jueves, 28 de agosto de 2008

7: La imagen mental

Abrimos ésta sección con un capítulo tomado de la conocida novela Moby Dick de Herman Melville. El extracto en cuestión es el capítulo diez titulado “Un amigo”. Trate de ir imaginando mentalmente durante la lectura lo que está ocurriendo dentro de la posada.
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UN AMIGO

Al volver a la posada, me encontré con Queequeg, que se hallaba completamente solo. Se había marchado de la capilla antes de la bendición. Y ahora estaba sentado en un banco, junto al fuego y con los pies sobre la chimenea. Con una mano sostenía cerca de su rostro el pequeño ídolo negro, al que miraba con suma atención, y con la otra, ayudado de un cuchillo, le rebajaba cuidadosamente la nariz mientras canturreaba en voz baja, según su costumbre pagana.

Cuando notó mi presencia, guardó la imagen y se acercó a la mesa. Le vi coger un gran libro que había sobre ella y, colocándolo sobre sus rodillas, comenzó a contar las páginas con metódica regularidad. Cada cincuenta páginas -así me lo pareció- se detenía un momento, miraba vagamente a su alrededor y modulaba una especie de silbido admirativo. Después contaba otras cincuenta y repetía los mismos gestos. Lo que sin duda provocaba su admiración era que hubiese en el libro tantas cincuentenas de páginas.

Yo seguía sus manipulaciones con sumo interés. A pesar de tratarse de un salvaje y de su horrible rostro -para mi gusto al menos- aquel individuo tenía indudablemente algo que no resultaba desagradable. ¡Y es que nadie puede ocultar su alma! A través de aquellos horrorosos tatuajes, me parecía notar la presencia de un corazón sencillo y honrado. Y, en sus profundos ojos, se adivinaba la existencia de un alma capaz de desafiar a todos los diablos. Tenía además aquel pagano cierta altivez que no pasaba fácilmente desapercibida, a pesar de lo extravagante de su persona. Daba la impresión de ser un hombre que jamás se había humillado ante ningún otro hombre y de que no debía nada a nadie. Como su cabeza carecía de cabello, su frente aparecía completamente despejada, pudiéndose observar en ella un expresivo relieve. Desde un punto de vista frenológico, era una gran cabeza la de Queequeg. Es posible que parezca ridículo, pero me hizo pensar en la del general Washington, tal como aparece representado en los bustos populares. Tenía la misma depresión, ancha y regular, sobre las cejas, y éstas se elevaban sobre unos promontorios similares a los que abundan en los matorrales. Queequeg era algo así como un George Washington que se había desarrollado al estilo caníbal.

Mientras le observaba, haciéndome el distraído y fingiendo mirar la borrasca por la ventana, él no parecía prestar ni la menor atención a mi persona. Estaba entregado en cuerpo y alma a la contabilidad de las páginas de aquel libro maravilloso. Pensando en la camadería con que habíamos pasado la noche anterior, y recordando, sobre todo, la afectuosa presión de su brazo al despertarme por la mañana, aquella indiferencia me parecía extraña. Claro que los salvajes son unos seres extraños, a los que no se sabe nunca cómo tratar, llegando por eso a intimidarnos. Su tranquilidad y su dominio de sí mismos, dentro de su simplicidad, parecen de una sabiduría socrática. También había notado que Queequeg no se trataba con los demás marineros de la posada. No hacía ni la menor insinuación, ni tampoco parecía tener ningún interés en ensanchar el círculo de sus relaciones. A primera vista, todo aquello parecía algo muy singular, pero después de reflexionar llegaba a parecer también sublime. Aquel hombre se encontraba a veinte mil leguas de su casa -pasando, como es natural, por el cabo de Hornos, el único camino que conduce hasta allí-, mezclado con un pueblo que le debía resultar extraño, y, sin embargo, su actitud era completamente normal. Se sentía feliz en su propia compañía, lo cual era indicio de que se encontraba en posesión de una espléndida filosofía, si es que conocía la existencia de semejante disciplina. Lo que sucede tal vez es que para que nosotros, hombres mortales, seamos verdaderamente filósofos, no es necesario tener esa conciencia de vida y de lucha que tanto nos caracteriza. Cuando oigo a alguien proclamarse filósofo, saco la consecuencia de que a ese individuo le ocurre lo mismo que al viejo dispéptico, que tiene “su órgano digestivo estropeado”.

