corazón, que es riqueza que no se agota... ¿Qué iba diciéndote? -prosiguió después de una pausa-. ¡Ah! ¡ya recuerdo! ¡Poseemos tres, cuatro, cinco millones, no sé cuantos! Si fuera pobre, tendría empeño en llevar tu apellido, en llamarme tu esposa; pero en este momento, quisiera sacrificarte el mundo entero, quisiera ser tu sierva eternamente. ¡Mira, Raoul! ofreciéndote hoy cariño, mi fortuna, mi persona, no podría darte más que el día en que deposité allí -dijo señalando al cajón de la mesa- cierta moneda de cinco francos... ¡ Ay! ¡Cuánto daño me causó entonces tu alegría!-¿Por qué eres rica?- repuso Raoul-. ¿Por qué no tienes vanidad? Siendo como eres, nada vale lo que yo pueda ofrecerte.Y se retorció las manos de júbilo, de desesperación, de amor.-Cuando te conviertas en la señora marquesa de Valentín- agregó-, ¡te conozco, alma celestial!, ese título y mi fortuna no valdrán...-Ni uno solo de tus cabellos- interrumpió Paule.-Yo también soy millonario- siguió diciendo Raoul-; pero, ¿qué significan ahora las riquezas para nosotros? Únicamente puedo hacer ofrenda de mi vida; ¡tómala!-Me basta con tu amor, Raoul; tu amor, que vale más que todo el mundo. ¿Piensas en mí? Pues ya soy la más dichosa entre las dichosas.-Nos van a oír- observó Raoul.-No hay nadie- contestó la muchacha, haciendo un gesto picaresco.-Entonces, ¡ven a mis brazos!- exclamó Raoul, tendiéndoselos.Paule cayó en ellos, ciñendo con los suyos el cuello de Raoul.-Abrázame- le dijo- en pago de los sinsabores que me has proporcionado para borrar la pena que tantas veces me han causado tus alegrías en compensación de las noches que he pasado en vela, pintando para que nada te faltara.-¿Qué dices?-Puesto que somos ricos, amor mío, puedo confesártelo todo. ¡Inocente! ¡Cuán fácil es engañar a los hombres de talento! ¿Acaso podías tener chalecos blancos y camisa limpia, dos veces por semana, por tres francos mensuales? Bebías doble leche de la que pagabas. Yo proveía a todas tus necesidades, incluso las económicas... ¿Me habías tomado por tonta? -preguntó en tono de broma-. ¡Pues ya ves que me pasaba de astuta!-Pero, ¿cómo te arreglabas?-Trabajaba hasta las dos de la madrugada -contestó la muchacha-, y del producto de mi trabajo, entregaba la mitad a mi madre, reservando la otra mitad para ti.Ambos se miraron durante unos instantes, embelesados de júbilo y de amor.-¡Ah!- exclamó Raoul-, ¡quién sabe si algún día pagaremos estos momentos de ventura con algún espantoso pesar¡-¿Es que estás comprometido?- replicó Paule-. ¡Ah! ¡no quiero cederte a ninguna mujer!-Soy libre, amor mío.-¿Libre?- repitió ella-. ¡Pues me perteneces!Y se abalanzó de nuevo al cuello de Raoul, contemplándole con devota unción.-Temo volverme loca- prosiguió, acariciando la rubia cabellera de su amado-. ¡Qué apuesto eres, y qué necia me resultó la tal condesa Fedore! ¡Qué satisfacción experimenté ayer, al verme aclamada por todos aquellos hombres! ¡De seguro no ha obtenido ella nunca un triunfo semejante!... ¡Oye! al sentir anoche el contacto de tu brazo, percibí una voz interior que me gritaba: «¡Es él¡» Volví la cabeza y te vi. ¡Créeme! Me retiré apresuradamente, porque me acometió el deseo de abrazarte delante de todo el mundo.-¡Qué feliz eres, pudiendo desahogar tu alma!- exclamó Raoul-. Yo tengo el corazón angustiado. Quisiera llorar y no puedo... ¡No retires tu mano! Creo que pasaría toda mi vida mirándote así, dichoso, contento...-¡Sigue, sigue! ¡Repíteme esas palabras, amor mío!-¿Qué significan las palabras?- replicó Valentín, dejando deslizar una cálida lágrima sobre la mano de su amada-. Más tarde, trataré de expresarte mi amor; en este momento, sólo puedo sentirlo...-¡Sí!- afirmó Paule-, estoy persuadida de que tu alma, tu voluntad, ese corazón, que tan bien conozco, me pertenecen por entero, como yo te pertenezco.-¡Para siempre, mi bien amado!- contestó Raoul, con acento conmovido-. Serás mi esposa, mi ángel bueno. Tu presencia ha disipado constantemente mis pesares y refrigerado mi alma; en este instante, tu angelical sonrisa me ha purificado, por decirlo así. Creo comenzar una nueva existencia. El cruel pasada y mis tristes locuras, me parecen terribles pesadillas alejadas para no volver. A tu lado, me siento redimido y aspiro el ambiente de la felicidad... ¡Oh! ¡no te apartes de mí! - añadió, estrechándola santamente contra su corazón palpitante.-¡Venga la muerte cuando quiera!- exclamó Paule extasiada-. ¡Ya he vivido!¡Dichoso aquel que comprenda tales alegrías, porque las habrá conocido!-¡Oye, Raoul!- dijo Paule, después de un prolongado silencio-, quisiera que, en adelante, no entrara nadie en esta querida buhardilla.-Tienes razón- contestó Raoul-. Tapiaremos la puerta, pondremos una reja en la ventana y compraremos la casa.-¡Eso es!- asintió ella.Y agregó, después de una breve pausa:-Pero nos hemos olvidado de buscar tus originales. Ambos se echaron a reír candorosamente.-¡Bah!- exclamó Raoul-, me tienen sin cuidado todas las investigaciones científicas.-¡Ah, caballero! ¿Y la gloria?-Para mí no hay más gloria que tú.-La verdad es que tu situación era poco envidiable, cuando hacías estos garabatos- dijo la muchacha, hojeando los papeles.-¡Paule mía!...-¡Sí, tuya! bien puedes afirmarlo. ¿Qué quieres?-¿Dónde vives ahora?-En la calle de San Lázaro. ¿Y tú?-En la de Varenne.-¡Qué alejados estaremos hasta que...!La muchacha cortó la frase, mirando a su amigo con aire coquetón y malicioso.-Después de todo, es cuestión de quince días, a lo sumo- contestó Raoul.-¿De veras? ¿Estaremos casados dentro de quince días? -preguntó Paule, brincando como una chiquilla-.-Pero bien mirado -repuso-, soy una hija desnaturalizada: ni siquiera pienso en mi padre, en mi madre, ni en nada del mundo. Aun no te he dicho que mi padre está enfermo de alguna gravedad. Volvió de las Indias muy achacoso, y estuvo a punto de morir en el Havre, a cuyo puerto fuimos a recibirlo... ¡Dios mío! -exclamó, después de consultar su reloj-, son ya las tres, y he de despertarle a las cuatro. Soy la dueña de la casa. Mi madre accede a todos mis caprichos y mi padre me adora; pero yo no quiero abusar de sus bondades; ¡sería una falta censurable! Mi pobre padre fue quien se obstinó anoche en que fuese al Italiens. ¿Vendrás a verle mañana, verdad?-¿La señora marquesa de Valentin quiere dignarse aceptar mi brazo?- preguntó Raoul.-¡Ah!- repuso Paule-, voy a llevarme la llave de este cuarto. ¿No es un palacio? ¿No es nuestro tesoro?-¿Otro beso, Paule?