jueves, 28 de agosto de 2008

Lectura de Práctica Cronometrada # 013

Esta lectura de práctica será algo extensa, más que todas las prácticas anteriores que hemos visto hasta ahora. Sin embargo, será una lectura de entretenimiento, una lectura ligera. El material de lectura está tomado directamente de la que es considerada como una de las grandes obras maestras de la literatura universal, La Comedia Humana, de Honorato de Balzac. De dicha obra que está dividida en cuatro capítulos: (1) El talismán, (2) La mujer sin corazón, (3) La agonía, y el (4) Epílogo, se ha tomado algo del primer capítulo. Dada la extensión del extracto, se recomienda imprimir esta lectura de práctica para poder usar el dedo índice como guía moderadora de nuestro avance sobre las líneas de texto, o bien, mediante copiado y empastado, tomar el texto y pegarlo en algún programa computacional para la lectura veloz que permita tal operación. En caso de que la lectura se lleve a cabo sobre un monitor de computadora, se recomienda tener uno de los dedos de una mano puesto en la tecla de “Avance de Página” (Pg Dn, Av Pág, etc.) dejando libres los dedos de la otra mano para usarlos como moderador de la lectura.

Para esta lectura de entretenimiento, nos fijaremos únicamente dos objetivos:

 ¿Cuál (qué) es el talismán al que se refiere la narración?

¿Cómo (quién) se llama el personaje principal de la narración en torno al cual gira la obra?

EL TALISMAN

Hacia fines del mes de octubre de 1829, un joven entró en el «Palais-Royal», en el momento en que abrían las casas de juego con arreglo a la ley que protege una pasión esencialmente imposible, es decir, sujeta a pagar impuestos y contribuciones. Subió, sin gran vacilación, la escalera del garito designado con el número 36.

-¡Caballero! ¿Quiere hacerme el favor de darme su sombrero?- le gritó con voz áspera y gruñona un viejecito pálido, que estaba agachado en la sombra, defendido por una baranda, y que se alzó de repente, mostrando un rostro como vaciado en un molde de figura fea.

Cuando entraís en una casa de juego, la ley empieza por despojaros de tusombrero. ¿Es esto una parábola evangélica y providencial? ¿No es más bien un modo de concertar con vosotros un contrato infernal contigo, exigiendo no sé qué prenda en garantía? ¿Será quizá para obligaros a guardar una actitud respetuosa para con aquellos que van a ganarte vuestro dinero? ¿Es porque la policía, escondida en todos los bajos fondos sociales, tiene afán de averiguar el nombre de vuestro sombrerero o el vuestro, si lo habéis escrito en el sombrero? ¿Es, en fin, para medir vuestro cráneo y formar una instructiva estadística sobre la capacidad cerebral de los jugadores? La Administración guarda absoluto silencio sobre este punto. Pero sabedlo bien: apenas habéis dado un paso hacia el tapete verde, vuestro sombrero ya no os pertenece más de lo que os pertenecéis vosotros mismos; tanto tú, vuestra fortuna, vuestro bastón y vuestra capa. A la salida, el juego os demostrará, con un atroz epigrama, que os deja alguna cosa encima devolviéndoos esas prendas personales. A pesar de esto, si tenéis un sombrero nuevo, aprendereís a costa vuestra que es preciso hacerse un traje de jugador.

El asombro manifestado por el joven al recibir una ficha numerada a cambio de su sombrero -y que, por suerte, tenía los bordes algo pelados- denotaba un alma todavía inocente. Por esto el viejecito, que sin duda se había corrompido desde su juventud en los ardientes deleites de la vida de los jugadores, le lanzó una mirada sin brillo ni enojo, en la que un filósofo habría vislumbrado las miserias del hospital, la vagancia de las gentes arruinadas, la suma de multitud de asfixias, la cadena perpetua, los destierros a Guazacoalco. Ese hombre, cuya larga cara blanca ya no se nutría más de las sopas gelatinosas de Darcet, ofrecía la pálida imagen de la pasión reducida a su término más simple. En sus arrugas había señales de antiguas torturas; debía jugarse su poco sueldo el mismo día en que lo cobraba. Semejante a los rocines que ya no sienten los latigazos, nada le hacía estremecer; los sordos gemidos de los jugadores que salían arruinados, sus mudas imprecaciones, sus miradas extraviadas, dejábanle siempre insensible. Era el Juego encarnado. Si el joven hubiese contemplado aquél triste Cerbero, quizá se hubiera dicho: «¡Solo hay una baraja en ese corazón!» El desconocido no siguié ese consejo viviente que sin duda la Providencia había colocado allí, como ha puesto el hastío a la puerta de todos los lugares de vicio. Entró resueltamente en la sala, en donde el tintineo del oro fascinaba en los tentados sentidos del espíritu codicioso. Aquel joven estaba allí movido, seguramente, por la más lógica de todas las elocuentes frases de Jean Jacques Rousseau de la que transcribo -creo yo- el triste pensamiento: «Sí, concibo que un hombre vaya al juego; pero es cuando entre él y la muerte, ya no ve más que su último escudo.»

De noche, las casas de juego sólo tienen una poesía vulgar, pero cuyo efecto es tan seguro como el de un drama sangriento. Las salas están repletas de espectadores y de jugadores, de ancianos indigentes que se arrastran por ellas para entrar en calor, de rostros alterados y de orgías comenzadas en el vino y prestas a acabar en el Sena. Si la pasión abunda, el excesivo número de actores impide contemplar frente a frente al demonio del juego. La noche es una verdadera obra de conjunto,en el que toda la compañía grita, en el que cada instrumento de la orquesta modula su propia música. Allí se ven numerosas personas respetables, que van en busca de solaz y lo pagan, como pagarían el placer del espectáculo, de la gula o como irían a una buhardilla. Pero, ¿comprenderéis todo lo que hay de delirio y energía en el alma de un hombre que espera con impaciencia la apertura de un tugurio? Entre el jugador de la madrugada y el jugador de la tarde existe la diferencia que separa al marido indolente del amante que espera bajo las ventanas de su amada. La pasión palpitante y la necesidad en toda su horrible desnudez llegan por la mañana solamente. En ese momento podréis admirar a un verdadero jugador que no ha comido, dormido, vivido ni pensado mientras ha sido flagelado por el látigo de su martingala, mientras ha sufrido,asediado por la comezón de un lance de las «treinta y una». A aquella hora maldita, encontraréis ojos cuya calma espanta, rostros que os fascinan, miradas que levantan los naipes y los devoran.

A ello se debe que las casas de juego no sean sublimes más que a la hora de abrir sus sesiones. Si España tiene sus corridas de toros, si Roma tuvo sus gladiadores, París puede vanagloriarse de su «Palais-Royal», cuyas provocativas ruletas proporcionan el placer de ver correr la sangre a oleadas sin el temor de que resbalen por ella los pies de los espectadores. Intentad lanzar una mirada furtiva sobre aquella arena. ¡Entrad…! ¡Qué desnudez! Las paredes, cubiertas de un papel mugriento hasta la altura de un hombre, no ofrecen una sola imagen capaz de refrescar el alma. Ni siquiera se encuentra un clavo para facilitar el suicidio. El suelo está carcomido y sucio. Una mesa oblonga ocupa el centro de la sala. La modestia de las sillas de paja colocadas en torno de aquel tapete gastado por el roce del oro, revela una curiosa indiferencia por el boato en esos hombres que van a morír allí por el afán de la fortuna y el lujo.

Esta antítesis humana se descubre dondequiera que el alma reacciona poderosamente sobre sí misma. El enamorado quiere vestir de seda a su amada, de suave tela de Oriente, y la mayor parte del tiempo la posee sobre un angosto y paupérrimo camastro. El ambicioso se imagina, en sus sueños, en la cumbre del poder, aún cuando se aplasta en el fango del servilismo. El comerciante vegeta en el fondo de una tienda húmeda y malsana; construye un vasto palacio de donde su hijo, heredero precoz, será expulsado por una licitación fraternal. En fin, ¿existe algo más desagradable que una casa de placer? ¡Qué problema tan singular! Siempre en oposición consigo mismo, engañando a sus esperanzas con sus males presentes y a sus males con un porvenir que no le pertenece, el hombre imprime a todos sus actos el carácter de la inconsecuencia y de la flaqueza. En la Tierra, sólo es completo el infortunio.

Cuando el joven entró en el salón, había ya en él varios jugadores. Tres ancianos calvos estaban sentados indolentemente alrededor del tapete verde: sus rostros de yeso, impasibles como los de los diplomáticos, revelaban almas hastiadas, corazones que desde hacía mucho tiempo que se habían olvidado de latir, aun cuando aventuraban los bienes parafernales de una mujer. Un joven italiano, de negra cabellera y cutis oliváceo, estaba acodado tranquilamente en el extremo de la mesa, y parecía escuchar esos presentimientos secretos que gritan fatalmente a un jugador: «¡Sí! ¡No!» Aquella cabeza meridional anhelaba el oro y el fuego. Siete u ocho mirones, en pie, colocados de manera que formanban una galería, aguardaban las escenas que les preparaban los vaivenes de la suerte, las figuras de los actores, el movimiento del dinero y el de las paletas. Aquellos ociosos estacionaban allí silenciosos, inmóviles, atentos como esta el pueblo en cadalso cuando el verdugo corta una cabeza.

Un hombre alto y flaco, raído de ropa, tenía un registro en una mano y en la otra un lapicero para marcar los pases del encarnado o negro. Era uno de esos tántalos modernos, que viven al borde de todos los goces de su tiempo, uno de esos avaros sin tesoros que hacen una apuesta imaginaria, una especie de loco cuerdo que se consolaba de sus miserias acariciando una quimera, que obraba con el vicio y el peligro como los sacerdotes jóvenes recién ordenados con la Eucaristía, cuando dicen misas en seco. Enfrente de la banca, uno o dos de esos ladinos especuladores, expertos en lances de juego y semejantes a antiguos galeotes a aquienes ya no asustan las galeras, acudían allí para aventurar tres golpes casuales y llevarse inmediatamente la incierta ganancia de que vivían. Dos viejos porteros de sala se paseaban perezosamente con los brazos cruzados, y, de tiempo en tiempo, mirando de vez en cuando al jardín por detrás de las vidrieras como para mostrar a los transeúntes sus vulgares caras a guisa de muestra.

El «banquero» o el «tallador» acababan de lanzar a los puntos esa inexpresiva mirada que los mata y decían con voz aguda: «¡Hagan juego!», cuando el joven abrió la puerta. El silencio se hizo en algún modo más profundo y las cabezas se volvieron con curiosidad al recién llegado. ¡Cosa inaudita! Los embotados viejos, los empleados petrificados, los «mirones» y hasta el fanático italiano, experimentaron cierta impresión de espanto al ver al desconocido. ¿No se ha de ser bien desgraciado para inspirar lástima, muy débil para inspirar simpatías, o tener un aspecto que asusta para hacer temblar las almas en aquella sala en que los dolores deben ser mudos, donde la miseria es alegre y la desesperación mesurada? Pues bien: de todo ello hubo en la sensación nueva que removió aquellos corazones helados, en el momento de entrar el joven. Pero los verdugos, ¿acaso no lloraron también alguna por las vírgenes cuyas rubias cabezas iban a ser cortadas a una señal de la Revolución?

A la primera mirada, los jugadores leyeron en el semblante del novicio algún horrible misterio; sus juveniles facciones estaban impregnadas de un encanto nebuloso; su mirada denunciaba esfuerzos fracasados, ¡mil esperanzas frustradas! La tétrica impasibilidad del suicidio daba a aquel semblante una palidez mate y enfermiza, una amarga sonrisa dibujaba arrugitas en las comisuras de la boca y la fisonomía expresaba una resignación que daba pena ver.