Me encontraba en aquella habitación solitaria mientras el fuego se consumía, después de haber calentado ligeramente el ambiente. Las sombras y los fantasmas de la noche comenzaban a arremolinarse por los rincones, como si acecharan a la silenciosa pareja que formábamos Queequeg y yo. En el exterior, la borrasca seguía dejando oír su destemplado rumor. Acabé por experimentar unas extrañas sensaciones. Sentí una especie de derrumbamiento interior, como si mi corazón hubiera desistido de rebelarse contra un mundo de lobos crueles. La presencia tranquilizadora de aquel salvaje parecía como si me hubiera liberado de algo esencial. Al estar junto a él, su indiferencia me hablaba de un mundo en el que no existía ninguna hipocresía, ninguna embriagadora decepción. Era huraño y constituía un verdadero espectáculo “dentro” del mismo espectáculo de la vida, pero sin embargo me sentía misteriosamente atraído hacia Queequeg. Las cosas que habrían repugnado a los demás, eran precisamente las imágenes que más me atraían. "Puesto que la bondad cristiana se me ha revelado como una cosa hueca, voy a probar qué tal me resulta la amistad con un pagano", acabé por decirme.

Acerqué mi banco hasta él y, valiéndome de algunas palabras amistosas, traté de hilvanar una conversación. Al principio hizo muy poco caso de mis insinuaciones, pero después, cuando aludí a su hospitalidad de la noche anterior, el hielo quedó roto y se decidió a preguntarme si volveríamos a ser compañeros de cama. Le respondí afirmativamente y me pareció que se sentía contento. Sin duda, aquello lo halagaba.

A continuación ojeamos el libro juntos y traté de explicarle el objeto de su impresión, así como el significado de algunos de los grabados que contenía. La cuestión es que logré despertar su interés. Después nos pusimos a hablar de las cosas que podían verse en New Bedford y no tardé mucho en proponerle que fumáramos una pipa en prueba de amistad. Entonces sacó su petaca y su pipa indígena y me las ofreció con toda sencillez. Permanecimos allí sentados durante largo rato, charlando y pasándonos la pipa el uno al otro.

Si subsistía alguna indiferencia con respecto a mí en Queequeg, aquella desagradable humareda acabó por disiparla. Quedamos muy amigos. Su amistad nació tan natural y espontáneamente como la mía. Y, cuando hubimos terminado de fumar, frotó su frente contra la mía, me asió por la cintura y me dijo que, a partir de aquel momento, estábamos casados, queriendo significar con ello, según las costumbres de su país, que éramos camaradas y que, si era necesario, incluso moriría por mí. En un compatriota aquel súbito estallido de amistad hubiese parecido prematuro y sujeto a comprobación, pero tales reservas parecían fuera de lugar tratándose de la forma de ser tan natural de aquel salvaje.

Después de cenar, de fumar y de charlar otro rato, subimos a la habitación. Me regaló la cabeza embalsamada, sacó su enorme bolsa de tabaco y, rebuscando en el fondo, extrajo unos treinta dólares, que extendió sobre la mesa. Los dividió en dos partes exactamente iguales y, empujando una de ellas hacia mí, dijo que me pertenecía. Fui a protestar, pero Queequeg me impuso silencio, metiéndome las monedas en el bolsillo del pantalón. Luego se puso a rezar, sacando su ídolo y apartando la mampara de la chimenea, tal como lo hiciera la noche anterior. Deduje de ciertos síntomas que parecía esperar a que me uniera a él y, sabiendo su terquedad, me pregunté qué sucedería cuando me invitara... Soy un buen cristiano, nacido y educado en el seno de la infalible iglesia presbiteriana, ¿cómo podía entonces unirme a aquel idólatra para adorar a un pedazo de madera?

Partiendo de este principio, llegué sin embargo a las siguientes conclusiones, diciéndome: “¿Acaso crees, Ishmael, que el Todopoderoso, dueño del cielo y de la tierra, va a sentir celos de un insignificante pedazo de madera negra? ¡No... no es posible! Pero, ¿qué es la adoración? ¿Acaso no es hacer la voluntad de Dios? ¿Y cual es la voluntad de Dios en este caso? ¿Hacer al prójimo lo que yo desearía que él me hiciera a mí?... ¡Sí! ¡He aquí la voluntad de Dios! ¡No cabe la menor duda! Ahora bien, si Queequeg es mi prójimo, ¿qué es lo que yo puedo desear de él, si no es que se una a mí en mi forma particular de adoración presbiteriana? Así pues, debo unirme yo también a él en la suya, convirtiéndome en un idólatra...”