-Y mil- contestó ella-. ¡Dios mío! -añadió mirando a Raoul-. ¿Será siempre así? Me parece un sueño.Los dos enamorados descendieron lentamente la escalera.Bajaron despacio la escalera; luego, muy juntitos, caminando a compás, sintiéndose invadidos por la misma dicha, arrullándose como dos palomas, llegaron a la plaza de la Sorbona donde esperaba el coche de Paule.-Quiero ir a tu casa- manifestó la muchacha-. Quiero ver tu dormitorio, tu despacho, sentarme ante tu mesa de trabajo. Después de todo, la visita no constituirá una novedad para mí -añadió ruborizándose-. ¡José! -ordenó al lacayo-, vamos a la calle de Varennes, antes de regresar a casa. Aun dispongo de tres cuartos de hora, puesto que he quedado en volver a las cuatro. Jorge avivará el paso de los caballos.Y la pareja de enamorados fue conducida, en pocos minutos, al suntuoso domicilio de Valentin.-¡Qué contenta estoy de haberlo visto todo esto!- exclamó Paule, estrujando la seda de las cortinas que adornaban el lecho del marqués-. Cuando me duerma, estaré aquí en espíritu y me imaginaré tu querida cabeza reposando sobre esa almohada... ¡Dime Raoull ¿no te has aconsejado de nadie para amueblar tu palacio?-De nadie.-¿De veras? ¿No habrá intervenido alguna mujer en...?-¡Paule!-¡Oh! es que los celos me mortifican horriblemente. Tienes buen gusto. Mañana encargaré una cama semejante a la tuya.Raoul, ebrio de felicidad, atrajo hacia sí a Paule.-¡Adiós! ¡Mi padre! ¡Mi pobre padre...!-Te acompañaré -dijo Raoul-, porque quiero estar a tu lado todo el tiempo posible.-¡Qué bueno eres! No me atrevía a proponértelo...-¿Acaso no eres mi vida?Sería fastidioso consignar fielmente esas pláticas amorosas, a las que sólo dan valor el acento, la mirada y algún gesto intraducible. Valentín acompañó a Paule hasta su casa, y regresó a la suya con el corazón henchido de cuanto placer es dado experimentar al hombre en este valle de lágrimas. Cuando se acomodó en su sillón, junto a la chimenea, pensando en la súbita y completa realización de todas sus aspiraciones, cruzó por su mente una idea torturadora, como acerado puñal que traspasa un pecho, al observar que la piel de zapa se había contraído ligeramente. Sin poderse contener, prorrumpió en el más tremendo de los juramentos, sin atenuarle con las jesuíticas reticencias de la abadesa famosa, recostó la cabeza en un sillón. y permaneció inmóvil con la mirada fija en una pátera, que no veía.-¡Gran Dios!- exclamó-, ¿qué has hecho de todos mis proyectos? ¿qué, de todas mis ilusiones? ¡Pobre Paule...!Y tomando un compás, midió lo que aquella mañana le había costado de existencia.-¡No me resta vida ni para dos meses!- murmuró.Un sudor glacial brotó de todos sus poros; pero reponiéndose bruscamente, obedeciendo a un indescriptible arrebato de furor, asió la piel de zapa, diciendo-¡Necio que soy!Y saliendo a todo correr, cruzó los jardines y arrojó el talismán al fondo de un pozo, exclamando:-¡Siga su curso la procesión! ¡Al infierno todas estas tonterías!Desde aquel momento, Raoul, se entregó por completo a la dicha de amar, dejando latir su corazón al unísono del de Paule. Su boda, retrasada por dificultades que no hace al caso relatar, se concertó para los primeros días de marzo. Se habían puesto a prueba, no dudaban de sí mismos, y como la ventura les había revelado toda la intensidad de su afecto, jamás hubo dos almas, dos caracteres, a los que la pasión hiciera coincidir tan perfectamente como a los suyos. Al estudiarse, acreció su amor; ambos cobijaban idénticos sentimientos de delicadeza y de recato; la misma voluptuosidad, la más dulce de las voluptuosidades, la de los ángeles. No empañaba el horizonte de su dicha la más ligera nubecilla. Los deseos de cada uno, eran ley suprema para el otro. Ricos ambos, se hallaban en aptitud de satisfacer todos sus caprichos, y, sin embargo, no los tenían. Un gusto exquisito, el sentimiento de lo bello, una verdadera poesía animaba el alma de la esposa; desdeñando la ostentación y el boato, estimaba en más una sonrisa de su amigo que todas las perlas de Ormuz, y la muselina o las flores constituían sus más preciadas galas. Además, Paule y Raoul huían del bullicio del mundo; ¡era tan bella, tan fecunda para ellos la soledad! Los ociosos tenían ocasión de ver todas las noches, indefectiblemente, a la gentil parejita de contrabando, en los Italianos o en la Opera. Al principio, fueron tema de la maledicencia en los salones; pero el torrente de acontecimientos que pasó por París, al poco tiempo hizo que se olvidara a los inofensivos amantes. Por otra parte, su matrimonio estaba convenido y publicado lo cual era una disculpa, en cierto modo, para los mojigatos, y por casualidad, sus criados eran discretos. Así es que ninguna maldad demasiado grande los castigó por su felicidad.Hacia finales de febrero, época en que los días bastante hermosos hicieron creer en las delicias de la primavera, Paule y Raoul se desayunaban juntos en un pequeño invernadero, especie de saloncillo repleto de flores, a nivel del piso del jardín. El tibio y pálido sol de la estación invernal, cuyos rayos se quebraban a través de los arbustos raros, mitigaba en aquel momento los rigores de la temperatura. Los vigorosos contrastes de los diversos follajes, los colores de los floridos macizos, las caprichosas tonalidades de luz y de sombra, proporcionaban grato solaz a la vista. Cuando todo París continuaba calentándose al melancólico fuego de los leños del hogar, los jóvenes prometidos reían bajo un dosel de camelias, de lilas y de brezos. Sus gozosas cabezas asomaban por encima de los narcisos, de los lirios y de las rosas de Bengala.En aquel invernadero voluptuoso y rico, los pies pisaban una estera africana, de variados matices, que cubría el pavimento de la espléndida y voluptuosa estufa. Las paredes, revestidas de cutí verde, no presentaban el menor vestigio de humedad. El mobiliario era de madera tosca en apariencia, pero barnizado y esmeradamente limpio. Un gatito acurrucado sobre la mesa, atraído por el olor de la leche, se dejaba tiznar de café por Paule, que retozaba con él, defendiendo la crema que apenas le permitía olfatear, para apurar su paciencia y prolongar la escaramuza. A cada contorsión del felino, soltaba la carcajada y prorrumpía en mil bobadas, para estorbar a Raoul la lectura del periódico, que ya se le había caído de las manos diez veces. La matinal escena rebosaba una dicha indescriptible, como todo lo que es natural y sincero. Raoul seguía fingiendo leer la hoja periodística, observando a hurtadillas la pelotera del gato con Paule, con su Paule, envuelta en un largo peinador que la velaba imperfectamente, su Paule, con los cabellos en desorden y enseñando un blanco piececillo surcado de azuladas venas y encerrado en una chinela de terciopelo negro. Hechicera en su desaliño, seductora como las fantásticas creaciones de West-hall, parecía a la vez soltera y casada; quizá más soltera que casada, gozaba de una felicidad sin mezcla y sólo conocía los primeros deleites del amor. Aprovechando un momento en que Raoul, absorto en su grata contemplación, había prescindido de la lectura, Paule le arrebató el periódico, lo estrujó, hizo una bola de papel y la lanzó al jardín, y el gato corrió tras de la política, que, como siempre continuaba rodando a más y mejor. Cuando Raoul, distraído por la infantil escena, hizo ademán de echar mano a la hoja, que había desaparecido ya, resonaron francas y alegres risotadas, que se sucedieron como los gorjeos de un pajarillo.