Algún genio secreto centelleaba en el fondo de aquellos ojos, velados quizá por las fatigas del placer. ¿Era que los estragos de una vida licenciosa empañaban el brillo de aquel noble rostro, en otro tiempo puro y rozagante, ahora degradado? Los médicos, sin duda, habrían atribuido indudablemente a lesiones en el corazón o en el pecho el círculo amarillento que rodeaba los párpados y el tinte rojizo que marcaba las mejillas, en tanto que los poetas habrían querido reconocer en aquellos síntomas los estragos de la vigilia, o las huellas de noches de estudio pasadas al resplandor de un quinqué. Pero una pasión más mortal que la enfermedad, una dolencia más despiadada que el estudio y el talento alteraban aquella cabeza joven, contraían aquellos músculos vivaces, retorcían aquel corazón apenas desflorado por las orgías, el estudio y la enfermedad. Así como cuando llega un célebre criminal al presidio, los condenados le reciben con respeto, así todos aquellos demonios humanos, duchos en torturas, saludaron a un dolor insólito, una herida profunda que sondeaba su mirada, y reconocieron a uno de sus príncipes en la majestad de su muda ironía, en la elegante miseria de sus ropas.

El joven vestía un frac de buen gusto, pero la unión de su chaleco y de su corbata estaba demasiado sabiamente mantenida para suponer que gastaba ropa blanca. La limpieza de sus manos, pulidas como manos femeninas, era bastante dudosa; en fin, ¡hacía dos días que no llevaba guantes! Si el tallador y los propios porteros de la sala se estremecieron, fue porque aun se observaban los rastros de una encantadora inocencia en aquellas formas gráciles y delicadas, en aquellos cabellos rubios y ralos, naturalmente rizados. Aquel rostro tenía aún veinticinco años, y el vicio parecía ser en él tan sólo un accidente. La lozanía de la juventud seguía luchando con los estragos de una imponente lascivia. La luz y las tinieblas, la existencia y la nada combatían entre sí produciendo a la vez hermosura y fealdad. El joven se presentaba allí como un ángel sin aureola, perdido en su camino. Así, todos aquellos profesores eméritos de vicio y de infamia, semejantes a una vieja desdentada movida a piedad al ver que una hermosa doncella se entregaba a la corrupción, estuvieron a punto de gritar al novato: «¡Vete!» El recién llegado marchó derecho a la mesa, se quedó en pie, tiró al azar sobre el tapete una moneda de oro que tenía en la mano y que fue rodando al negro; luego, como las almas fuertes, abominando las cavilosas incertidumbres, lanzó al tallador una mirada a la vez turbulenta y tranquila.

El interés que despertaba aquella jugada fue tal, que los viejos no hicieron apuesta; pero el italiano asaltado por una luminosa idea que cruzó su mente, con el fanatismo de la pasión, apuntó su montón de oro en contra del juego del desconocido. El banquero se olvidó de pronunciar esas frases que se han convertido en un murmullo ronco e ininteligible:

-¡Hagan juego!

-¡Hecho!

-¡No va más!

Al extender las cartas sobre la mesa, el tallador, indiferente siempre a la pérdida o a la ganancia de los aficionados a aquellos sombríos placeres, pareció mostrarse deseoso de que la suerte favoreciese al advenedizo. A cada espectador se le antojó ver un drama y la última escena de una noble vida en la suerte de aquella moneda de oro; sus pupilas, clavadas en las fatídicas cartulinas, chispeaban; pero, a pesar de la atención con que miraron alternativamente al joven y a los naipes, no pudieron observar señal alguna de emoción en su indiferente y resignado rostro.

-Encarnado, par, paso- dijo oficialmente con solemnidad el tallador.

Una especie de sordo estertor salió del pecho del italiano al ver caer de uno en uno los billetes doblados que le arrojó el pagador. En cuanto al joven, no se dio cuenta de su ruina hasta el momento en que se alargó la raqueta para recoger su última moneda. El marfil produjo un ruido seco al chocar con el metal, y la moneda, rápida como una flecha, fue a reunirse al montón de oro apilado delante de la caja. El desconocido cerró los ojos lentamente, y sus labios palidecieron; pero casi en el acto descorrió los párpados y su boca recobró de nuevo el rojo color del coral. Fingió el aire de un inglés para quien la vida carece ya de misterios y desapareció sin mendigar un consuelo con una de esas miradas desgarradoras que los jugadores, en su desesperación, suelen lanzar con harta frecuencia a la galería. ¡Cuántos acontecimientos se agolpan en el espacio de un segundo y qué de cosas en un golpe de dados¡

-Debe ser su último cartucho- comentó el croupier, sonriendo, después de un instante de silencio durante el cual retuvo la moneda de oro entre el pulgar y el índice, para exhibirla a los presentes.

-Es un botarate que va tirarse al río- contestó uno de los asiduos, circulando una mirada en torno suyo a los jugadores, los cuales se conocían todos.

-¡Bah!- exclamó el portero, tomando un polvo de tabaco.

-¡Si hubiéramos imitado al señor!- dijo uno de los viejos a sus colegas, señalando al italiano.

Todos los presentes miraron al afortunado jugador, cuyas manos temblaban al contar los billetes de Banco.

-He oído- dijo éste -una voz que me gritaba a mi oído: «El juego hará entrar en razón a ese desesperado muchacho!»

-¡Ese hombre no es jugador¡ -replicó el banquero-. Si lo fuese, hubiera distribuido su dinero en tres posturas, para contar con más probabilidades.

El joven pasó por delante de la portería sin reclamar su sombrero; pero el viejo meloso, después de observar el mal estado de aquel guiñapo, se lo devolvió sin pronunciar palabra; el jugador le entregó con un movimiento maquinal la contraseña y descendió las escaleras tarareando Di tanti palpiti, en tono tan débil, que él mismo apenas oía las deliciosas notas.

Una vez bajo las arcadas del «Palais-Royal», fue hasta la calle de San Honorato, tomó el camino de las Tullerías y atravesó el jardín con paso vacilante. Andaba como en medio de un desierto, empujado por los transeúntes a quienes no veía, sin escuchar a través de los clamores populares más que una sola voz, la de la muerte; perdido, en fin, en una intensa meditación semejante al que invadía, en otro tiempo, a los acusados a quienes se conducía en una carreta desde el Palacio a la Gréve, hacia el cadalso tinto en la sangre vertida desde 1793.

Existe un algo grande y espantoso en el suicidio. Las caídas de muchas personas carecen de peligro, porque, como las de los niños, son desde muy bajo tan a ras del suelo que no se hacen daño; pero, cuando un gran hombre se estrella, debe venir de muy alto, haberse elevado hasta los cielos, haber vislumbrado algún paraíso inaccesible. ¡Cuán implacables han de ser los huracanes que le fuerzan a pedir la paz del alma al cañón de una pistola! ¡Cuántos jóvenes talentos, confinados en una buhardilla, se marchitan y perecen por falta de un amigo, por falta del consuelo de una mujer, en el seno de un millón de seres, en presencia de una multitud harta de oro y que se aburre!

Ante semejante idea, el suicidio adquiere proporciones gigantescas. Entre una muerte voluntaria y la fecunda esperanza cuya voz llamara a un joven a París, sólo Dios sabe el cúmulo de concepciones encontradas, de poesías abandonadas, de lamentos y de gritos ahogados, de tentativas inútiles y obras maestras malogradas. Cada suicidio es un sublime poema de melancolía. ¿Dónde encontraréis, en el océano de las literaturas, un libro flotante que pueda competir con esta gacetilla?:

«Ayer, a las cuatro, una muchacha se arrojó al Sena desde lo alto del Puente de las Artes.»
Ante este laconismo parisino, todo palidece; los dramas, las novelas, hasta la vieja portada Lamentos del glorioso rey de Kaérnavan, encarcelado por sus hijos, último fragmento de un libro perdido, cuya sola lectura hacía llorar a aquel Sterne que abandonaba a su mujer y a sus hijos.

El desconocido fue asaltado por mil pensamientos semejantes, que pasaban en jirones por su alma como banderas desgarradas que ondean en el fragor de una batalla. Si descargó por un momento el peso de su corazón y de sus recuerdos para detenerse ante algunas flores cuyas cabezas balanceaba suavemente la brisa entre los macizos de verdura, se sentía bruscamente dominado por una convulsión de la vida, que se rebelaba contra la abrumadora idea del suicidio, y elevaba los ojos al cielo; pero los grises nubarrones. las bocanadas de viento, cargadas de tristeza, la pesadez de la atmósfera, seguían aconsejándole morir. Se encaminó hacia el Puente Real, pensando en los últimos caprichos de sus predecesores. Sonrió al recordar que lord Castlereagh había satisfecho la más humilde necesidad física antes de cortarse la yugular del cuello, y que el académico Auger fue a buscar su tabaquera, aspirando el acre polvillo al avanzar hacia la muerte. Analizaba estas rarezas y se interrogaba a sí mismo cuando, al estrecharse contra el parapeto del puente para dejar pasar a un mozo del mercado, rozó ligeramente con la manga el yeso de la pared y se sorprendió sacudiéndose cuiadosamente el polvo. Al llegar al punto más alto de la bóveda, miró al agua con aire triste.

-¡Mal tiempo para ahogarse!-  le dijo, riendo, una vieja, envuelta en harapos-. ¡El agua del Sena está muy fría y sucia!

El joven contestó con una sonrisa llena de ingenuidad que denmostraba el delirio de su resolución; pero se estremeció de pronto, al ver a lo lejos, sobre el malecón de las Tullerías, la caseta que tiene en lo alto un cartelón, con el siguiente rótulo en que están trazadas con letras de un pie de altura las palabras: «Socorro a los ahogados». Se le apareció el señor Decheux armado de su filantropía, moviendo aquellos virtuosos remos que rompen la cabeza a los ahogados cuando, desgraciadamente, suben a la superficie del agua; le vió juntando a los curiosos, reclamando un médico, disponiendo las aplicación de las inhalaciones; leyó los pésames de los periodistas, escritos entre la broma de un festín y la sonrisa de una bailarina; oyó sonar los escudos que el policía prefecto del Sena pagaba a los barqueros por su cabeza. Muerto, valdría cincuenta francos, mientras que vivo no era sino un hombre de talento sin protectores, sin amigos, sin casa ni hogar, un verdadero cero social, inútil al Estado, que no se inquietaba por él. Pareciéndole innoble una muerte en pleno día, resolvió morir de noche, a fin de entregar un cadáver indescifrable a aquella sociedad, que desconocía la grandeza de su vida. Continuó, pues, su camino y se dirigió al muelle Voltaire, adoptando el andar indolente de un desocupado que desea matar el tiempo.

Al descender los peldaños que terminan la acera del puente, en el ángulo del malecón, atrajeron sus miradas los libros viejos puestos de muestra sobre el parapeto. Poco faltó para que le preguntase el precio de algunos. Sonrió, metió filosóficamente las manos en los bolsillos, y ya se disponía a reanudar su interrumpida marcha, en la que se notaba cierto dejo de frío desdén, cuando quedó admirado al oír resonar unas monedas en el fondo de su bolsillo, de un modo verdaderamente fantástico. Una sonrisa de esperanza iluminó su rostro, deslizándose de sus labios a sus facciones y a su frente y haciendo brillar de alegría sus pupilas y sus sombrías mejillas. Aquel destello de felicidad se parecía a esos fuegos que recorren los restos de un papel ya consumido por las llamas; y cupo al semblante la propia suerte de las cenizas negras, tornándose triste cuando el desconocido, después de retirarapresuradamente la mano de su bolsillo, vio tan sólo tres monedas de diez céntimos.

-¡Ah, mi buen caballero, la caritá!, La Carita! Caterina! ¡Una limosna para comprar pan!

Un muchachuelo deshollinador de cara hinchada y tiznada, como su cuerpo de hollín, mal cubierto de harapos, tendió la mano al personaje, para arrancarle sus últimos recursos a aquel hombre.

A dos pasos del saboyanito, un pobre, viejo, vergonzante, de aspecto achacoso, malamente vestido con un tapiz agujejereado, le dijo en bronca voz velada:

-Deme lo que quiera, señor. Rezaré a Dios por usted…

Pero, cuando el joven miró al anciano, éste calló y cesó en su súplica, reconociendo quizá en aquel tétrico rostro la divisa de una miseria más grande que la suya.

-La carita! La caritá

El desconocido arrojó su capital al chicuelo y el anciano, abandonando la acera y cruzando a la parte edificada para dirigirse a las casas. Ya no podía sufrir la punzante vista del Sena.

-Rogaremos a Dios que le conceda muchos años de vida- le dijeron los dos mendigos.