Encendí las virutas y le ayudé a colocar en su lugar al inocente idolillo. Junto a Queequeg, le ofrecí a la figurilla mi parte de galleta quemada, saludándole dos o tres veces y besándole la nariz, terminado lo cual nos desnudamos y nos acostamos en paz con nuestra conciencia y con el mundo entero, si bien no nos dormimos hasta algún tiempo después, tras haber charlado durante largo rato.

No sé a qué será debido, pero lo cierto es que no hay lugar más apropiado para las confidencias que la cama. Se suele decir que marido y mujer se confiesan en el lecho hasta lo más profundo de sus almas y que, incluso los matrimonios más ancianos, prolongan sus conversaciones hasta el alba.

Queequeg y yo, tendido el uno al lado del otro, formábamos también una especie de tierna pareja, como si nos hubiéramos encontrado en la luna de miel de nuestra amistad.
Ahora que ha terminado la lectura, cierre los ojos y haga un repaso mental rápido de lo que leyó. ¿Qué tanto es lo que puede recordar? Después de esto, trate de poner a prueba su capacidad de retención verbal. ¿Qué tantas palabras puede recordar? El capítulo diez de esta novela contiene 1,565 palabras. ¿Qué porcentaje de estas palabras recuerda?

Si alguien le pidiera narrar las escenas de nuevo utilizando exactamente las mismas palabras empleadas por el autor, recurriendo únicamente a la memoria para lograr tal cosa, no dudaría en calificar tal petición como un absurdo. Sin embargo, hay personas que cuando leen lo hacen detenidamente poniendo mucho cuidado y mucha atención en cada palabra, como si las palabras por sí solas tuvieran un mensaje dentro del mensaje, lo cual carece de sentido al considerar que el cerebro está registrando una imagen mental de lo que se está leyendo al mismo tiempo que va descartando las palabras utilizadas en la construcción de la imagen mental.

Para entender lo que ocurre, tenemos que ir a la esencia misma de lo que es la comunicación. Cuando nosotros tomamos un libro y lo leemos, en realidad es el autor el que nos está hablando a través de la palabra escrita, transmitiéndonos una idea o un grupo de ideas que posiblemente puede ser igualmente transmitida con muchas otras combinaciones posibles de palabras. La palabra escrita, por su propia naturaleza, es un modo muy ineficiente de comunicación. Cuando un autor nos habla con un propósito en realidad nos está comunicando ideas, no palabras. Las palabras no son más que un paso intermedio en la transmisión de ideas, del mismo modo que las ondas de radio y televisión no son más que un paso intermedio en la transmisión de información a grandes distancias. Pero las palabras ocupan mucho espacio, y en ocasiones hasta encontramos que no existen palabras en el diccionario para expresar lo que queremos decir a otros. Para colmo de males, no son un medio de comunicación universal (por ejemplo, un alemán común y corriente no puede leer un libro escrito en Japonés, ni un Francés común y corriente puede leer un libro escrito en Hebreo, aunque dicho libro sea la misma Biblia y aunque las ideas expresadas sean las mismas de un idioma a otro). Sin embargo, a falta de un mejor medio de comunicación, tenemos que aceptar las palabras como un mal necesario, pero evitando en todo momento el darle a cada una de ellas una importancia que no posee.

Veamos ahora lo que pasa en nuestra mente cuando iniciamos la lectura de una narración como la que acabamos de leer. Primero, hagamos de cuenta que tenemos algo similar a un ordenador electrónico de alta velocidad dentro de nuestro cerebro. Cuando escuchamos a otra persona hablar, o cuando leemos algún material impreso, el ordenador electrónico entra en acción manipulando la información que estamos recibiendo, desechando las palabras una vez que éstas han sido utilizadas en la construcción de una imagen mental de lo que estamos leyendo o escuchando. Si se nos está describiendo la escena de una playa solitaria en la cual hay muchas palmeras y la arena es blanca, en el momento en que entramos en contacto con la palabra “playa” nuestro ordenador saca del archivo de nuestra experiencia una escena que anteriormente hayamos identificado con la palabra “playa”. A continuación, al aparecer la expresión "muchas palmeras", nuestro ordenador saca de nuestro repositorio de experiencias una imagen de lo que entendemos por palmeras y añade varias de ellas al paisaje en forma automática. Al ver las palabras “arena blanca”, rápidamente se corrige el color de la arena en la escena, si es que el color original que habíamos imaginado o supuesto era otro. De este modo, se va “dibujando” en nuestra mente una imagen mental completa de lo que estamos escuchando, al mismo tiempo que se van desechando rápidamente las palabras utilizadas por el ordenador para construír la imagen mental. Una vez que la imagen mental se ha terminado de construír, la imagen mental es “comprimida” en una idea. Lo increíble del caso es que dicha idea no ocupa un lugar en el tiempo o en el espacio.