-Tengo celos de tu periódico- dijo Paule, secándose las lágrimas que su risa de chiquilla hizo brotar de sus ojos-. ¿No es una felonía- repuso, tornándose de nuevo en mujer, repentinamente -que te dediques a leer manifiestos rusos, en mi presencia, y que prefieras la prosa del emperador Nicolás a mis palabras y miradas de amor?-No leía, ángel mío, te contemplaba.En aquel momento, resonaron junto a la estufa las tardas pisadas del jardinero, cuyos forrados zapatones hacían crujir la arena del paseo.-Perdone el señor marqués si le interrumpo, así como la señora- comenzó diciendo-; pero traigo una curiosidad nunca vista. Hace un instante, al sacar un cubo de agua del pozo, ha salido una rarísima planta marina. ¡Hela aquí! Debe ser impermeable, porque no estaba mojada, ni siquiera húmeda, sino seca como un leño y nada pegajosa. Como el señor marqués entiende positivamente mucho más que un servidor, he pensado entregársela, por lo que pudiera interesarle.Y el jardinero mostró a Raoul la inexorable piel de zapa, que apenas medía seis pulgadas cuadradas de superficie.-Gracias. Vanière- contestó Raoul-. Realmente, es un objeto muy curioso.-¿Qué tienes, bien mío? ¡Palideces!- exclamó Paule.-Retírate, Vaniére- dijo el marqués.-Tu voz me asusta- prosiguió la joven-, está completamente alterada. ¿Qué tienes? ¿Qué sientes? ¿Dónde te duele? ¡Te pones malo! ¡Hay que avisar a un médico! ... ¡ Jonatás ! ¡Venga usted! ... ¡Pronto! ¡Pronto!-Calla. Paule- contestó Raoul, recobrando su serenidad-. Vámonos de aquí. Debe haber por ahí cerca alguna flor, cuyo aroma me molesta; quizá sea esa verbena.Paule se abalanzó al inocente arbusto, lo asió por el tallo y lo arrojó al jardín.-¡Bien mío!- exclamó, estrechando a Raoul en un abrazo tan fuerte como su amor, y acercándole con lánguida coquetería sus bermejos labios, solicitadores de besos-, al verte desfallecer, comprendí que no te sobreviviría, Tu vida es mi vida, Raoul... ¡Verás! ¡pásame la mano por la espalda! Todavía siento «la muerte chiquita»; estoy tiritando... Pero ¡tus labios abrasan!... ¡tu mano está helada! ...-¡Loquilla!- exclamó Raoul.-¿A qué viene esa lágrima? ¡Déjame secarla entre mis labios!-Me amas demasiado, Paule.-Algo extraordinario te ocurre, Raoul. No me engañes, porque no tardaré en descubrir tu secreto... ¡Dame eso!- agregó tomando la piel de zapa.-¡Eres mi verdugo!- exclamó el joven, lanzando una mirada de horror al talismán.-¡Cómo ha cambiado tu voz!- exclamó a su vez Paule, que dejó caer el fatal símbolo del destino.-¿Me amas de veras?- preguntó él.-¿Qué si te amo? ¡Vaya una pregunta!-Pues bien; ¡déjame solo! ¡vete!La pobre niña se retiró.-¡Cómo!- exclamó Raoul, cuando estuvo a solas-. ¿Es posible que en el siglo de las luces, en el que hemos averiguado que los diamantes son cristales de carbono, en una época en la que todo se explica, en la que los agentes policíacos delatarían a un nuevo Mesías a los tribunales y someterían sus milagros a la Academia de Ciencias, en un tiempo en el que sólo creemos en los signos de los notarios, crea yo en una especie de Mane, Thecel, Phares? ¡No! ¡vive Dios! ¿Cómo he de imaginar siquiera que el Ser Supremo se complazca en atormentar a una pacífica criatura? Lo consultaré con los eruditos.Poco después, se hallaba entre el Mercado de vino, inmenso depósito de toneles, y la «Salpétriére», vasto seminario de beodos, ante un pequeño lago en el que se solazaba una notable colección de ánades, tanto por la rareza de sus especies como por sus tornasolados matices, semejantes a ventanales de catedral, que destellaban a los rayos del sol. Allí estaban representadas todas las clases de patos del orbe, graznando, chapuzándose, bullendo, formando una especie de asamblea «patuna» congregada contra su voluntad aunque, afortunadamente, sin constituciones ni principios políticos, y viviendo libres de cazadores a la vista de los naturalistas, que los miraban por casualidad.-Allí está el señor Lavrille- dijo un guarda a Raoul, al preguntarle por aquel pontífice máximo de la zoología.El marqués vio a un hombrecillo profundamente abismado en sabias meditaciones en presencia de los patos. Ni joven ni viejo, la fisonomía de! sabio era apacible y su aspecto complaciente; pero imperaba en todo su ser una preocupación científica. Su peluca, rascada incesantemente y fantásticamente levantada, dejaba al descubierto una línea de canas y acusaba el furor de los descubrimientos, que, semejante a todas las pasiones, nos abstrae tan poderosamente de las cosas de este mundo, que hasta perdemos la conciencia del «yo". Raoul, hombre culto y estudioso, admiró al naturalista que consagraba sus desvelos a ensanchar los conocimientos humanos; pero una damisela se habría reído sin duda de la solución de continuidad existente entre el pantalón y el chaleco rayado del investigador, por más que el intersticio apareciera castamente relleno por una camisa completamente arrugada a fuerza de subir y bajar, siguiendo sus observaciones zoogenésicas.Después de las cortesías de rúbrica, Raoul se creyó en el deber de dirigir al señor Lavrille una frase corriente de cumplido, acerca de sus patos.-¡Oh! poseemos una verdadera riqueza en patos- contestó el naturalista-. Verdad es que este género, como no ignorará usted sin duda, es el más fecundo del orden de los palmípedos. Comenzando por el cisne y acabando por el pato zinzin, comprende ciento treinta y siete variedades de individuos perfectamente determinados, con sus nombres, sus costumbres, su patria, su fisonomía y tan distintos entre sí como un blanco de un negro. Realmente, caballero, cuando comemos un pato, casi nunca nos damos cuenta de la extensión...El disertante se interrumpió, al ver un precioso ejemplar que remontaba el talud del estanque.