Al llegar al escaparate de una estampería, aquel hombre casi muerto tropezó con una mujer joven que descendía de un lujoso tren. Contempló con deleite a la encantadora mujer, cuyo blanco rostro estaba armónicamente encuadrado en el raso de un elegante sombrero, Quedó seducido por su esbelto talle, por la gracia de sus movimientos. El vestido, un poco levantado por el estribo, dejó al descubierto los delicados contornos de una bien moldeada pantorrilla, encerrada en una tersa media blanca puesta muy estirada. La mujer entró en la tienda, hizo que le enseñaran algunos álbumes y colecciones de litografías; regateó y compró cosas de éstas por valor de algunas monedas de oro, las cuales relucieron y tintinearon sobre el mostrador.

El joven, en el umbral de la puerta, ocupado al parecer en examinar los grabados expuestos en el aparador, cambió vivamente con la hermosa desconocida la más penetrante de las miradas que pueda lanzar un hombre contra una de esas miradas indiferentes lanzadas al azar a los transeúntes. ¡Aquello era, por su parte, un adiós al amor y a la mujer!

Pero esta última y poderosa interrogación no fue comprendida, no conmovió el corazón de aquella mujer frívola, no la ruborizó, no le hizo bajar la vista. ¿Qué significaba aquello para ella? Una admiración más, un deseo inspirado, el cual, por la noche, le inspiraría esta grata reflexión: «¡Que guapa estaba hoy!»

El joven siguió mirando láminas y no se volvió cuando la desconocida subió de nuevo a su carruaje. Los caballos arrancaron, y aquella postrera imagen del lujo y de la elegancia se eclipsó, como pronto se eclipsaría su vida. Anduvo con paso melancólico a lo largo de los almacenes, examinando sin gran interés las muestras de mercancías. Cuando acabaron las tiendas, estudió el Louvre, el Instituto, las torres de Nuestra Señora, las del Palacio y las del Puente de las Artes. Aquellos monumentos parecían tomar una fisonomía triste al reflejar los grisáceos matices del cielo, cuyos escasos claros prestaban un aire amenazador a París, que semejante a una mujer bonita, está sujeto a inexplicables caprichos de fealdad y de belleza. De este modo hasta la propia Naturaleza conspiraba para sumir al que iba a morir en un éxtasis doloroso. El joven, presa de aquel poder maléfico cuya acción disolvente encuentra un vehículo en el fluido que circula por nuestros nervios, sentía llegar insensiblemente su organismo a losfenómenos de la fluidez. Las borrascas de aquella angustia le imprimían un movimiento semejante al de las olas, y le hacían ver los barcos, los edificios y los hombres a través de una bruma, en la que todo ondeaba. Trató de substraerse a las titilaciones que producían en su alma las relaciones de la naturaleza física, y se dirigió a una tienda de antigüedades con la intención de dar pasto a sus sentidos o de esperar allí la llegada de la noche preguntando los precios de los objetos de arte. Era, por decirlo así, demandar una limosna de valor y pedir un cordial, como los criminales ondenados que desconfían de sus fuerzas al ir al patíbulo; pero la conciencia de su próximo fin infundió por un momento en el joven la entereza de una duquesa con dos amantes, y entró en la tienda del anticuario con aire desenvuelto, dejando ver en sus labios una sonrisa fija, como la de un beodo. ¿Acaso no estaba embriagado de la vida, o quizá de la muerte? No tardó en recaer en sus vértigos, y continuó viendo las cosas bajo extraños colores o animadas de un ligero movimiento, cuya causa era, sin duda,una irregular circulación de su sangre, tan pronto turbulenta, como una cascada,tan pronto tranquila y blanda, como el agua tibia. Solicitó simplemente que le dejaran ver lo que había en la tienda, para ver si encontraba alguna curiosidad que le conviniera. Un hombre joven de cara fresca y mofletuda, cabellera roja, cubierto con una gorra de pelo de nutria, encomendó la vigilancia del establecimiento a una anciana lugareña, especie de Caliban femenino, la cual estaba ocupada en limpiar una estufa cuyas maravillas eran debidas al genio de Bernard de Palisay, y luego le dijo al presunto parroquiano desconocido con aire de indiferencia:

-¡Vea usted, caballero, vea usted! En la planta baja, sólo tenemos lo más corriente; pero, si quiere usted tomarse la molestia de subir al primer piso, podré enseñarle magníficas momias del Cairo, cerámica incrustada, esculturas en ébano verdadero estilo Renacimiento recientemente llegados y que son verdaderas preciosidades.

En la horrible situación en que se hallaba el desconocido, aquella charla de cicerone, aquellas frases neciamente mercantiles, fueron para él como las ruines tacañerías con que ciertos espíritus mezquinos asesinan a un hombre de genio. Llevando su cruz hasta el fin, pareció escuchar a su guía y le contestó con gestos o con monosílabos; pero, insensiblemente, supo conquistar el derecho de permanecer silencioso y pudo entregarse libremente a sus últimas meditaciones, que fueron terribles, Era poeta, y su alma encontró fortuitamente inmenso campo; debía ver, anticipadamente, los restos de veinte mundos.

A primera vista, la tienda le ofreció un cuadro confuso, en el que se amontonaba lo divino y lo humano. Cocodrilos, boas, monos disecados, sonreían a los ventanales de iglesia, parecían querer morder los bustos, correr tras las lacas, trepar a las pendientes arañas. Un jarrón de Sévres, en el que madame Jacotot había pintado a Napoleón, se hallaba junto a una esfinge dedicada a Sesostris. El comienzo del mundo y los acontecimientos del ayer se casaban con grotesca candidez. Una máquina para dar vueltas al asador se hallaba colocada sobre una custodia, un sable republicano sobre un arcabuz de la Edad Media. Madame Dubarry, pintada al pastel por Latour, con una estrella en la frente, desnuda y entre nubes, parecía contemplar concupiscentemente un braserillo indio, como pretendiendo investigar la utilidad de las espirales que serpenteaban hacia ella.

Los instrumentos de muerte -puñales, pistolas raras, armas con silenciador- yacían mezclados en revuelta confusión con instrumentos de vida -soperas de porcelana, platos de Sajonia, tazas transparentes, procedentes de China, saleros antiguos, bomboneras feudales. Un barco de marfil navegaba a toda vela sobre el caparazón de una inmóvil tortuga. Una máquina neumática, entornada, dejaba tuerto al emperador Augusto, majestuosamente impasible. Varios retratos de regidores de ayuntamientos franceses, de burgomaestres holandeses, insensibles entonces como durante su vida, se destacaban entre aquel caos de antigüedades, lanzándole una mirada indiferente y fría.

Todos los países de la tierra parecían haber aportado allí algún resto de su ciencia, alguna muestra de su arte. Era una especie de vertedero filosófico, en el que nada faltaba; ni la pipa del salvaje, ni la pantufla verde y el oro del serrallo, ni el yatagán del moro, ni el ídolo de los tártaros. Había desde la vejiga para tabaco del soldado, hasta el cáliz del sacerdote y las plumas de un trono. Aquellos monstruosos cuadros residuos estaban aún sujetos a mil fenómenos luminosos por los caprichos de una multitud de reflejos debidos a la confusión de los matices, al brusco contraste de luces y sombras. El oído parecía percibir gritos continuados, la  mente dramas incompletos, y la vista luces mal apagadas. Por fin, un polvillo tenaz tendía su manto sobre aquellos objetos, cuyos múltiples ángulos y cuyas numerosas sinuosidades producían los más pintorescos efectos.

El desconocido comparó a primera vista aquellas tres salas abarrotadas de civilización, de cultos, de divinidades, de obras maestras, de realezas, de ruinas, de sensatez y de locura, a un espejo lleno de facetas, de las que cada cual representara un mundo. Después de aquella impresión brumosa, intentó escoger donde distraerse; pero a fuerza de mirar, de pensar, de soñar, cayó bajo el imperio de una fiebre, debida tal vez al hambre que rugía en sus entrañas. La contemplación de tantas existencias colectivas o individuales, contrastadas por aquellos testimonios supervivientes; acabó de ofuscar los sentidos del joven; estaba satisfecho el deseo que le había movido a entrar a la tienda, estaba colmado. Salió de la realidad, ascendió gradualmente a un mundo ideal, llegó a los palacios encantados del éxtasis, donde se le apareció el universo, por residuos y entrazos de fuego, como en otros tiempos pasó flameando el porvenir ante los ojos de San Juan en Patmos.

Una multitud de imágenes doloridas, hermosas y terribles, oscuras y luminosas, remotas y próximas, se elevó por masas, por miríadas, por generaciones. Egipto, rígido, misterioso, se alzó de sus arenales representado por una momia envuelta en negros vendajes; después, fueron los Faraones, sepultando pueblos para construirse una tumba, y Moisés, y los hebreos, y el desierto. Vislumbró todo un mundo antiguo y solemne. Fresca y apacible, una estatua de mármol, asentada sobre una columna truncada y radiante de blancura, le habló de los ritos voluptuosos de Grecia y de jonia. ¡Ah! ¿Quién no hubiera sonreído, como él, al ver, destacándose del fondo rojo a la morena doncella, danzando en el fino barro de un vaso etrusco ante el dios Príapo, que la saludaba jubilosamente? Frente por frente, una reina latina acariciaba su quimera con amor. Allí respiraban a sus anchas los caprichos de la Roma imperial, revelando el baño, el lecho, el tocado de una Julia indolente, soñadora, esperando a su Tíbulo. Armada con el poder de los talismanes árabes, la cabeza de Cicerón evocaba los recuerdos de Roma libre y le desarrollaba las páginas de Tito Livio. El joven contempló Senatus populusque romanus: el cónsul, los lictores, las togas bordadas de púrpura, las contiendas del Foro, el pueblo airado, desfilaron ante él, como las vaporosas figuras de un sueño.

Por fin,la Roma cristiana dominaba aquellas imágenes. Un lienzo abría los cielos, en los que aparecían la Virgen María sumergida en una nube de oro, en el seno de los ángeles, eclipsando el fulgor del sol, escuchando las quejas de los desventurados, a los cuales aquella Eva regenerada sonreía con dulzura. Al tocar un mosaico hecho con las distintas lavas del Vesubio y del Etna, su alma saltó a la fogosa y bravía Italia; asistió a las orgías de los Borgia, corrió a los Abruzzos, aspiró los amores italianos,se apasionó por la blancura mate de los rostros y la avasalladora negrura de los ojos.

Se estremecía ante las aventuras nocturnas interrumpidas por la fría espada de un marido, al ver una daga de la Edad Media, cuya empuñadura estaba cincelada con la finura de un encaje y cuyo moho tenía las apariencias de manchas de sangre. La India y sus religiones revivieron de un ídolo cubierto con el puntiagudo casquete de facetas romboidales, adornado con campanillas y ataviado de seda y oro. Junto al figurón, una esterilla, preciosa como la bayadera que había girado sobre ella, exhalaba todavía las aromas del sándalo. Un monstruo chino, con sus ojos oblicuos, su boca torcida, sus miembros torturados, traían al ánimo los inventos de un pueblo que, harto de la monotonía de la belleza, encuentra inefable placer en la fecundidez de las fealdades.

Un salero, salido de los talleres de Benvenuto Cellini, le transportó al seno del Renacimiento, al tiempo en que florecieron las artes y la licencia, en que los soberanos se distraían presenciando suplicios, en que los concilios, echados en los brazos de las cortesanas, decretaban la castidad para los simples clérigos. Vio las conquistas de Alejandro en un camafeo, las matanzas de Pizarro en un arcabuz de mecha, las guerras religiosas, desenfrenadas, ardientes, crueles, en el fondo de un casco. Luego, surgieron las risueñas imágenes de la caballería de una armadura de Milán primorosamente damasquinada, bien acicalada y bajo cuya visera brillaban aún los ojos de un paladín.

Aquel océano de muebles, de inventos, de innovaciones, de obras, de ruinas, constituía para él un poema sin fin. Formas, colores, pensamientos, todo revivía allí; pero no se ofrecía nada completo al alma. El poeta debía terminar los croquis del gran pintor que había compuesto aquella inmensa paleta, en la que se habían arrojado profusamente y al desdén los innumerables accidentes de la vida humana. Después de haberse adueñado del mundo, después de haber contemplado países, edades, reinos, el joven volvió a las existencias individuales. Se personificó de nuevo y se fijó en detalles, rechazando la vida de las nacionalidades, como demasiado abrumadora para un hombre solo.