Para distinguir mejor la diferencia que hay entre una idea y una imagen mental, consideremos otro ejemplo. Cuando se nos menciona la palabra “automóvil”, nosotros sabemos lo que dicha palabra significa. No tenemos ninguna duda al respecto. La idea de lo que es un automóvil está clara en nuestras mentes. Si nosotros lo deseamos, podemos extraer de la idea una imagen mental en la cual “vemos” en nuestros interiores un automóvil con sus llantas, su carrocería, su parabrisas, etc. Sin embargo, no es necesario visualizar mentalmente un automóvil cada vez que veamos o que usemos dicha palabra; ya que nosotros estamos seguros de lo que esa palabra significa. En verdad, la idea es la forma más pura y más concentrada del conocimiento. Si tuviésemos el don de la telepatía (y hay quienes suponen que los humanos poseíamos ese don antes del suceso bíblico de la Torre de Babel) y nos pudiésemos comunicar exclusivamente a base de ideas, en cuestión de unos instantes podríamos asimilar todos los conocimientos que la humanidad ha almacenado hasta la fecha.

Una vez que nosotros tenemos una idea clara del contenido de una imagen mental, la podemos hacer a un lado para atender otras actividades de nuestro diario quehacer. Cuando nosotros sabemos algo, podemos darnos el lujo de “olvidarlo” para recuperarlo después cuantas veces queramos.

Hemos visto lo que ocurre cuando una persona está escuchando o leyendo algo. ¿Y qué es lo que ocurre cuando dicha persona se pone a escribir o hablar?

Cuando una persona tiene la intención de comunicar una idea, entonces un ordenador interno se dirige a dicha idea (la cual no ocupa un lugar específico en el tiempo y el espacio aunque de alguna manera está diseminada en la programación de las neuronas de nuestro cerebro) para producir una imagen mental de cosas, personas y eventos que sí pueden ocupar un lugar en el tiempo y el espacio. En cierto modo, la imagen mental es una placa fotográfica pletórica de información y detalles. Desafortunadamente, como aún no hemos evolucionado a grado tal que podamos comunicarnos exclusivamente mediante imágenes mentales (incluso en estos tiempos recientes en los que el Homo Sapiens está pasando a ser lo que se conoce como el Homo Videns), tenemos que recurrir a las palabras; con el despilfarro de tiempo, dinero y esfuerzo que el uso de ellas implica.

Se ha confirmado que después de una lectura o de una conversación, aunque echemos al olvido prácticamente todas las palabras utilizadas en la lectura o la conversación (exceptuando algunos nombres y datos importantes), si forjamos en nuestra imaginación una imagen mental apropiada de lo que hemos leído u oído, dicha imagen persistirá tenazmente, quizá por el resto de nuestras vidas. En cierto modo, esto no viene más que a confirmar el hecho ya conocido por muchos de que cualquier sujeto a cualquier edad recuerda con mucha mayor claridad y precisión lo que vió que lo que oyó y leyó mucho tiempo atrás. Si usted hace una pausa en estos momentos para recordar alguna imagen mental de su infancia, notará que le es mucho más difícil, si no imposible, recordar las palabras exactas que se estaban diciendo en esos momentos de su infancia. Sin embargo, la imagen mental le dice dónde estaba, con quiénes estaba (aunque no recuerde sus nombres) y hasta el estado de ánimo que tenía en ese entonces. Hay muchas personas que aunque han olvidado lo que es un protón, un neutrón y un electrón, mantienen vívida en su memoria la imagen mental del átomo como un sistema planetario en miniatura. En base a todo lo que acabamos de discutir, queremos desarrollar el hábito de hacer un repaso rápido de la imagen mental que hemos construído al terminar la lectura de cada capítulo de un libro o de una novela. Al siguiente día encontraremos que aunque casi todas las palabras empleadas en lo que leímos el día anterior se han desvanecido de nuestra memoria, la imagen mental de lo que leímos estará disponible en cualquier momento, conservando fielmente la interpretación que le hayamos dado a lo que leímos. Esta costumbre, una vez adquirida, no nos quitará mucho tiempo, ya que sólo utilizaremos en ella unos cuantos segundos, en contra de los quince o treinta minutos que utlizamos para leer un capítulo completo de algún libro.