-Ahí tiene usted- prosiguió- el cisne de corbatín, oriundo del Canadá, venido de tan remotas tierras para exhibirnos su plumaje pardo y gris y su collarcito negro, ¡Mire usted cómo se rasca!... Vea usted el famoso ganso de plumón o pata éder, con el que se confeccionan las almohadas que cubren las camas de nuestros aristócratas. ¡Qué preciosidad! ¿quién es capaz de permanecer indiferente al contemplar el matiz ligeramente rosado de su pechuga y su pico verde?... Acabo de ser testigo de un cruzamiento, del que ya iba desesperando. El himeneo se ha consumado con éxito, y espero con impaciencia el resultado. Me lisonjeo de haber obtenido una ciento trigésima octava especie, a la que quizá se dé mi nombre... ¡Vea usted los recién casados! -continuó, señalando a dos patos-. Uno de los cónyuges es el pato riente, anas albifrons, el otro, el soberbio ánade silbador, anas ruffina de Buffon. He vacilado largo tiempo entre el ánade silbador, el de entrecejo blanco y el anas clipeata... ¡aquel que va por allí!, cuyas irisaciones son magníficas; pero el moño del primero me decidió. Únicamente nos falta en la colección el ánade de casquete negro. Mis compañeros pretenden, unánimemente, que es una simple variedad del pato cerceta, de pico encorvado, pero yo...El naturalista hizo un gesto significativo, revelador a la par de la modestia y de la vanidad del sabio, vanidad llena de testarudez y modestia llena de suficiencia, y terminó la frase:-Yo soy de distinta opinión... Como ve usted, caballero, aquí escasean las distracciones. En estos momentos me trae muy atareado la monografía del género pato. Pero estoy a sus órdenes.Mientras se dirigían a una linda casita de la calle de Buffon, Raoul sometió la piel de zapa al examen del profesor Lavrille.-Conozco este producto- contestó el erudito, después de examinar el talismán con una lupa-. Ha debido servir de forro a alguna caja. ¡La zapa es muy antigua! Actualmente, los estuchistas dan la preferencia al galuchat. El galuchat es, como usted sin duda sabe, es la piel del raja sephen, un pez del mar Rojo...-Pero ésta, caballero, ya que tiene usted la bondad de...-Esta- repuso el sabio, interrumpiendo- es otra cosa. Entre la lija y la zapa, existe la diferencia del Océano a la tierra, del pez al cuadrúpedo. Pero la piel del pez es más dura que la del animal terrestre. Esto- añadió, designando el talismán- es, como usted no ignora, uno de los productos más curiosos de la zoología.-Le agradeceré me lo explique- dijo Raoul.-Pues bien- contestó el naturalista, arrellanándose en su sillón-, esto es una piel de asno.-Ya lo sé- replicó el marqués.-Existe en Persia -prosiguió el zoólogo- un asno sumamente raro, el onagro de los antiguos, el eguns asinus, el culán de los tártaros. Pallas fue a estudiarlo, y lo dio a conocer a la ciencia, porque realmente, dicho animal pasó durante largo tiempo por ser un ser fantástico. Como usted sabe le menciona la Sagrada Escritura: Moisés prohibió encastarle con sus congéneres. Pero el onagro se ha hecho más famoso por las prostituciones de que ha sido objeto, y de las cuales nos hablan a menudo los profetas bíblicos. Pallas, como seguramente sabrá usted, declara en sus Act. Petrop, tomo II, que tales abusivas prácticas continúan observándose religiosamente entre persas y nogayas, como un remedio soberano contra las enfermedades renales y la gota ciática. Nosotros, ignorantes parisinos, ni siquiera lo sospechábamos. En el Museo no figura ningún ejemplar de onagro. Es un soberbio animal, lleno de misterios; sus pupilas están provistas de una especie de cubierta protectora, a la que los orientales atribuyen el poder de la fascinación; su pelaje es más vistoso y más fino que el de nuestros más hermosos caballos; está surcado por listas más o menos leonadas, y ofrece grandes semejanzas con el de la cabra; además, es suave y blando al tacto, su vista iguala en finura y precisión a la del hombre; algo más corpulento que nuestros más talludos asnos, está dotado de un valor extraordinario si, por casualidad, se ve sorprendido, se defiende, con notable superioridad, de los animales más feroces; en cuanto a la rapidez de su marcha, sólo puede compararse con el vuelo de las aves; un onagro, ¡no lo dude usted!, reventaría, a la carrera, a los mejores caballos árabes o persas.»Según el padre del concienzudo doctor Niebuhr, de cuya reciente pérdida, tan lamentada por todos, seguramente estará usted enterado, el término medio del andar ordinario de esos admirables cuadrúpedos, es de siete mil pasos geométricos por hora. Al ver nuestros degenerados pollinos, no es posible formarse idea de ese asno independiente y arrogante. Es de porte ligero, animado, airoso en su aspecto, ágil y esbelto. En una palabra, es el rey zoológico de Oriente. Las supersticiones turcas y persas llegan a atribuirle un origen misterioso, mezclando el nombre de Salomón a los relatos que los narradores del Tibet y de Tartaria divulgan acerca de las proezas de tan privilegiados animales. Por último, un onagro domesticado vale todo el oro que pesa; es casi un imposible capturarle en las montañas, porque trisca por los riscos como un corzo y parece levantar el vuelo como un ave. La fábula de los caballos alados, nuestro Pegaso, tiene indudablemente su origen en aquellos países, donde se han presentado a los pastores diferentes ocasiones de ver a un onagro saltando de roca en roca. A los asnos de silla, obtenidos en Persia por el cruce de una burra con un onagro domesticado, se les pinta de rojo, siguiendo una tradición inmemorial. A esta costumbre se debe quizá el proverbio: «Mechant comme un áne rouge» (Malo como asno rojo). Es probable que en época en que la historia natural anduviese atrasada en Francia, trajera algún explorador uno de esos curiosos animales muy difíciles de amansar, y que tal circunstancia motivara el refrán : «La piel que usted me presenta, es de un onagro». Respecto al origen del nombre «chagrin», no existe unanimidad de pareceres. Unos pretenden que «chagri» es una palabra turca; otros, suponen que «Chagri» es la ciudad en que ese despojo zoológico sufre una preparación química, bastante bien descrita por Pallas, y que le da ese grano especial que admiramos en ella; finalmente, mi colega Martellens me ha escrito participándome la existencia de un riachuelo llamado «Chaagri».-Caballero- dijo Raoul-, agradezco a usted los informes que acaba de suministrarme, cuya adquisición acreditaría de paciencia al más cachazudo de los benedictinos; pero debo hacerle observar que este fragmento era primitivamente de un tamaño igual... al de esa carta geográfica- y señaló a Lavrille un atlas abierto-, y que, en tres meses, ha ido encogiéndose ostensiblemente...