Allá dormía un niño de cera, salvado del estudio de Ruvsch, y aquella encantadora criatura le recordó las alegrías de sus infantiles años. Ante la ilusión causada por el virginal faldellín de una doncella de Tahití, su ardiente imaginación le pintó la sencilla vida de la naturaleza, la casta desnudez del verdadero pudor, las delicias de la pereza, tan inherente al hombre, todo un sino tranquilo, al borde de un arroyo límpido y rumoroso, bajo un plátano que dispensara un sabroso maná, sin necesidad de cultivo. Pero, súbitamente, se convirtió en corsario y revistio la terrible poesía impresa en el papel de Lara, vivamente inspirado por los matices nacarados de mil conchas, exaltado por la vista de algunas madréporas que olían a naufragio, a las algas y a los huracanes atlánticos.

Admirando más lejos las delicadas miniaturas, los arabescos de color azul y oro que enriquecían algún precioso códice, olvidaba los tumultos del mar. Suavemente mecido por un pensamiento de paz, se desposaba nuevamente con el estudio y con la ciencia, apetecía la poltrona vida de los monjes, exenta de pesares, libre de placeres, y se tendía en el fondo de una celda, contemplando por su ventana en ojiva las praderas, el arbolado, los viñedos de su monasterio. Delante de un lienzo de Teniers, se ponía la bordada casaca del funcionario o la mísera blusa del obrero; ansiaba calarse el gorro sucio y ahumado de los flamencos, embriagarse de cerveza, jugar a los naipes con ellos, y sonreía a una rechoncha lugareña. Tiritaba de frío al contemplar un paisaje nevado de Mieris, o se batía mirando una batalla de Salvador Rossa. Acariciaba un tomahawk americano y sentía el escalpelo de un cherokee que le arrancaba la piel del cráneo. Maravillábase a la vista de un rabel, lo ponía en manos de una joven castellana, saboreaba la melodiosa romanza y le declaraba su amor por la noche, junto a una chimenea gótica en la penumbra del atardecer en la que se perdía una mirada de consentimiento. Se aferraba a todos los goces y a todos los dolores, se apropiaba de todas las fórmulas de existencia, derrochando y esparciendo tan generosamente su vida y sus sentimientos entre los simulacros de aquella naturaleza plástica y vacía, que el ruido de pasos repercutía en su alma como el sonido lejano de otro mundo, como el rumor de París llega a las torres de Nuestra Señora.

Al subir la escalera interior que conducía a las salas del primer piso, vio escudos votivos, panoplias, tabernáculos esculpidos, figuras de madera pendientesde los muros, depositadas sobre cada escalón. Perseguido por las más extrañas formas, por maravillosas creaciones asentadas en los confines de la muerte y de la vida, el joven caminaba bajo los hechizos de un sueño. Dudando, en fin, de su existencia, estaba como aquellos curiosos objetos, ni muerto del todo, ni vivo en absoluto. Cuando entró en las nuevas salas, el día comenzaba a morir; pero la luz parecía innecesaria a las resplandecientes riquezas de oro y de plata allí amontonadas.

Los más costosos caprichos de malgastadores muertos en miserables buhardillas después de haber poseído varios millones, se hallaban en aquel vasto bazar de los locuras humanas. Una papelera, comprada a peso de oro y vendida por un pedazo de pan, yacía junto a una cerradura de secreto, cuyo costo hubiera bastado, en sus tiempos, para pagar el rescate de un rey. El genio humano aparecía en todas las pompas de su miseria, en toda la gloria de sus gigantescas pequeñeces. Una mesa de ébano, verdadero ídolo de artista, labrada con arreglo alos dibujos de Juan Goujon y cuya confección costaría seguramente varios años de trabajo, se adquirió tal vez a precio de leña. Cofrecillos preciosos, muebles construidos por manos de hadas, estaban allí desdeñosamente hacinados.

-¡Tienen millones aquí!- exclamó el joven, al llegar al saloncillo que terminaba una larga tirada de habitaciones, doradas y esculpidas por artistas del siglo pasado.

-¡Diga usted billones!- replicó el mofletudo dependiente-, pero esto no es nada aún ¡suba usted al tercer piso y verá cosa buena!

El desconocido siguió a su conductor, llegando a una cuarta galería, en la que desfilaron sucesivamente ante sus fatigados ojos varios cuadros de Poussin, una soberbia estatua de Miguel Angel, algunos encantadores paisajes de Claudio Lorrain, un Gerardo Dow, semejante a una página de Sterne, lienzos de Rembrandt, de Murillo, de Velázquez, sombreados y matizados como un poema de lord Byron; además bajos relieves antiguos, cálices de ágata, ¡ónices maravillosos!… En fin, era tal el cúmulo de trabajos, de obras maestras acumuladas a porfía, que llegaban a producir hastío, a concitar odio contra las artes y a matar el entusiasmo. Llegó ante una Virgen de Rafael, pero ya estaba harto de Rafael. Un retrato de Correggio, que demandaba una mirada, ni siquiera logró alcanzarla. Un inestimable jarrón de pórfido antiguo, cuyas esculturas circulares representaban la más grotescamente licenciosa de todas las obscenidades romanas, delicia de alguna Cocina, obtuvo apenas una sonrisa. Se ahogaba entre los despojos decincuenta siglos desvanecidos, se sentía indispuesto bajo el peso de todas aquellas ideas humanas, atacado alevosamente por el lujo y por las artes, oprimido bajo aquellas formas renacientes, que, semejantes a monstruos creados bajo susplantas por un genio maligno, le libraban un interminable combate.

¿Es que el alma, parecida en sus caprichos a la química moderna, que condensa la creación en un gas, no se compone de terribles venenos por la rápida concentración de sus deleites, de sus fuerzas o de sus ideas? ¿No perecen muchos hombres bajo la fulminación de un ácido moral, súbitamente esparcido por lo más hondo de su ser?

-¿Qué contiene esa caja?- preguntó al entrar en un amplio gabinete, último amontonamiento de gloria, de esfuerzos humanos, de originalidades, de riquezas, entre las que señaló con el índice un gran armazón cerrado, construido de caoba y suspendido de un clavo por una cadena de plata.

-¡Ah! Tiene la llave el amo- contestó el mocetón con aire misterioso-. Si desea usted ver el retrato, me aventuraré gustosamente a prevenírselo.

-¡Aventurarse!- replicó el joven-. ¡Pues qué! ¿Acaso es algún príncipe su principal?

-No lo sé- contestó el dependiente.

Y ambos se miraron durante un momento, dando mutuas muestras de asombro. Después de interpretar el silencio del desconocido como un deseo, el dependiente le dejó solo en el gabinete.

¿No os habéis lanzado nunca a la inmensidad del espacio y del tiempo,leyendo las obras geológicas de Cuvier? ¿No os habéis cernido, en alas de su genio, sobre el abismo sin límite del pasado, como sostenidos por la mano de un mago? Al descubrir de estrato en estrato, de capa en capa, bajo las canteras de Montmartre o en los esquistos del Ural, esos animales, cuyos restos fosilizados pertenecen a civilizaciones antediluvianas, se asusta el ánimo al considerar los millones de siglos, los millones de pueblos que la frágil memoria humana, que la indestructible tradición divina han olvidado, y cuyas cenizas, acumuladas en la superficie de nuestro globo, constituyen los dos palmos de tierra que nos suministran el pan y las flores. ¿No resulta Cuvier el poeta más grande de su siglo? Lord Byron ha reproducido, en palabras, algunas agitaciones morales; pero el inmortal naturalista ha reconstituido mundos con huesos calcinados; ha reedificado ciudades sobre dientes, cual nuevo Cadmo; ha repoblado millares de selvas de todos los misterios de la zoología, con unos cuantos fragmentos de hulla; ha encontrado poblaciones gigantescas en el casco de un mamut. Estas figuras se alzan, se agrandan y pueblan regiones proporcionadas a sus colosales tamaños. Es un poeta matemático; es sublime agregando un cero al siete. Despierta a la nada, sin pronunciar palabras artificialmente mágicas; escudriña en una partícula de yeso, descubre un vestigio y grita: ¡Mirad! Y a su evocación, los mármoles se animalizan,la muerte se vivifica, el mundo se despliega. Después de innumerables dinastías de seres gigantescos, después de razas de peces y de tribus de moluscos, llega por fin el género humano, producto degenerado de un tipo grandioso, quebrantado quizá por el Creador. Enardecidos por su mirada retrospectiva, esos hombres mezquinos, nacidos ayer, pueden franquear el caos; entonar un himno sin fin y configurarse el pasado del Universo en una especie de Apocalipsis retrógrado. En presencia de esta maravillosa resurrección, debida a la voz de un solo hombre, la migaja cuyo usufructo nos está concedido en ese infinito sin nombre, común a todas las esferas, al que llamamos TIEMPO, ese instante de vida nos inspira piedad. Nos preguntamos, agobiados bajo tanto universo en ruina, a qué conducen nuestras glorias, nuestros odios, nuestros amores, y si para convertirnos en un punto intangible para el porvenir vale la pena conservar la vida. Desarraigados del presente, permanecemos muertos hasta que nuestro ayuda de cámara entra para decirnos: «La señora condesa ha contestado que esperaba al señor».

Las maravillas cuyo aspecto había presentado al joven toda la creación conocida, causaron en su alma el abatimiento que produce en el filósofo la contemplación científica de las creaciones desconocidas. Anheló morir, más vivamente que nunca, y se desplomó sobre una silla curul, dejando errar sus miradas a través de las fantasmagorías de aquel panorama del pasado. Los cuadros se iluminaron, las cabezas de vírgenes le sonrieron y las estatuas parecieron animarse de una vida ficticia. Con el favor de la sombra, y removidas por el delirio febril que fermentaba en su perturbado cerebro, aquellos objetos se agitaron y se arremolinaron ante él. Cada figurón le lanzó una mueca: los párpados de los personajes representados en los lienzos se entornaron sobre las pupilas, para proporcionarles descanso. Cada una de aquellas formas se estremeció, saltó, se separó de su sitio, gravemente, ligeramente, con finura o con brusquedad, según sus costumbres, su carácter y su contextura. Aquello fue un sábado misterioso, digno de las fantasías vislumbradas por el doctor Fausto en el Broken. Pero estos fenómenos de óptica, engendrados por la fatiga, por la tensión de las fuerzas oculares o por los caprichos del crepúsculo, no podían espantar al desconocido. Los terrores de la vida eran impotentes contra un alma familiarizada con los terrores de la muerte. Hasta favoreció con una especie de zumbona complicidad las extravagancias de aquel galvanismo moral, cuyos prodigios se acoplaban a las últimas ideas que le daban aún el sentimiento de la existencia. El silencio reinaba tan profundamente a su alrededor, que no tardó en caer en un apacible desvarío, cuyas impresiones gradualmente negras siguieron como por arte de magia, a las lentas degradaciones de la luz.

Una luz, al abandonar el cielo, hizo lucir un postrer reflejo rojo que luchaba contra la noche. El joven levantó la cabeza, y vio un esqueleto, apenas iluminado, que movía dubitativamente su cráneo de izquierda a derecha, como diciéndole: «¡Aun no te quieren los muertos!» Y al pasarse la mano por la frente, para ahuyentar el sueño, nuestro desconocido experimentó distintamente una sensación de viento fresco producida por un aleteo que le rozó las mejillas haciéndole estremecer; y como a la vez retemblaran los vidrios con un sordo chasquido, pensó que la fría caricia, propia de los misterios de la tumba, procedía de algún murciélago. Durante un momento más, los vagos reflejos del ocaso del sol le permitieron apreciar indistintamente los fantasmas que le rodeaban; después, toda aquella naturaleza muerta desapareció en una misma tinta negra.