Y para confirmar lo que se ha dicho arriba, sin volver a leer el capítulo diez del libro Moby Dick que se reprodujo arriba, cierre sus ojos para invocar la imagen mental de las escenas descritas al interior de la posada. ¿Acaso no es más fácil recordar la imagen mental que se construyó a partir de la narración que las palabras que se usaron en la narración?


EJERCICIOS


1.- Lea rápidamente el siguiente material, imaginando la escena en colores conforme va acumulando datos en su lectura que le permitan la construcción de la imagen mental. Al terminar, cierre sus ojos y repase la imagen mental por cinco segundos.
CAPITULO PRIMERO

El fuerte olor a rosas llenaba el estudio y cuando una ligera brisa estival movió los árboles del jardín, llegó por la puerta abierta el pesado aroma de las lilas y el perfume más delicado, de los floridos escaramujos rosados.

Desde el extremo del sofá tapizado de telas persas, sobre el cual estaba tumbado fumando innumerables cigarrillos, según su costumbre, lord Henry Wotton divisaba precisamente el centelleo de las suaves flores color miel de un citiso, cuyas trémulas ramas parecían romperse bajo el peso de tan magnífico esplendor, y, de vez en vez, las fantásticas sombras de los pájaros fugaces revoloteaban a través de las largas cortinas de tusor, corridas ante la ancha ventana, produciendo un momentáneo efecto japonés, y lord Henry pensaba en esos pintores de Tokio de caras de pálido jade, que por medio de un arte necesariamente inmóvil intentaban expresar el sentido de la velocidad y del movimiento. El cansino murmullo de las abejas, buscando su camino entre las crecidas hierbas sin segar o revoloteando con insistencia alrededor de las polvorientas bayas doradas de una solitaria madreselva, hacían aún más opresora la calma. El confuso estruendo de Londres llegaba como notas de un órgano lejano.

En medio de la habitación, sobre un alto caballete, se hallaba el retrato, en tamaño natural, de un joven de extraordinaria belleza y, enfrente, un poco más lejos, estaba sentado el propio pintor, Basilio Hallward, cuya repentina desaparición, algunos años antes, había causado por aquellos días tan gran emoción pública y dado origen a tan numerosas y extrañas conjeturas.

El pintor miraba la graciosa y gentil figura que su arte había reproducido con tanta sutileza. Una sonrisa de placer cruzó por su cara y pareció permanecer en ella. Pero, de pronto, se estremeció y, cerrando los ojos, colocó los dedos sobre los párpados como si hubiese querido aprisionar en su cerebro algún raro sueño del que temiese despertar.

(Tomado de El Retrato de Dorian Grey de Oscar Wilde.)
 ¿Qué puede recordar de la narración, en base a la imagen mental que se formó al ir leyendo este pasaje?