-¡Claro!- contestó el erudito-, se comprende. Todos los despojos de seres de organización primitiva están sujetos a deterioros fáciles de concebir, y cuyos progresos dependen de las influencias atmosféricas. Los mismos metales se dilatan o se contraen de un modo perceptible, porque los ingenieros han observado espacios de cierta consideración entre piedras unidas por grapas o barrotes de hierro. La ciencia es vasta y la vida humana muy corta; por tanto, no hemos de tener la pretensión de conocer todos los fenómenos de la Naturaleza.-Pero, perdone usted la pregunta que voy a dirigirle- indicó Raoul algo confuso-. ¿Tiene usted la certeza de que esta piel está sometida a las leyes ordinarias de la zoología y de que se puede alargar?-¡Ya lo creo!... ¡Diantre!- exclamó Lavrille, tratando de estirar el talismán-. Lo mejor es que se tome la molestia de ir a ver al señor Planchette, el célebre profesor de mecánica; él encontrará positivamente, un medio de actuar sobre esta piel, ablandándola, dilatándola.-¡Gracias, caballero! ¡Me devuelve usted la vida!Raoul se despidió del sabio naturalista y corrió a casa de Planchette, dejando el buen Lavrille en su despacho, atestado de botes y de plantas desecadas. Sacaba de aquella visita, sin saberlo, toda la ciencia humana; ¡una nomenclatura! Aquel buen hombre se asemejaba a Sancho Panza, relatando a Don Quijote la historia de las cabras; se distraía contando los animales y clasificándolos. Llegado al borde de la tumba, apenas conocía una pequeña fracción de las inconmensurables cantidades del gran rebaño lanzado por Dios a través del océano de los mundos, con un objeto ignorado. Raoul estaba contento.-¡Al fin voy a tener enfrenado a mi asno!- exclamó para sí.Ya Sterne había dicho antes que él: ¡Cuidemos a nuestro asno (alma), si queremos llegar a viejos! ¡Pero el animal es tan antojadizo! Planchette era un hombre alto, flaco, verdadero poeta perdido en una contemplación perpetua, atareado constantemente en mira a un abismo sin fondo: El Movimiento. El vulgo tacha de locos a esos espíritus sublimes, individuos no comprendidos, que viven indiferentes en absoluto al lujo y al mundo, permaneciendo días enteros con un cigarro apagado entre los labios, o que se presentan en un salón, sin acoplar exactamente los botones con los ojales de su traje. A lo mejor, después de medir largo tiempo el vacío o de amontonar cálculos algebraicos, resolviendo ecuaciones y despejando incógnitas, analizan alguna ley natural y descomponen el más simples de los principios; y entonces, la multitud admira una nueva máquina o cualquier artefacto, cuya sencilla estructura nos asombra y nos confunde. Y el modesto sabio sonríe, diciendo a sus admiradores: «-Yo no he creado nada; absolutamente nada. El hombre no inventa una fuerza, la dirige, y la ciencia consiste en imitar a la Naturaleza.»Raoul sorprendió al mecánico, cuadrado como un recluta. Planchette examinaba una bolita de ágata que rodaba por un cuadrante solar, aguardando que se detuviera. El paciente varón no estaba condecorado, ni pensionado, porque no sabía exagerar la importancia de sus cálculos. Encerrado en su concha, a caza de descubrimientos, no pensaba en la gloria, en el mundo ni en sí mismo, viviendo en la ciencia para la ciencia.-¡Esto es inexplicable!- exclamó. Pero al notar la presencia de su visitante, se dirigió a él, diciéndole: -Servidor de usted. ¿Cómo sigue la familia? Pase a ver a mi esposa.-«¡Así hubiera podido vivir yo!»- pensó Raoul, que sacó al matemático de su abstracción inquiriendo el medio de actuar sobre el talismán, que le puso de manifiesto.-Aun a riesgo de que se ría de mi credulidad- dijo el marqués, una vez formulada la consulta-, no le ocultaré nada. Creo que esta piel posee una fuerza de resistencia que no hay nada capaz de vencer.-Caballero- contestó el sabio-, la generalidad de las gentes suele tener una idea bastante equivocada de los asuntos científicos, pretendiendo de nosotros, poco más o menos, lo que cierto petimetre pidió a Lalande, presentándole a unas damas, después de terminado un eclipse: «Tenga usted la bondad de repetir el experimento». ¿Qué es lo que usted se propone? La Mecánica tiene por objeto aplicar las leyes del movimiento o neutralizarlas. En cuanto al movimiento en sí mismo, declaro a usted humildemente que somos impotentes para definirlo. Sentado esto, hemos observado algunos fenómenos constantes que regulan la acción de los sólidos y de los fluidos. Reproduciendo las causas generadoras de estos fenómenos, podemos transportar los cuerpos, transmitirles una fuerza locomotriz en relación con determinada velocidad, lanzarlos, dividirlos simplemente o hasta el infinito, bien quebrándolos, bien pulverizándolos; podemos, además, retorcerlos, impri- mirles rotaciones, modificarlos, comprimirlos, dilatarlos, ensancharlos. Esta ciencia, caballero, se basa sobre un solo hecho. Vea usted esta bolita. En este momento se encuentra sobre esta piedra Pues bien; ahora, véala usted allí. ¿Qué nombre daremos a este acto, tan natural, físicamente, y tan extraordinario, moralmente? ¿Movimiento, locomoción, cambio de lugar? ¡Qué inmensa vanidad, oculta bajo las palabras! ¿Acaso constituye solución un nombre? Y, sin embargo, en eso consiste toda la ciencia. Nuestras máquinas utilizan o descomponen ese acto, ese hecho. Ese fenómeno tan sencillo, adaptado a masas, es capaz de volar a París. Podemos aumentar la velocidad a expensas de la fuerza, y la' fuerza a expensas de la velocidad. ¿Y qué son la fuerza y la velocidad? Nuestra ciencia es insuficiente para decirlo, como lo es para crear un movimiento. Un movimiento, cualquiera que sea, significa un enorme poder, y el hombre no inventa poderes. El poder es uno, como el movimiento es la esencia misma del poder, Todo es movimiento. El pensamiento es un movimiento. La Naturaleza está fundada en el movimiento. La muerte es un movimiento, cuyos fines conocemos muy confusamente. Si Dios es eterno, crea usted que se halla en perpetuo movimiento. Por eso es tan inexplicable como Él, profundo como Él, ilimitado, incomprensible, intangible. ¿Hay alguien que alguna vez haya tocado, comprendido, medido el movimiento? Sentimos sus efectos, sin verlos. Podemos hasta negarle, como negamos a Dios. ¿Dónde existe? ¿Dónde deja de existir? ¿De dónde emana? ¿Dónde está su principio? ¿Dónde está su fin? Nos envuelve, nos acosa y se nos escapa. Es evidente como hecho, obscuro como abstracción, efecto y causa a la par. Necesita, como