La noche, la hora de morir,había llegado súbitamente. A partir de aquel instante, transcurrió cierto lapso de tiempo, durante el cual no se dio clara cuenta de las cosas terrenas, ya por hallarse absorto en profunda meditación, ya por ceder a la somnolencia provocada por la fatiga y por la multitud de pensamientos que desgarraban su corazón. De pronto creyó ser llamado por una voz terrible, y se estremeció, como cuando en medio de una tremenda pesadilla nos sentimos precipitados de golpe a las profundidades de un abismo. Una deslumbradora claridad le hizo cerrar los ojos. Acababa de surgir del seno de las tinieblas una esfera rojiza, cuyo centro estaba ocupado por un anciano bajito que se mantenía en pie, enfocando hacia él la viva claridad de una lámpara. Había llegado sigilosamente, sin hablar, ni moverse. Su aparición tuvo algo de fantástico. El hombre más intrépido, sorprendido así en su sueño, habría temblado indudablemente ante aquel personaje, que parecía salido de un sarcófago próximo. El fulgor juvenil que animaba las pupilas inmóviles de aquella especie de fantasma, impidió a nuestro desconocido sospechar la existenciade un fenómeno sobrenatural; sin embargo, en el rápido intervalo que separó su vida somnambúlica de su vida real, permaneció en la duda filosófica recomendada por Descartes, quedando sometido, a su pesar, a la influencia de esas inexplicables alucinaciones, cuyos misterios condena nuestra vanidad o trata en vano de analizar nuestra impotente ciencia.

Figuraos un anciano bajito y seco, vestido con un ropón de terciopelo negro, sujeto a la cintura por un recio cordón de seda, y cubierto con un casquete, también de terciopelo del mismo color, bajo el cual escapaban los largos mechones de sus cabellos blancos, ajustando rígidamente su frente. La túnica envolvía el cuerpo como un vasto sudario, sin permitir ver otra cosa que la cara enjuta y pálida. A no ser por el brazo descarnado, semejante a un palo del cual se hubiera colgado una tela, y que el anciano levantaba para proyectar sobre el joven toda la claridad de la lámpara, aquel rostro habría parecido flotar en el espacio. Una barba gris, cortada en punta, daba al estrambótico personaje la apariencia de una de esas cabezas judaicas que sirven de modelo a los artistas para representar a Moisés. Los labios de aquel hombre eran tan descoloridos, tan delgados, que precisaba fijarse con gran atención para columbrar la línea trazada por la boca en el lívido rostro. Su ancha frente surcada de arrugas, sus mejillas hundidas, el rigor implacable do sus ojillos verdes, desprovistos de pestañas y de cejas, hubieran podido hacer creer al desconocido que se había desprendido de su marco el Pesador de oro, de Gerardo Dow. Una sagacidad inquisitorial, revelada por las sinuosidades de las arrugas y por los pliegues circulares dibujados en sus sienes, denotaba un conocimiento profundo de las cosas de la vida.

Hubiera sido imposible engañar a aquel hombre, que parecía poseer el don de sorprender los pensamiento en el fondo de los corazones más discretos. Las costumbres y la ciencia de todas las nacionalidades se resumían en aquella fisonomía glacial, de igual manera que se acumulaban los productos del mundo entero en sus polvorientos almacenes. En aquella faz, se transparentaba la estoica tranquilidad de un dios que todo lo ve o la seguridad altiva del hombre que todo lo ha visto. Con dos expresiones diferentes y en un par de pinceladas, un pintor habría hecho de aquella cara una hermosa imagen del Padre Eterno o la máscara sarcástica de Mefistófeles, porque en ella corrían parejas la suprema inteligencia de la frente y la mueca burlona de la boca. Al pulverizar todas las penas humanas bajo un poder inmenso, aquel hombre debió matar las alegrías terrenas. El desconocido se sobresaltó, presintiendo que aquel viejo genio moraba en una esfera extraña al mundo en la que vivía aislado, sin goces, porque ya no tenía ilusión; sin dolor, porque ya no conocía placeres. El anciano continuaba en pie, inmóvil, inconmovible, como una estrella en medio de una nube luminosa. Sus verdosos ojos, impregnados de cierta maliciosa calma, parecían alumbrar al mundo moral como su lámpara iluminaba el misterioso gabinete.

Tal fue el singular espectáculo que sorprendió el joven en el instante de abrir los ojos, después de haberse mecido en ideas de muerte y entre fantásticas visiones. Si permaneció como aturdido, si se dejó dominar momentáneamente por una candidez propia niños que escuchan los cuentos de nodrizas, hay que atribuir tal error al velo extendido sobre su vida y sobre su entendimiento por sus meditaciones, a la excitación de sus crispados nervios, al drama violento cuyas escenas acababan de prodigarle las horribles delicias contenidas en una píldora de opio. La visión tenía efecto en París, en el muelle Voltaire, en pleno siglo décimonono, tiempo y lugar en que la magia debía ser imposible. Vecino de la casa en que expiró el dios de la incredulidad francesa, discípulo de Gay-Lussac y d’Arago, menospreciador de los cubileteos de los poderosos, el desconocido no obedecía, sin duda, sino a esas fascinaciones poéticas a las cuales nos prestamos frecuentemente, como para huir de desesperantes verdades, como para tentar el poder de Dios. Tembló, pues, ante aquella luz y ante aquel viejo, agitado por el inexplicable presentimiento de algún extraño influjo, pero la emoción era semejante a la que todos experimentaríamos ante un Napoleón o en presencia de otro grande hombre brillante de genio y cubierto de gloria.

-¿Desea usted ver la imagen de Jesucristo pintada por Rafael?- le preguntó cortésmente el anciano, en voz cuya sonoridad clara y breve tenía algo de metálico.

Y el anciano puso la lámpara sobre el fuste de una columna rota, de manera que la caja de color castaño recibiese de lleno la luz.

Al oír los sagrados nombres de Jesucristo y de Rafael, el joven no pudo reprimir un gesto de curiosidad, esperado sin duda por el comerciante, que oprimió un resorte. El tablero de caoba se deslizó rápidamente por una ranura y cayó sin ruido, exponiendo el lienzo a la admiración del desconocido. Al contemplar la inmortal creación, éste olvidó las fantasías de la tienda, los desvaríos de su sueño; recobró su ser y estado, reconoció en el anciano un hombre de carne y hueso, completamente vivo, nada fantástico, y tornó a la realidad. La tierna solicitud, la dulce serenidad del divino rostro produjeron en él inmediata influencia. Cierto perfume emanado de los cielos disipó las torturas infernales que le abrasaban la médula de los huesos. La cabeza del Salvador de los hombres se destacaba de las tinieblas del fondo. Una aureola luminosa fulguraba vivamente en torno de su cabellera; de su frente, de sus carnes, rebosaba la convicción, cual penetrante efluvio. Los carmíneos labios acababan de pronunciar la palabra de vida, y el espectador buscaba el sagrado eco en los aires, demandaba al silencio las sublimes parábolas, escuchaba la divina voz en el porvenir y la rememoraba en las enseñanzas del pasado. El Evangelio se reflejaba en la tranquila simplicidad de aquellos ojos adorables, refugio de las almas conturbadas. Toda la religión católica se leía en una dulcísima y magnífica sonrisa que parecía expresar el precepto en que se resume ¡Amaos los unos a los otros! Aquella pintura inspiraba una plegaria, recomendaba el perdón, ahogaba el egoísmo, despertaba todas las virtudes adormecidas. Participando del privilegio de los encantos de la música, la obra de Rafael infundía imperiosamente el atractivo de los recuerdos y su triunfo era completo, pues se olvidaba al pintor. El efecto de la luz actuaba también sobre aquella maravilla; por momentos, parecía que la cabeza se movía en lontananza, en el seno de una nube.

-He cubierto este lienzo con monedas de oro- dijo con frialdad el comerciante.

-¡Vaya! ¡Es preciso disponerse a morir!- exclamó el joven, como saliendo de un sueño, cuyo último pensamiento le llevaba hacia su fatal destino, haciéndole desistir, por insensibles deducciones, de una postrera esperanza a la cual se había aferrado.

-¡Ah, ah, tenía razón tenía yo en desconfiar de ti!- replicó el viejo, asiendo las dos manos del joven y apretándole las muñecas como con unas tenazas.

Al desconocido le hizo sonreir aquel error, y dijo con voz dulce al ver la inquietud del anciano:

-No tema, señor. Se trata de mi vida, y no de la suya..

Y después de mirar al viejo, que continuaba receloso, agregó:

-¿Por qué no he de confesar una inocente superchería? Esperando la noche, para poder ahogarme sin escándalo, he entrado a contemplar sus tesoros ¿Quién no perdonaría este último gusto a un hombre de ciencia y poeta?

El receloso comerciante examinó con mirada sagaz el melancólico rostro de su fingido parroquiano mientras éste le hablaba. Tranquilizado prontamente por el acento de aquella voz doliente, o leyendo quizás en aquellas descoloridas facciones el siniestro hado que tanto impresionó poco antes a los jugadores, le soltó las manos; pero su rostro de recelo, que revelaba una experiencia por lo menos centenaria, extendió como al descuido el brazo hacia un aparador, como para apoyarse en él, y preguntó, cogiendo un verduguillo.

-¿Hace mucho tiempo que le dejaron cesante?

El desconocido no pudo menos de sonreír, contestando con un gesto negativo.

-¿Ha tenido usted algún altercado con su familia, o ha cometido algún acto deshonroso?

-Si quisiera deshonrarme, viviría.

-¿Le han silbado en el circo o le han obligado a componer estribillos de canción para pagar el entierro de su amante? ¿O es que padece usted la fiebre del oro? ¿Quiere usted destronar el tedio? ¿Qué mal pensamiento, en fin, le impulsa al suicidio?

-No busque usted la causa de mi muerte en los motivos vulgares a que obedecen la mayor parte de los suicidios. Para dispensarme de revelarle penalidades inauditas, difíciles de traducir en palabras, me limitaré a manifestarle que me encuentro en la más profunda, en la más innoble, en la más horrenda de todas las miserias… y no quiero mendigar socorros ni consuelos.

Esta última frase fue pronunciada en un tono cuya salvaje arrogancia desmentía las palabras anteriores.

-¡Ya! ¡Ya!

Estas dos sílabas que el viejo hizo oír primero por toda respuesta, parecieron el ruido de una carraca. Y después de una breve pausa, prosiguió diciendo:

-Sin forzarle a implorarme, sin hacerle sonrojar y sin darle un céntimo francés, ni un parat de Oriente, un taren de Sicilia, ni un heller de Alemania, ni un copec ruso, ni un farthing de Escocia, ni un solo sestercio ni óbolo de la antigüedad, ni un peso ni piastra de los actuales tiempos, sin ofrecerle absolutamente nada en oro, plata, vellón, papel o billete, pretendo hacerle más opulento, más poderoso y más considerado que un rey constitucional.

El joven creyó que su interlocutor chocheaba, y quedó perplejo, sin atreverse a responder.

-Vuelva la cara- dijo el comerciante, tomando con presteza la lámpara y dirigiendo sus rayos al muro frontero al retrato-, y fíjese en esa Piel de zapa.

El joven se levantó de repente, mostrándose algo sorprendido al ver sobre la silla que ocupaba un trozo de zapa, adosado a la pared, cuyas dimensiones no excederían de las de una piel de zorro; pero, por un fenómeno inexplicable desde el primer instante, aquella piel proyectaba en la profunda obscuridad que reinaba en la tienda una porción de rayos luminosos tal, que le comunicaban el aspecto de un cometa en miniatura. El incrédulo joven se acercó al supuesto talismán, que debía preservarle de la desgracia, mofándose mentalmente de su virtud; pero, impulsado por una curiosidad bien legítima, se inclinó para examinar minuciosamente la piel, no tardando en descubrir la causa naturalísima de aquellos resplandores. Los negros granillos de la zapa estaban tan esmeradamente pulidos y bruñidos, sus caprichosas rayas se destacaban con tanta limpieza, que las asperezas del cuero oriental, semejantes a facetas de granate, constituían otros tantos pequeños focos, que reflejaban vivamente la luz. Demostró palpablemente la causa del fenómeno al anciano, quien, por toda respuesta, sonrió maliciosamente. Aquel aire de superioridad hizo sospechar al joven erudito que era víctima, en aquel momento, de la charlatanería de su interlocutor; y no queriendo llevarse un nuevo enigma a la tumba, comenzó a dar vueltas entre sus manos a la piel, como chiquillo impaciente por conocer los secretos de su nuevo juguete.

-¡Ah!- exclamó-. He aquí la impresión del sello que los orientales llaman el sello de Salomón.

-¿Lo conoce usted, pues?- preguntó el comerciante, lanzando por las narices tres o cuatro resoplidos, mucho más significativos y elocuentes que lo hubieran sido las más enérgicas palabras.

-¿Pero hay en el mundo alguien tan cándido que pueda prestar crédito a semejante patraña?- replicó el joven, ofendido al observar aquella risita muda y sardónica-. ¿Ignora usted que las supersticiones orientales han consagrado la forma mística y los falaces caracteres de ese emblema, que representa un poderío fabuloso? Tan necio sería tomando en serio semejante sandez, como hablando de esfinges o de grifos, cuya existencia está en cierto modo admitida, siquiera sea mitológicamente.

-Siendo, como es usted, orientalista- manifestó el anciano-, probablemente sabrá leer esta sentencia.

El anciano acercó la lámpara al talismán, que el joven tenía al revés, le mostró unos caracteres grabados en el tejido celular de la maravillosa piel, como si los hubiera producido el animal a que perteneció en otros tiempos.

-Confieso- dijo el desconocido- que no atino con el procedimiento que puede haberse utilizado para grabar tan profundamente estas letras en la piel de un onagro.

Y, volviéndose vivamente hacia las mesas cargadas de curiosidades, pareció buscar algo con la vista.

-¿Qué quiere usted?- le preguntó el viejo.

-Una herramienta para cortar la piel, a fin de comprobar si las letras son impresas o grabadas.

El anciano alargó su verduguillo al desconocido, que raspó la piel, en el sitio en que las palabras estaban escritas; pero después de quitar una ligera capa de cuero, las letras reaparecieron tan claras y tan idénticas a las estampadas en la superficie, como si no se hubiera quitado nada.

-La industria oriental tiene sus propios secretos que le son peculiares- dijo el joven, fijándose detenidamente en la sentencia oriental con una especie de inquietud.

-Sí- contestó el anciano-; vale más atribuírlo a los hombres que a Dios.

Las misteriosas palabras cabalísticas estaban dispuestas en la siguiente manera:


Lo que en lengua española quería decir:

SI ME POSEES, POSEERAS TODO. PERO
TU VIDA NO TE PERTENECERA. DIOS
LO HA QUERIDO ASI. DESEA, Y TUS
DESEOS SERAN CUMPLIDOS.
PERO AJUSTA TUS DESEOS
A TU VIDA. ELLA ESTA
ALLI. A CADA DESEO,
MENGUARE
COMO
TUS
DIAS
¿ME QUIERES?
TOMAME.
DIOS TE LO CONCEDERA.
¡AMEN!

-¡Ah!- exclamó el anciano-. Lee usted perfectamente el sánscrito. ¿Acaso ha aviajado por Persia o por Bengala?

-No, señor- contestó el joven, palpando con curiosidad la simbólica piel, bastante parecida a una lámina de metal, por su escasa flexibilidad.
El anciano comerciante volvió a dejar la lámpara sobre la columna de donde la tomó, lanzando al joven una mirada de glacial ironía, que parecía significar: «¡Ya no piensa en morir!»

-¿Es una broma, o un verdadero misterio?- preguntó el joven desconocido.

El viejo movió la cabeza y contestó en tono solemne:

-No puedo afirmarlo categóricamente. He ofrecido el terrible poder que confiere ese talismán a hombres dotados de más energía de la que aparenta usted tener; y, a pesar de haberse burlado de la problemática influencia que debía ejercer sobre sus futuros destinos, ninguno ha querido arriesgarse a formalizar ese contrato tan fatalmente propuesto por no sé qué poder oculto. Les alabo el gusto; yo he dudado, me he abstenido y…

-¿Ni siquiera lo ha pensado? - interrumpió el joven.

-¡Intentarlo!- respondió el anciano-. Si estuviera usted en lo alto de la columna de la plaza de Vendôme, ¿probaría a lanzarse al espacio? ¿Es posible detener el curso de la vida? ¿Ha logrado alguien fraccionar la muerte? Antes de entrar en este gabinete, había usted resuelto suicidarse; pero, de pronto, le preocupa un secreto y le distrae de su propósito. ¡Criatura! ¿Acaso no se le ofrecerá, diariamente, un enigma mucho más interesante que éste? ¡Escúcheme! Yo he conocido la corte licenciosa del Regente. Como ahora usted, estaba entonces en la indigencia; tenía que mendigar mi sustento; sin embargo, he llegado a la edad de ciento dos años y me he convertido en millonario. La desgracia me ha proporcionado la fortuna; la ignorancia me ha instruído. Voy a revelar a usted, en pocas palabras, un gran misterio de la vida humana. El hombre se consume a causa de dos actos instintivamente realizados, que agotan las fuentes de su existencia. Dos verbos expresan todas las formas que toman estas dos causas de muerte: Querer y Poder. Entre estos dos términos y la acción humana, existe otra fórmula de la cual se apoderan los sabios y a la qué yo debo la suerte de mi longevidad. El Querer nos abrasa y el Poder nos destruye; pero el Saber constituye a nuestro débil organismo en un perpetuo estado de calma. Así, el deseo, o el querer, ha fenecido en mí, muerto por el pensamiento; el movimiento, o el poder, se ha resuelto por el funcionamiento natural de mis órganos. En dos palabras: he situado mi vida, no en el corazón, que se quebranta, ni en los sentidos, que se embotan, sino en el cerebro, que no se desgasta y que sobrevive a todo. Ningún exceso ha menoscabado mi alma ni mi cuerpo, y eso que he visto el mundo entero. Mis plantas han hollado las más altas montañas de Asia y América, he aprendido todos los idiomas humanos, he vivido bajo todos los regímenes. He prestado dinero a un chino, aceptando como garantía el cuerpo de su padre; he dormido bajo la tienda de un árabe, fiado en su palabra; he firmado contratos en todas las capitales europeas, he dejado sin temor mi oro en la cabaña del salvaje.

»En fin, lo he conseguido todo por haber sabido despreciarlo todo. Mi única ambición ha consistido en ver. Ver, ¿no es, acaso, saber? Y saber, ¿No es gozar intuitivamente? ¿No es descubrir la substancia misma del hecho y apropiársela esencialmente? ¿Qué queda de una posesión material? Una idea. juzgue, pues, cuán deliciosa ha de ser la vida del hombre que, pudiendo grabar todas las realidades en su mente, transporta en su alma las fuentes de la dicha, extrayendo de ella mil voluptuosidades ideales, exentas de las mancillas terrenas. La imaginación es la llave de todos los tesoros; procura las satisfacciones del avaro, sin proporcionar las preocupaciones.

»Por eso me he cernido sobre el mundo, en el que todos mis placeres fueron siempre goces intelectuales. Mis excesos se han condensado en la contemplación de mares, de pueblos, de selvas, de montañas. Lo he visto todo; pero tranquilamente, sin cansancio. jamás he ambicionado nada, esperándolo todo. Me he paseado por el Universo, como por el jardín de una vivienda de mi propiedad. Lo que los demás califican de penas, amores,ambiciones, reveses, tristezas, se convierte para mí en ideas que trueco en ensueños; en vez de sentirlas, las expreso, las traduzco; en lugar de dejar que devoren mi vida, las dramatizo, las desarrollo, me distraigo como con novelas que leyera mediante una visión interior. Como nunca he desgastado mi organismo, disfruto aún de perfecta salud; y como mi alma conserva todas las energías que no he disipado, mi cabeza está mucho mejor surtida que mis tiendas.

El anciano se dio un golpe en la frente y continuó así:

¡Aquí están los verdaderos millones! Paso días deliciosos dirigiendo una mirada inteligente al pasado, evoco países enteros, parajes, vistas del Océano, figuras hermosas de la historia. Tengo un serrallo imaginario, en el que poseo a todas las mujeres que no he conocido. Con frecuencia, contemplo vuestras guerras, vuestras revoluciones, y las juzgo. ¡Ah! ¿Por qué preferir febriles, fugaces admiraciones por unas carnes más o menos sonrosadas, más o menos mórbidas? ¿Cómo preferir todos los desastres de vuestras erradas voluntades a la facultad sublime de llamar ante sí al Universo, al placer inmenso de moverse libremente, sin estar agarrotado por las ligaduras del tiempo ni por las trabas del espacio, al placer de abarcarlo todo, de verlo todo, de inclinarse sobre el borde del mundo para interrogar a las otras esferas, para oír a Dios?

Y con voz recia, mostrando la piel de zapa, añadió:

-Aquí en este pedazo de piel se encuentran reunidos el poder y el querer juntos. En él están resumidas vuestras ideas sociales, vuestras desmedidas ambiciones, vuestras intemperancias, vuestras alegrías que matan, vuestros dolores que alargan la vida, porque quizá el mal no sea más que un violento placer. ¿Quién será capaz de determinar el punto en que !a voluptuosidad se convierte en mal, y el en que el mal continúa siendo voluptuosidad? ¿No acarician la vista los más vivos fulgores del mundo ideal, al paso que siempre la hieren las más suaves tinieblas del mundo físico? ¿No se deriva de saber la palabra sabiduría? ¿Y en qué consiste la locura, sino en el exceso de un querer o de un poder?

-¡Pues bien! ¡Sí, quiero vivir con exceso!- exclamó el desconocido, apoderándose de la piel de zapa.

-¡Cuidado, joven!- exclamó a su vez el anciano, con increíble vivacidad.

-Había consagrado mi existencia al estudio y a la meditación que ni siquiera me han servido para subvenir a mis necesidades- replicó el desconocido-. ¡No quiero ser juguete de un sermón digno de Swedenborg, ni de ese amuleto oriental, ni de los caritativos esfuerzos que hace usted para retenerme en una sociedad, en la que mi existencia se ha convertido en imposible!

-¡Vamos a ver!- añadió el joven, apretando el talismán con mano convulsa y mirando al anciano-. ¡Quiero una comida regiamente espléndida, una bacanal digna del siglo en que, según dicen, todo está perfeccionado! ¡Que mis comensales sean jóvenes espirituales y sin prejuicios, alegres hasta la locura! ¡Que los vinos se vayan sucediendo, cada vez más incisivos, más espumosos, con fuerza suficiente para que la embriaguez nos dure tres días! ¡Que den realce a la fiesta las más fogosas hermosuras! ¡Quiero que la Licencia delirante, rugiente, nos arrastre en su carro tirado por cuatro corceles más allá de los confines del mundo, para volcarnos en playas ignoradas! ¡Que las almas asciendan a los cielos o se hundan en el fango, poco me importa! ¡Exijo, por tanto, a ese poder siniestro, que me refunda todos los goces en uno solo! ¡Sí! ¡Necesito estrechar a los placeres del cielo y de la tierra en un postrer abrazo, para que me maten!, ¡Ansío, después de beber, antiguas priapeas, canciones que despierten a los muertos, besos interminables, cuyo clamor pase sobre París como el estallido de un incendio, desvelando a los esposos, infundiéndoles un ardor irresistible que rejuvenezca a todos, ¡hasta a los septuagenarios!

Una estridente carcajada del vejete resonó en los oídos del enloquecido joven como un eco infernal, imponiéndose tan despóticamente, que le hizo enmudecer.

¿-Cree usted- repuso el comerciante- que va a abrirse de pronto el pavimento, para dar paso a mesas suntuosamente servidas y a comensales del otro mundo? ¡No, joven aturdido! ¡No! Ha firmado usted el pacto, y no hay más que hablar. Ahora, sus aspiraciones quedarán escrupulosamente satisfechas, pero a costa de su vida. El círculo de sus días, representado por esa piel, se irá reduciendo en relación con la cantidad y calidad de sus deseos, desde el más modesto al más exorbitante. El brahmín que me proporcionó ese talismán me indicó que existiría una concordancia misteriosa entre los destinos y los deseos de su poseedor. El primer deseo de usted es vulgar; yo mismo podría realizarlo; pero lo dejo a cuenta de los acontecimientos de su vida futura. Después de todo, ¿no quería usted morir? ¡Pues bien! El suicidio queda simplemente aplazado.

El desconocido, sorprendido y casi enojado de ser el blanco constante de las burlas de aquel anciano singular, cuya intención semifilantrópica le pareció claramente demostrada en este último sarcasmo, contestó:

-Ya veré, señor mío, si cambia mi suerte durante el tiempo que invierta en cruzar la calle. Pero si no se burla usted de la desgracia, le deseo, para vengarme de tan fatal servicio, que se enamore perdidamente de una bailarina. Entonces comprenderá usted la satisfacción que proporciona una orgía, y prodigará quizá todas las riquezas que tan filosóficamente ha ido economizando.