nosotros, espacio. Y, ¿qué es el espacio? Únicamente el movimiento nos le revela; sin el movimiento, se reduce a una palabra vacía de sentido. Problema insoluble, semejante al vacío, semejante a la creación, al infinito, el movimiento confunde la mente humana, y todo cuanto está permitido concebir al hombre es que no le concebirá jamás. Entre cada uno de los puntos ocupados sucesivamente en el espacio por esta bolita, encuentra la razón humana un abismo; el abismo en que cayó Pascal. Para actuar sobre la substancia desconocida, debemos, ante todo, estudiar esa substancia; según su naturaleza, o se quebrará al choque, o resistirá. Si se disgrega, y el propósito de usted no es despedazarla, no lograremos el fin que nos hemos propuesto. ¿Desea usted comprimirla? Pues hay que transmitir un movimiento igual a todas las partes de la substancia con objeto de disminuir uniformemente el intervalo que las separa. ¿Desea usted ensancharla? Pues hemos de procurar imprimir a cada molécula una fuerza excéntrica equivalente; porque, sin la observancia estricta de esta ley, produciríamos soluciones de continuidad. Existen, caballero, modalidades infinitas, combinaciones in contables, en el movimiento. ¿Cuál de ellas es la que prefiere?-Lo que yo deseo- contestó Raoul, consumido ya por la impaciencia- es una presión cualquiera, suficientemente enérgica para agrandar indefinidamente esta piel...-Tratándose de una substancia finita- interrumpió el matemático-, no sería posible distenderla indefinidamente; pero la comprensión multiplicará forzosamente las dimensiones de su superficie, a expensas del espesor. Se adelgazará hasta que falte la materia...-Obtenga usted ese resultado- interrumpió a su vez, con viveza, Raoul-, y le haré millonario.-Le robaría su dinero- contestó el profesor, con la flema de un holandés-. Voy a probar a usted, en dos palabras, la existencia de una máquina, bajo la cual, el mismísimo Júpiter quedaría aplastado como una mosca. Su potencia es tal, que un hombre, con toda su indumentaria, quedaría reducido al estado de un papel de fumar, a un hombre con botas, espuelas, corbata, sombrero, dinero, joyas...-¡Qué horrible maquina!-Vea usted un procedimiento que deberían utilizar los chinos, en lugar de arrojar a sus hijos al agua- continuó diciendo el sabio, sin meditar en el respeto del hombre a su progenie.Entregado a su idea, Planchette tomó una maceta vacía, agujereada en el fondo, y la colocó sobre la loseta del cuadrante solar; después, fue a buscar al jardín un puñado de tierra arcillosa. Raoul permaneció embobado, como chiquillo a quien su niñera relata un cuento maravilloso. Una vez depositada la tierra sobre la loseta, el experimentador sacó del bolsillo una navajita, cortó dos ramas de saúco y comenzó a vaciarlas, silbando durante la operación, sin preocuparse de la presencia de Raoul.-Ya tenemos los elementos de la máquina- dijo.Con un codo hecho de arcilla, fijó uno de aquellos tubos de maera en el agujero al fondo de la maceta, trabándolo con la masa gredosa, de manera que el orificio de la rama de saúco correspondiese al del recipiente. Hubiérase tomado por una enorme pipa. Extendió sobre la piedra una capa de tierra en forma de pala, cogió la maceta por su parte más ancha y fijó la rama en ¡a porción que figuraba el mango. Por último, echó otra pellada de greda en el extremo del tubo de saúco, plantó verticalmente la otra rama horadada practicando un nuevo ángulo para unirla a la rama horizontal, de manera que el aire, o cualquier fluido ambiente determinado, pudiera circular por la improvisada máquina, corriendo desde la embocadura del tubo vertical, a través del canal intermedio, hasta la maceta vacía.-Este aparato- manifestó a Raoul, con la seriedad de un académico que pronuncia su discurso de entrada- es uno de los más preciosos títulos que hacen a Pascal acreedor de nuestra admiración.-No le comprendo.El sabio sonrió. Fuése a descolgar de un árbol frutal una botellita que contenía un líquido para exterminar las hormigas, preparado por su farmacéutico, la desfondó, convirtiéndola en embudo, y adaptó éste cuidadosamente al orificio de la rama hueca fijada verticalmente en la arcilla, en oposición al gran depósito representado por la maceta; luego, valiéndose de una regadera; vertió la cantidad de agua necesaria para conservar el nivel de' la misma en la maceta y en la embocadura circular del tubo de saúco.-Caballero- dijo el mecánico-, el agua sigue considerándose, todavía como un cuerpo incomprensible; no olvide usted este principio fundamental. Sin embargo, se comprime, pero tan ligeramente, que podemos estimar equivalente a cero su propiedad contráctil.-Perfectamente.-Pues bien; suponga usted esta superficie mil veces mayor que la del orificio del conducto de saúco por el cual he vertido el líquido. Retiremos el embudo.-Conforme.-Si por un medio cualquiera aumento el volumen de esta masa, introduciendo mayor cantidad de agua por el orificio del tubo, el fluido, forzado a descender por él, ascenderá en el receptáculo representado por la maceta hasta que el líquido alcance igual nivel en uno que en otro...-Eso es evidente- declaró Raoul.-Pero con la diferencia- prosiguió el sabio- de que si la delgada columna de agua añadida por el tubito vertical representa en él una fuerza equivalente al peso de una libra, por ejemplo, como su acción se transmitirá fielmente a la masa líquida y repercutirá en cada uno de los puntos de la superficie que ofrece en la maceta, nos encontraremos allí con mil columnas de agua, que propendiendo todas a elevarse, como si las empujara una fuerza igual a la que hace descender el líquido por el conducto vertical de saúco, producirán necesariamente aquí -afirmó Planchette, señalando a Raoul el agujero de la maceta- una potencia mil veces mayor que la introducida por allí.Y el sabio indicó al marqués el tubo fijado verticalmente en la greda.-Eso es sencillísimo- dijo Raoul.Planchette sonrió.