Y saliendo, sin oír un hondo suspiro lanzado por el anciano, atravesó las salas y descendió la escalera de la casa, seguido por el mofletudo mocetón que trataba en vano de alumbrarle, pues corría con la ligereza de un ladrón sorprendido en flagrante delito. Cegado por una especie de delirio, ni siquiera se dio cuenta de la increíble ductilidad de la piel de zapa, que habiendo adquirido la flexibilidad de un guante, se arrolló entre sus crispados dedos y se deslizó en el bolsillo de su frac, donde la guardó casi maquinalmente. Al precipitarse de la tienda a la calle, se tropezó con tres jóvenes que iban cogidos del brazo.

-¡Animal!

-¡Imbécil!

Tales fueron las corteses interpelaciones que cambiaron.

-¡Si es Raoul!

-¡Es verdad! te buscábamos.

-¡Ah! ¿sois vosotros?

Estas tres frases amistosas siguieron a las injurias, tan pronto como la luz de un farol iluminó las caras del asombrado grupo.

-¡Chico! es preciso que vengas con nosotros- dijo a Raoul el joven a quien estuvo a punto de derribar.

-¿De qué se trata?

-¡Vamos andando! Ya te lo contaré por el camino.

De grado o por fuerza, Raoul se vio rodeado de sus amigos que, secuestrándole y agregándole al gozoso grupo, le  arrastraron hacia el Puente de las Artes.

-¡Amigo mío!- continuó el que había tomado la palabra-, hace ya cerca deuna semana que andamos buscándote. En tu respetable hotel de San Quintín, que, entre paréntesis, sigue ostentando una invariable muestra con letras alternativamente negras y rojas, como en tiempo de Juan Jacobo Rousseau, la simpática Leonarda nos dijo que habías marchado al campo. ¡Y eso que no tenemos traza de acreedores, de gente de curia, ni de proveedores! Pero ¡ni por esas! Rastignac te había visto en los Bufos la noche anterior, y todos hicimos cuestión de amor propio averiguar si vivías encaramado en algún árbol de los Campos Elíseos, si pasabas la noche en una de esas filantrópicas casas, en las que, por diezcéntimos, duermen los pordioseros apoyados en una cuerda tirante, o si, más afortunado, habías establecido tu vivac en el tocador de alguna dama. No te hemos encontrado en ninguna parte; ni en los registros de Santa Pelagia, ni en los de la Force. Hemos explorado concienzudamente los ministerios, la Opera, las casas conventuales, cafés, bibliotecas, comisarías de policía, redaccciones de periódicos, casas de comida, saloncillos de teatros, en una palabra, cuantos lugares buenos y malos existen en París. y ya llorábamos la pérdida de un hombre dotado de genio suficiente para hacerse buscar lo mismo en la Corte que en las cárceles. Hasta nos proponíamos canonizarte, como a un héroe de julio, y ¡palabra de honor! te echábamos de menos. En aquel momento, Raoul cruzaba con sus amigos el Puente de las Artes, desde donde, sin prestarles atención, contempló el Sena, cuyas mugientes aguas reflejaban las luces de París. Sobre aquella corriente, en la que pocas horas antes intentó precipitarse quedaban cumplidas las predicciones del anciano; la hora de su muerte se retrasaba ya fatalmente.

-¡Te añorábamos, verdaderamente!- continuó su amigo, sin abandonar el tema iniciado-. Se trata de una combinación, en la que te hemos incluido en tu calidad de hombre superior, es decir, de hombre que sabe sobreponerse a todo. El escamoteo de la bolilla constitucional bajo el cubilete real, se hace hoy, amigo mío,con más desfachatez que nunca. La infame Monarquía, derrocada por el heroísmo popular, con la que se podía reír y banquetear; pero la Patria es una cónyuge arisca y virtuosa, con cuyas metódicas y mesuradas caricias hemos de conformarnos. Como sabes muy bien, el poder se ha trasladado de las Tullerías a los periódicos, de igual modo que el presupuesto ha cambiado de distrito, pasando del Arrabal de San Germán a la Calzada de Antín. Pero hay algo que tal vez ignoras. El gobierno,es decir, la aristocracia del dinero y del talento, que se sirve actualmente de la patria, como antes el clero de la monarquía, ha experimentado la necesidad de engañar al buen pueblo francés con palabras nuevas e ideas rancias, ni más ni menos que los filósofos de todas las escuelas y los poderosos de todos los tiempos. Trátase, por tanto, de inculcarnos una opinión regiamente nacional, demostrándonos las enormes ventajas de pagar mil doscientos millones y treinta y trescéntimos a la patria, representada por tales o cuales señores, en vez de satisfacer mil ciento y nueve céntimos a un rey, que decía yo, en lugar de decir nosotros. En una palabra, acaba de fundarse un periódico, pertrechado con doscientos o trescientos mil francos efectivos, con el objeto de hacer una oposición que calme a los descontentos, sin perjudicar al gobierno nacional del rey democrático. Ahora bien; como a nosotros nos tiene tan sin cuidado la libertad como el despotismo, la religión como la incredulidad; como, para nosotros, la patria es una capital en la que las ideas se cambian y se venden a tanto la línea, en la que todos los días hay suculentas comidas y numerosos espectáculos, en la que hormiguean disolutas meretrices y no terminan las cenas hasta el día siguiente, en la que los amores se alquilan a tanto la hora como los carruajes, París será siempre la más adorable de las patrias, la patria de la alegría, de la libertad, del genio, de las mujeres bonitas, de los hombres calaveras, del buen vino, y en la que jamás se dejará sentir la férula del poder, por estar cerca de los que la empuñan… Nosotros, verdaderos sectarios de Mefistófeles, hemos emprendido la tarea de revocar el espíritu público, de caracterizar a los actores, de apuntalar la barraca gubernamental, de medicinar a los doctrinarios, de reconocer a los viejos republicanos, de pintar a dos colores a los bonapartistas y de avituallar al centro, con tal que se nos permita reírnos in petto para nuestro coleto de reyes y de pueblos, tener por la noche otra opinión que por la mañana, pasar alegremente la vida a lo Panurgo o a usanza oriental, reclinados en mullidos almohadones. Te reservamos las riendas de ese imperio macarrónico y burlesco, y aprovechamos la coyuntura para llevarte a la comida que da el fundador del susodicho periódico, un banquero retirado, que no sabiendo qué hacer de su dinero quiere cambiarlo por talento. ¡Serás acogido como un hermano,te aclamaremos rey de los espíritus levantiscos que no se asustan de nada y cuya perspicacia descubre los propósitos de Austria, Inglaterra o Rusia, antes que Rusia, Inglaterra o Austria los hayan concebido! ¡Sí! te instituiremos soberano de esas autoridades intelectuales que proporcionan al mundo los Mirabeau, los Talleyrand, los Pitt, los Metternich, en una palabra, todos esos audaces Crispines que se juegan entre sí los destinos de un imperio, como los hombres vulgares se juegan su doble de cerveza al dominó. Te hemos presentado como el más intrépido de cuantos compañeros han abrazado estrechamente el libertinaje, ese admirable monstruo con el que quieren luchar todos los ánimos esforzados y hasta hemos afirmado que todavía no te ha vencido. Espero que no desmentirás nuestros elogios. Taillefer, nuestro anfitrión, nos ha prometido rebasar las mezquinas saturnales de nuestros pequeños Lúculos. Es suficientemente rico para comunicar grandeza alas pequeñeces y gracia y distinción al vicio… Pero, ¿no me oyes, Raoul?- preguntó a éste el orador, interrumpiéndose.

-Sí- contestó el interpelado, menos maravillado de la realización de sus deseos que sorprendido de la manera natural en que se desarrollaban los acontecimientos; pues, aunque le fuera imposible creer en una influencia mágica, admiraba los azares del destino humano.

-Has dicho que sí, como si estuvieras pensando en las musarañas- replicó uno de los amigos.

¡Ah!- repuso Raoul, con un acento de candidez que hizo reír a aquellos escritores, esperanza de la regenerada Francia -¡pensaba, mis buenos amigos, en que no estamos lejos de convertirnos en unos consumados bribones! Hasta ahora, hemos blasonado de impiedad, entre dos vinos; hemos pasado la vida en estado de embriaguez; hemos valorado a los hombres y a las cosas en plena digestión. Vírgenes de hechos, éramos osados en la palabra; pero en estos momentos, marcados por el hierro candente de la política, vamos a entrar en ese presidio suelto y a perder en él nuestras ilusiones. Cuando ya sólo se cree en el diablo, es permitido echar de menos el paraíso de la niñez, el tiempo inocente en que sacábamos la lengua ante un buen sacerdote, para recibir en ella el sagrado cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo. Si hemos disfrutado tanto al cometer nuestros primeros pecados, ha sido porque sentíamos remordimientos para embellecerlos y darles un sabor agridulce, mientras que ahora…

-¡Oh!- interrumpió el primer interlocutor-. Ahora nos queda…

-¿Qué nos queda? -preguntó uno.

-¡El crimen!…

-He ahí una palabra que tiene toda la elevación de una horca y toda la profundidad del Sena- replicó Raoul.

-No me has entendido. Me refiero a los crímenes políticos. Desde esta mañana, tan sólo envidio una existencia: la de los conspiradores. No sé si mañana durará este capricho; pero, esta 'noche, la vida incolora de nuestra civilización lisa como un riel de camino de hierro me produce náuseas. Estoy enamorado apasionadamente de la derrota de Moscú, de las emociones del «Corsario Rojo» y de la vida de los contrabandistas. Puesto que ya no hay cartujos en Francia, quisiera por lo menos un Botany-Bay, un asilo, una especie de enfermería para los pequeños lords Byron que, después de haber estrujado la vida como una servilleta al terminar la comida, no tienen otros recursos que incendiar su país, levantarse la tapa de los sesos, conspirar en favor de la República o abogar por la guerra…

-¡Mira, Emile!- interrumpió con vehemencia el amigo más inmediato a Raoul-, te aseguro que, a no ser por la revolución de julio, hubiera vestido el hábito sacerdotal para irme a vegetar en el fondo de una campiña; pero… -¿Y hubieras leído el breviario todos los días?

-Sí.

-¡Valiente ridiculez!

-¡Bien leemos los periódicos!

-¡Vaya un periodista! Pero, cállate, porque marchamos entre un núcleo de suscriptores… Quedamos, pues, en que el periodismo es la religión de las sociedades modernas y una prueba patente de progreso.

-¿Cómo?

-Los pontífices no vienen obligados a creer, ni el pueblo tampoco…

Departiendo así, como pacíficos ciudadanos que sabían el De Viris Illustribus desde muchos años antes, llegaron a un hotel de la calle Joubert.

Emile era un periodista que había conquistado más gloria, sin hacer nada, que la que otros cosechan a fuerza de éxitos. Osado en su crítica, ocurrente y mordaz, poseía, todas las buenas cualidades que permitían sus defectos. Franco y burlón soltaba en su cara mil epigramas a un amigo, al que defendía luego, en su ausencia, con denuedo y lealtad. Se mofaba de todo, hasta de su porvenir. Falto constantemente de dinero, apático en extremo, como todos los hombres de cierta capacidad, lanzaba un libro, en una frase, a las narices de los que no sabían escribir una frase en sus libros. Pródigo en promesas, jamás cumplidas, había hecho almohada de su fortuna y de su gloria, a riesgo de despertar viejo en un hospital. Al propio tiempo, amigo hasta el sacrificio, cínico descarado y sencillo como un niño, no trabajaba más que impulsado por propio arranque o apremiadopor la necesidad.

-¡Ya siembran de flores nuestro camino!- dijo a Raoul, indicándole las macetas que embalsamaban el ambiente y recreaban la vista.

-Me encantan los vestíbulos bien caldeados y ricamente alfombrados- contestó Raoul-. Aquí me siento renacer.

-¡Y arriba nos espera una bacanal, amigo Raoul! ¡Ah!- continuó diciendo por la escalera-, confío en que triunfaremos y pasaremos sobre todas esas cabezas.

Mostró con ademán burlón a los comensales congregados en una vasta sala, resplandeciente de oro y luz, donde fueron presurosamente acogidos, al entrar, por la juventud más distinguida de París. Uno acababa de revelar su incipiente talento, emulando, con su primer cuadro, las glorias de la pintura imperial. Otro había aventurado a !a publicación, la víspera, un libro lleno de lozanía, impregnado de una especie de desdén literario y que marcaba nuevas orientaciones a la escuela moderna. Más allá, un escultor, cuyo rudo semblante acusaba el vigor de su genio, conversaba con uno de esos guasones impenitentes, que, según los casos, o no admiten superioridad en nada, o la reconocen en todo. Aquí, el más chispeante de los caricaturistas, de maliciosa mirada y risa diabólica, acechaba los epigramas, para traducirlos a rasgos de lápiz. Acullá, un joven y atrevido escritor, que destilaba mejor que nadie la quinta esencia de las ideas políticas, o condenaba, como si tal cosa, el espíritu de un escritor fecundo, departía con un poeta, cuyas estrofas habrían anulado todas las obras de la época, si su talento hubiera tenido la intensidad de su odio. Ambos procuraban no decir la verdad ni mentir, dirigiéndose gratas lisonjas. Un músico notable consolaba en sibemol y en voz zumbona a cierto joven político, recientemente caído de la tribuna, sin producirse daño alguno. Noveles autores sin estilo se codeaban con otros sinideas, y prosistas llenos de poesía con poetas prosaicos. Al ver a aquellos seres incompletos, un pobre sansimoniano, bastante cándido para profesar de buena fe su doctrina, los acoplaba caritativamente, queriendo, sin duda, transformarlos en religiosos de su orden.

En fin, se encontraban presentes dos o tres de esos eruditos destinados a suministrar ázoe a la conversación, y varios saineteros vaudevillistes dispuestos a arrojar sobre esos fulgores efímeros, que, como los destellos del diamante, no dan calor ni luz. Algunos hombres aficionados a la paradoja se reían disimuladamente y con maligno placer de las personas que toman a pecho sus admiraciones o sus desprecios hacia los hombres y las cosas, y hacían ya esa política de doble filo para conspirar contra todos los sistemas, sin tomar partido por ninguno. El crítico que no se asombra de nada, que tose en lo más culminante de una cavatina, que grita «¡Bravo!» antes que nadie, y contradice a los que anticipan su parecer, figuraba también entre los reunidos, procurando apropiarse las ocurrencias de las personas ingeniosas.

Entre aquellos convidados, cinco tenían porvenir, unos cuantos debían alcanzar alguna gloria vitalicia; los restantes, podían aplicarse, como todas las medianías la famosa mentira de Luis XVIII: Unión y olvido. El anfitrión mostraba la cavilosa alegría del hombre que gasta dos mil escudos. De vez en cuando, sus ojos se dirigían impacientemente hacia la puerta del salón, como si llamase al comensal que se hacía esperar. No tardó en presentarse un sujeto rechonchete, que fue saludado con un lisonjero rumor: era el notario que aquella mañana misma había autorizado la escritura de fundación del periódico. Un servidor, vestido de rigurosa etiqueta, abrió de par en par las puertas de un espacioso comedor, en el que cada cual fue a ocupar su sitio, sin cumplidos, en torno de una inmensa mesa. Raoul, antes de salir de los salones, echó su última ojeada. Realmente, su deseo se había realizado por completo, Las estancias estaban tapizadas de seda y oro; lujosos candelabros soportaban innumerables bujías, que hacían resaltar los más insignificantes detalles de los artísticos frisos, el delicado cincelado de los bronces y los suntuosos colores del mobiliario. Las flores raras de varias jardineras artísticamente confeccionadas con bambúes, esparcían suaves aromas. Todo, hasta los cortinajes, respiraba una elegancia sin pretensiones; había en suma en aquel conjunto cierta gracia poética, cuyo prestigio debía influir en la imaginación de un hombre sin dinero.

-La verdad es que cien mil libras de renta son un bonito comentario del Catecismo y nos ayudan maravillosamente a poner la moral en acciones -exclamó Raoul, suspirando- ¡Oh! ¡sí! mi virtud no se ha hecho para caminar a pie. Para mí, el vicio consiste en una buhardilla, un traje raído, un sombrero gris en invierno y las deudas al conserje. ¡Quiero vivir en el seno de este lujo un año, seis meses, lo que sea! Después, no me importa morir. ¡Por lo menos, habré consumido, conocido, devorado mil existencias!

-Tu tomas por felicidad el cupé de un corredor de cambios- le dijo Emile, que le escuchaba-. ¡Bah! Te cansarías pronto de la fortuna, si vieras que te arrebataba la probabilidad de ser un hombre superior. Entre las pobrezas de la riqueza y las riquezas de la pobreza, ¿ha titubeado alguna vez el artista? ¿No necesitamos luchar constantemente? ¡Vaya! ¡Prepara tu estómago y fíjate!- añadió, indicando con un gesto heroico el majestuoso, el tres veces beatífico y tranquilizador aspecto que ofrecía el comedor del bienaventurado capitalista.

-Ese hombre -prosiguió Emile- no se ha tomado el trabajo de amasar su dinero sino para nosotros. ¿Acaso no es una especie de esponja olvidada por los naturalistas en el orden de los políperos, y que se trata de exprimir con delicadeza, antes de dejar que los herederos le saquen el jugo? ¿No encuentras de buen gusto los bajos relieves que adornan las paredes? ¿Y las arañas? ¿y los cuadros? ¡Qué lujo tan bien entendido! Si hemos de creer a los envidiosos y a los que se precian de ver los registros de la vida, ese hombre dio muerte, durante la Revolución, a un alemán, ya algunas personas más, entre las que figuraban, según dicen, su mejor amigo y la madre de ese amigo. ¿Quién sospecharía que ha podido albergarse el crimen bajo las canas de ese venerable Taillefer? Su aspecto es el de un hombre sin tacha. Al ver el brillo de la plata, ¿no será para él una puñalada cada uno de sus reflejos?… ¡Bah! ¡Bah! ¡Tanto valdría creer en Mahoma ! Si el público tuviera razón, aquí hay treinta hombres de corazón y de talento, que se prestarían a devorar las entrañas y a beberse la sangre de una familia. Y nosotros dos, jóvenes, llenos de candor, de entusiasmo, ¿habríamos de ser cómplices de tal desafuero? Me entran deseos de preguntar a nuestro capitalista si es hombre honrado…

-¡No se lo preguntes ahora!- exclamó Raoul-. Aguarda a que esté borracho perdido, que entonces ya habremos cenado.

Los dos amigos se sentaron, riendo. Desde luego, y con una mirada más rápida que la palabra, cada comensal pagó su tributo de admiración al suntuoso golpe de vista que ofrecía una larga mesa, blanca como capa de nieve recién caída y sobre la cual se alineaban simétricamente los cubiertos, coronados por dorados panecillos. La cristalería reproducía los colores del iris en sus reflejos estrellados, las bujías cruzaban hasta el infinito sus luminosos destellos, los manjares, colocados bajo campanas de plata, aguzaban el apetito y la curiosidad. Se hablaba poco, limitándose a mirarse los comensales próximos. Circuló el vino de Madera, y apareció el primer servicio en todo su esplendor; habría hecho honor al difunto Cambacérés y sido encomiado por Brillat-Savarin. A continuación, fueron servidos, con profusión regia, los vinos blancos y tintos de Burdeos y de Borgoña. La primera parte del festín podía compararse, por todos conceptos, a la exposición de una tragedia clásica.

El segundo acto resultó un poco más hablador. Cada comensal había bebido razonablemente, cambiando indistintamente de marca, y al retirar los restos del magnífico plato, comenzaron a entablarse tempestuosas discusiones; las frentes pálidas enrojecieron, algunas narices se tiñeron depúrpura; los rostros se encendieron y las pupilas chispearon. Durante esta aurora de la embriaguez, la discusión no rebasó los límites de la cortesía; pero las bromas,las ocurrencias, fueron brotando poco a poco de todas las bocas; luego asomó la calumnia su cabecilla de serpiente, hablando en tono meloso; entre los gruposalgunos cazurros escuchaban atentamente, confiados en conservar su serenidad.

En resumen: el segundo plato halló, pues, los ánimos bastante excitados. Cada cual comió hablando, habló comiendo, bebió sin cuidarse de la afluencia de líquidos, tales eran de transparentes y olorosos y tan contagioso resultaba el ejemplo. Taillefer tomó a empeño animar a sus invitados, haciéndoles escanciar los terribles vinos del Ródano, el cálido Tokay, el rancio y espirituoso Rosellón. Desbocados, como caballos de coche-correo que parten de una parada de posta, aquellos hombres, aguijoneados por las burbujas del vino de Champaña, impacientemente aguardado, pero abundantemente vertido, dejando ya galopar su imaginación por el vacío de esos razonamientos que nadie escucha, emprendieron el relato de historias sin auditorio, repitiendo cien veces interpelaciones que quedaban invariablemente sin respuesta. Únicamente la orgía desplegó su potente voz, voz formada por cien clamores confusos que engrosaban, como los «crescendo» de Rossini. Después, llegaron los brindis insidiosos, las fanfarronadas, los retos. Todos renunciaron a ensalzar su capacidad intelectual, para reivindicar la de los toneles, pipas y cubas. Parecía que cada cual tuviera dos voces. Hubo un momento en que todos los señores hablaron a la vez, entre las sonrisas de !os criados. Pero aquella baraúnda de frases, en la que chocaban entre sí, a través de los gritos, las paradojas de dudosa claridad y las verdades grotescamente disfrazadas, con los juicios interlocutorios, las decisiones soberanas y las sandeces de todo género, como en lo recio de un combate se cruzan las granadas, las balas y !a metralla, hubiera interesado indudablemente a más de un filósofo, por la singularidad de las ideas, o sorprendido a cualquier político por lo extravagante de los sistemas. Era un libro y un cuadro, todo en una pieza.

Las filosofías, las religiones, las morales,tan diferentes de una latitud a otra, los gobiernos, en una palabra, todas las grandes manifestaciones de la inteligencia humana, cayeron bajo una guadaña tan larga como la del tiempo, y quizá hubiera sido difícil aclarar si la manejaba la Cordura ebria o la Ebriedad hecha discreta y perspicaz. Arrastrados por una especie de tempestad, aquellos cerebros parecían querer socavar, como las encrespadas olas socavan el acantilado de la costa, todas las leyes entre las cuales flotan las civilizaciones, satisfaciendo así, sin saberlo, la voluntad de Dios, que deja en la Naturaleza el bien y el mal, reservando exclusivamente para sí el secreto de su lucha perpetua. La discusión, furiosa y burlesca, fue, en cierto modo, un aquelarre de las inteligencias. Entre las acerbas chuscadas dedicadas por aquellos hijos de la Revolución al nacimiento de un periódico y las ocurrencias prodigadas por alegres bebedores al nacimiento de Gargantúa, mediaba todo el abismo que separa al siglo décimonono del decimosexto. Este preparaba una destrucción, riendo; aquél, reía entre las ruinas.

-¿Cómo se llama ese joven, sentado al otro lado de usted?- preguntó el notario, designando a Raoul. Me parece haberle oído nombrar Valentín.

-¿Qué quiere decir eso de Valentín a secas?- exclamó Emile riéndose-. ¡Raoul de Valentín, si no lo toma usted a mal! Llevamos un águila de oro en campo negro, coronada de plata, con pico y garras de gules y la hermosa divisa NON CECIDIT ANIMUS! No somos un niño expósito, sino descendientes del emperador Valente, del tronco de !os «Valentinois», fundador de las ciudades de Valencia en España y, en Francia, heredero legítimo del imperio de Oriente. Si dejamos reinar a Mahmud en Constantinopla, es por pura buena voluntad, y por falta de dinero y de soldados.

Y Emile trazó una corona en el aire, con su tenedor, sobre la cabeza de Raoul. El notario reflexionó unos instantes y apuró su copa, exteriorizando un gesto significativo, con el que pareció confesar la imposibilidad de relacionar con su clientela las ciudades de Valencia y de Constantinopla, Mahmud, el emperador Valente y !a familia de los Valentinois.

(Tomado de La Piel de Zapa, de La Comedia Humana de Honorato de Balzac)

Total de palabras: 15,699 palabras


A continuación se proporciona la tabla que nos dá las velocidades de lectura para varios tiempos de lectura de este extracto del inicio de la novela La Piel de Zapa:


Ojalá y el comienzo de la novela que se ha dado arriba haya servido para despertar la curiosidad del lector por saber qué es lo que sucede a continuación y cómo se desenvuelve la historia hasta llegar a su epílogo, estimulando de este modo el interés literario.