-En otros términos- continuó, con esa tenacidad de lógica propia de los matemáticos-, para rechazar la irrupción del agua, precisaría desarrollar en cada parte de la superficie más extensa, una fuerza igual a la que actúa en el conducto vertical; pero, teniendo presente que si la columna líquida tiene un pie de altura, las mil columnillas de la superficie mayor alcanzarán una elevación muy escasa. Ahora -concluyó Planchette, pegando un capirotazo a su artefacto-, reemplacemos este grotesco aparatillo por tubos metálicos de resistencia y dimensiones adecuadas. Si cubre usted con una fuerte plancha metálica movible la superficie flúida en el gran recipiente, y opone a ella otra de resistencia y solidez a toda prueba; si, además, me concede la facultad de ir agregando agua incesantemente a la masa líquida, por el tubito vertical, el objeto, aprisionado entre los dos planos sólidos, ha de ceder forzosamente a la enorme acción que le comprime con progresivo vigor. El medio de introducir agua por el tubo, constantemente, es una fruslería en mecánica, así como la manera de transmitir la potencia de la masa líquida a una platina. Basta con dos émbolos y unas válvulas. Comprenderá, usted, por tanto, que apenas haya substancia que, colocada entre esas dos resistencias indefinidas, soporte la presión sin dilatarse.-¿De modo que el autor de las Cartas provinciales ha sido quien ha inventado...?-El mismo, sí, señor. La mecánica no conoce nada más sencillo ni más hermoso. El principio contrario, la expansibilidad del agua, ha creado la máquina de vapor. Pero el agua no es expansible sino hasta cierto grado, mientras que su incomprensibilidad, que es una fuerza en cierto modo negativa, ha de ser necesariamente infinita.-Si se dilata esta piel- dijo el marqués-, le prometo erigir un magnífico monumento a Blas Pascal, fundar un premio de cien mil francos para el más difícil problema de mecánica resuelto cada quinquenio, dotar a dos generaciones de primas de usted y, por último, edificar un asilo destinado a los matemáticos locos o pobres.-Sería muy útil- contestó Planchette, añadiendo, con la calma del hombre que vive en una esfera puramente intelectual-. Caballero, mañana iremos a casa de Spieghalter. Ese distinguido mecánico acaba de construir, con arreglo a mis planos, una máquina perfeccionada, con cuyo auxilio un niño podría dar cabida en su sombrero a mil haces de heno.-¡Hasta mañana, pues!-¡Hasta mañana!-Dígase lo que se quiera -salió diciendo Raoul- la mecánica es la más bonita de todas las ciencias. La otra, con sus onagros, sus clasificaciones, sus ánades, sus géneros y sus frascos repletos de mamarrachos, es buena, a lo sumo, para marcar el tanteo en una partida de billar.Al día siguiente, Raoul acudió gozoso en busca de Planchette, dirigiéndose juntos a la calle de la Salud, nombre de buen agüero, en la que poseía su instalación Spieghalter. El joven se halló en un establecimiento inmenso, atestado de rojas y rugientes forjan. Aquello era una lluvia de fuego, un diluvio de clavos, un océano de émbolo:, de tornillos, de palancas, de travesaños, de limas, de tuercas, un mar de metal fundido, de maderos, de válvulas y de acero en barras. Se mascaban las limaduras. Había hierro en el caldeado ambiente, en las blusas de los obreros, se aspiraba el hedor del hierro, el metal adquiría vida, se organizaba, se fluidificaba, andaba, pensaba tomando todas las formas, obedeciendo a todos los caprichos. Al través del resoplido de los fuelles, del creciente tintineo de los martillos, del silbido de los tornos, que hacían chirriar al hierro, Raoul llegó a una espaciosa estancia, limpia y bien ventilada, en la que pudo contemplar a su sabor la enorme prensa de que le habló Planchette, admirando su sólida y perfecta trabazón.-Si diera usted siete vueltas rápidas a esta manivela -dijo Spieghalter, mostrándole un volante de hierro bruñido-, haría brotar de una lámina de acero millares de surtidores, que se le clavarían en las piernas como otras tantas agujas.-¡Diablo!- exclamó Raoul.Planchette deslizó por sí mismo la piel de zapa entre las dos platinas de la prensa soberana, y poseído de la seguridad que dan las convicciones científicas, imprimió un rápido giro al volante.-¡A tierra, o moriremos todos!- gritó Spieghalter, en voz tonante, tirándose al suelo para dar ejemplo.Un silbido espantoso resonó en los talleres. El agua contenida en la máquina hizo explotar las planchas de fundición, dando paso a un surtidor de inconmensurable potencia, que afortunadamente fue a desplomarse sobre una fragua desechada, derribándola, triturándola, retorciéndola, como una tromba arrolla una casa y se la lleva.-¡Oh!- dijo tranquilamente Planchette-. La zapa está sana como mi vista. Había una paja en el hierro fundido, o habría un intersticio en el tubo principal.-Se que no. Conozco los trabajos de mi fundición. Este caballero puede llevarse la piel. ¡Está el diablo dentro!El alemán tomó un martillo de forja, colocó la piel sobre un yunque, y con toda la fuerza que da la cólera, descargó sobre el talismán el más formidable mazazo que jamás atronara sus talleres.-¡Pues el diablo no sale!- exclamó Planchette, pasando la mano por la rebelde zapa.Los operarios acudieron. El capataz cogió la piel y la sumergió en las profundidades del hornillo de una fragua. Formados todos en semicírculo, frente al hogar, esperaron con impaciencia el funcionamiento de un enorme fuelle. Raoul, Spieghalter y el profesor Planchette, ocuparon el centro del tiznado y atento grupo. Al contemplar aquellos ojos, cuya blancura resaltaba en las caras ennegrecidas por el polvillo del hierro y del carbón, aquellas blusas obscuras y grasientas, aquellos velludos pechos, Raoul se creyó transportado al mundo nocturno y fantástico de las baladas alemanas. El capataz retiró la piel con unas tenazas, después de someterla, durante diez minutos a la acción del fuego.-Devuélvamela- dijo Raoul.El capataz la presentó en broma al marqués, quien la volteó entre sus manos, fría y flexible. Los obreros huyeron despavoridos, prorrumpiendo en un grito de horror, y Raoul quedó solo con Planchette en la desierta nave del taller.-¡No hay duda!- exclamó Raoul, en tono desesperado-; todo esto tiene algo de diabólico. ¡No existe poder humano capaz de alargar mi vida un solo día!-Caballero- declaró el matemático en actitud contrita-, he cometido un error. Hemos debido someter esta rarísima piel a la acción de un laminador. ¿Dónde tendría yo la cabeza, al proponerle una presión?-Fui yo quien la solicité- replicó Raoul.El sabio respiró, como reo absuelto por el jurado. Sin embargo, intrigado por el extraño problema que le planteaba la tal piel, reflexionó un momento y dijo:-Es preciso tratar esta substancia desconocida por medio de reactivos. Vamos a ver a Japhet. Quizá la química sea más afortunada que la mecánica.Valentín avivó el trote del caballo de su carruaje, ansioso de encontrar en su laboratorio al famoso químico Japhet.-¡Hola, chico!- dijo Planchette saludando a Japhet, que, sentado en un sillón, contemplaba un precipitado-. ¿Cómo va esa Química?-Dormida. No hay nada nuevo. Únicamente la Academia ha reconocido la existencia de la salicina. Pero ni la salicina, ni la aspergina, ni la vanquelina, ni la digitalina, pueden considerarse como verdaderos descubrimientos.-Pero cuando menos- objetó Raoul-, en la imposibilidad de inventar productos, se limitan ustedes a inventar nombres.-¡Tiene usted mucha razón, joven!-Vamos a ver si puedes descomponernos esta substancia- dijo el profesor Planchette al químico-. Si extraes de ella un principio cualquiera, le denomino por anticipado «diabolina», porque, al pretender comprimirla, acabamos de hacer trizas una prensa hidráulica.-¡Venga! ¡ Venga!- exclamó gozoso el químico-. Quizá sea un nuevo cuerpo simple.-No, señor -contestó Raoul-, es simplemente un trozo de piel de asno.-¡Caballero!- repuso con gravedad el célebre químico.-No lo tome usted a burla- replicó el marqués, entregándole la piel de zapa. El eminente Japhet aplicó a la piel las sensibles papilas de su lengua, tan hábil en la degustación de sales, ácidos, álcalis y gases, y dijo, después de unas cuantas pruebas:-¡No sabe a nada! Vamos a rociarla con ácido ftórico.La piel, sometida a la acción de tal principio, tan rápido en descomponer los tejidos animales, no experimentó la menor alteración.-Esto no es zapa- declaró el químico-. Trataremos a este misterioso incógnito a estilo de mineral, y le sentaremos las costuras metiéndole en un crisol infusible, en el que, precisamente, tengo potasa roja.Japhet salió y volvió a los pocos instantes.-Caballero- consultó a Raoul-, permítame usted cortar un trozo de esta substancia tan especial; es un caso tan extraordinario...-¡Un trozo!- exclamó Raoul-. ¡Ni siquiera la equivalencia de un cabello! Sin embargo, inténtelo usted - añadió con aire triste y zumbón a la par.El sabio melló una navaja de afeitar al pretender cortar la piel; luego, trató de romperla por medio de una descarga eléctrica; seguidamente, la sometió a la acción de la pila voltaica; pero todos los rayos de su ciencia se estrellaron contra el terrible talismán. Eran las siete de la tarde. Planchette, Japhet y Raoul, sin advertir el transcurso del tiempo, aguardaban el resultado de un último y supremo experimento. La zapa salió incólume de un espantoso choque producido por una proporcionada cantidad de cloruro de nitrógeno.-¡Estoy perdido!- exclamó Raoul-. Indudablemente, anda mezclada en esto la mano de Dios. ¡Muero sin remisión!Y salió, dejando a los dos sabios estupefactos.-Guardémonos de contar esto en la Academia- dijo Planchette al químico, tras una larga pausa durante la cual se miraron sin atreverse a comunicarse sus pensamientos-. Los colegas se reirían de nosotros.Ambos sabios estaban sumamente asombrados. ¿La ciencia? ¡Impotente! ¿Los ácidos? ¡Agua clara! ¿La potasa roja? ¡Deshonrada! ¿La pila voltaica y el rayo? ¡Dos dominguillos!-¡Una prensa hidraúlica convertida en una sopa!- añadió Planchette.-Creo en el diablo- dijo el barón Japhet, tras un momento de silencio.-Y yo en Dios- respondió Planchette.Los dos representaban su papel. Para un mecánico, el universo es una máquina que pide un obrero. Para la química, obra de un demonio que va descomponiendo todo, el mundo es un gas dotado de movimiento.-No podemos negar el hecho- dijo el químico.-¡Bah! Para consolarnos, los doctrinarios han inventado el axioma: «¡Estúpido como un hecho!»-Pues a mí me parece que ese axioma es una estupidez- replicó el químico.Se echaron a reír y cenaron como personas que no veían sino un fenómeno en un milagro.Al entrar en su casa, Valentín era presa de una cólera sorda. Ya no creía en nada. Sus ideas reñían en el cerebro, daban vueltas y vacilaban como las de todo hombre que está en presencia de un hecho imposible. Había creído que la máquina de Spieghalter tenía algún defecto secreto. La impotencia de la ciencia y el fuego le asombraban; pero le espantaba la flexibilidad de la piel cuando él la tocaba y su dureza cuando le eran aplicados los medios de destrucción puestos a la disposición del hombre. Ese hecho incontestable le daba vértigos.«Estoy loco- se dijo-. Aunque no he comido nada desde esta mañana, no tengo ni hambre ni sed. Siento en el pecho un fuego que me quema...»Puso de nuevo la piel de zapa en el marco en que siempre estaba, y después de haber trazado con una línea de tinta encarnada el contorno actual del talismán, sentóse en el sillón.-¡Las ocho ya!- exclamó-. Ha pasado el día como un sueño.Se acodó en el brazo del sillón, apoyó la cabeza en la mano izquierda y se entregó a una de esas meditaciones fúnebres, a esos pensamientos destructores cuyo secreto se llevan los condenados a muerte.-¡Ah, Paule, pobre niña! Hay abismos que el amor no podrá salvar, pese a la fuerza de sus alas.En aquél momento oyó muy claramente un suspiro ahogado, y reconoció, por uno de los más conmovedores privilegios de la pasión, el aliento de su Paule.«¡Oh! -se dijo-, mi sentencia es ésta; si ella estuviese allí, quisiera morir en sus brazos.»Una risotada muy franca, muy alegre, le hizo volver la cabeza hacia su lecho, y vio a través de las transparentes cortinas el rostro de Paule sonriendo como un niño que está contento porque le sale bien una travesura. Sus bellos cabellos formaban millares de bucles sobre sus hombros. Paule estaba allí, semejante a una rosa de Bengala sobre un montón de rosas blancas.-He convencido a Jonatás- dijo Paule-. ¿No es mío este lecho, que soy tu mujer? No me riñas amor mío; quería dormir junto a tí, sorprenderte. Perdóname esta locura.Saltó de la cama con un movimiento de gata, mostróse radiante en sus muselinas y se sentó sobre las rodillas de Raoul.-¿De qué abismo hablabas?- preguntó, mostrando en su rostro una expresión de inquietud.-Del de la muerte.-Me haces sufrir. Hay ciertas ideas en las que nosotras, pobres mujeres, no nos podemos detener, porque nos matan. ¿Es amor o falta de ánimo? No se. La muerte no me asusta. Morir contigo, mañana por la mañana, juntos, en un último beso, sería una felicidad. Sería como haber vivido más de cien años. ¿Qué importa el número de días si en una noche, en una hora, hemos agotado toda una vida de paz y amor?-Tienes razón- respondió Raoul-. El cielo habla por tu linda boca. Déjame que la bese.-Muramos pues- dijo Paule, riéndose.
(Tomado de La Piel de Zapa, de La Comedia Humana de Honorato de Balzac)
Total de palabras: 15,608 palabras
La tabla que nos dá las velocidades de lectura para varios tiempos de lectura de la narración de la novela es la siguiente:
En caso de que no se le haya ocurrido al lector, éste pudo muy bien haber tomado el narrativo anterior y, mediante copiado y empastado de texto en un programa como Spreeder, pudo haber llevado a cabo la lectura a paso acelerado.