2.-  Nada expresa mejor la superioridad de la imagen mental sobre la palabra escrita que el viejo refrán “una imagen vale más que mil palabras”. En este ejercicio se presentará una fotografía a colores pletórica de detalles. Se le pide al lector observar la fotografía detenidamente por solo unos veinte o treinta segundos, tratando de capturar todos los detalles que pueda capturar con la intención de recordar posteriormente la mayor cantidad posible de detalles. Tras esto, quite el lector sus ojos de la fotografía y en una hoja de papel trate de hacer una descripción sobre el tema de la fotografía asentando la mayor cantidad posible de información, En realidad, este es un ejercicio para ejercitar un poco la atención que se debe poner a lo que nos rodea. Una de las razones por las cuales olvidamos es porque no ponemos la menor atención a lo que estamos viendo o escuchando, y la mejor forma de comprobar si hemos estado poniendo atención a lo que hemos estado viendo o escuchando consiste en cerrar rápidamente los ojos y tratar de describir en nuestros adentros con nuestras propias palabras lo que vimos o lo que escuchamos. Si no podemos describir nada o muy poco entonces ello es señal inequívoca de que estábamos poniendo muy poca atención. Poner atención significa fijarse en los detalles que antes habíamos pasado por alto, muchos distraídos en realidad son personas que se acostumbraron a serlo, al no darle importancia alguna a los detalles del mundo que les rodea. La contraparte del hombre distraído sería un personaje como el famoso detective Sherlock Holmes que se fijaba en los más pequeños detalles que le permitían resolver un caso. Y aunque hay quienes pudieran argumentar que Sherlock Holmes es un personaje ficiticio, no muchos saben que el creador de Sherlock Holmes, Sir Arthur Conan Doyle, de hecho se inspiró en un personaje de la vida real, el Doctor Joseph Bell, para crear a su famoso detective. Los poderes de observación del Doctor Bell le hacían fijarse en detalles que muchos considerarían insignificantes. Con sólo ver un cuerpo en el anfiteatro, el Doctor Bell sin haber conocido previamente al fallecido podía describir correctamente su profesión como escribano agregando que era además zurdo, y que tenía un problema en su pierna derecha que se debería de haber reflejado en su andar. ¿Y cómo podía saber tales cosas, le preguntaban? En el caso del cuerpo en el anfiteatro, el Doctor Bell señaló las callosidades peculiares en los dedos del hombre como la señal inconfundible de que era escribano de profesión, y puesto que tales callosidades las tenía no en su mano derecha sino en su mano izquierda, el hombre era obviamente zurdo. ¿Y el problema que tenía en su pierna? “Elemental, mis apreciables colegas” podría haber dicho el Doctor Bell, “basta con ver sus zapatos y comparar las suelas de los mismos para darse cuenta de que uno de ellos está apreciablemente más desgastado que el otro”. Hay pocas dudas de que si el Doctor Bell se  hubiera metido a trabajar a Scotland Yard, habría resuelto la mayoría de los casos declarados insolubles y habría sido proclamado como el Sherlock Holmes de Scotland Yard, gracias a sus facultades de observación. Podemos, si nos preparamos mentalmente para ello, seguir el ejemplo del Doctor Bell, todo lo que tenemos que hacer es acostumbrarnos a poner atención en lo que nos rodea, el poner atención es un hábito que se puede inculcar a cualquier edad, pero se trata de algo en lo cual nosotros mismos seremos nuestros mejores maestros. Bien, dicho lo anterior, pasaremos a la observación detallada de la fotografía, recordándosele al lector que no debe dar más de unos veinte o treinta segundos a la observación de la misma, tratando de capturar la mayor cantidad posible de detalles:




Bien, suponiendo que ya hizo usted su resumen, compárelo con la fotografía y a continuación vea por usted mismo si lo que su mente recogió concuerda con lo que aparece en la fotografía. Ahora bien, si se le pidiera expresar con palabras en una hoja de papel todo lo que se puede apreciar en la fotografía, ¿cuántas palabras cree que necesitaría para dar una descripción lo más completa posible con la cual alguien que no haya visto la fotografía se pueda formar una imagen mental aproximada de la misma? ¿Veinte palabras? ¿Cien palabras? ¿Doscientas palabras? ¿Quinientas palabras? La descripción mediante la palabra escrita debería ser lo suficientemente amplia para que el lector pudiera dar respuesta a preguntas como las siguientes:

¿La fotografía fue tomada de noche o de día?

¿Hay carros frente a la catedral?

¿De qué color es el vestido de la muchacha que aparece en posición más cercana a la cámara fotográfica?

¿Hay perros o gatos caminando por la calle?

¿Hay esculturas de santos o de ángeles en la parte superior del frontispicio de la catedral?

¿Cuántas pinturas hechas a mano con imágenes religiosas adornan el frente de la catedral?

¿Cuántos portones de madera dan entrada a la catedral?

¿El puesto de revistas está ubicado en el lado izquierdo o en el lado derecho de la fotografía?

¿Hay una paloma que se puede ver volando frente a uno de los portones de madera de la catedral?

¿La muchacha de la fotografía aparece sola o está acompañada?

¿Como cuántos turistas hay afuera de la catedral? ¿Menos de unos treinta o más de unos treinta?

¿Trae un bolso de mano la muchacha?

Se pueden seguir formulando más preguntas, pero el punto a observar es que si el texto que describe a la fotografía de arriba con palabras no puede proporcionar suficiente información como para dar respuesta a preguntas como las que se han formulado arriba, entonces la información proporcionada por el texto escrito será necesariamente incompleta. Considerando todas las preguntas adicionales que se pueden formular, resulta evidente que para poder dar una respuesta a todas y cada una de las preguntas que se puedan formular el texto escrito tendría que ser algo amplio. Y nos llevaría mucho más tiempo leer ese pedazo de texto que los veinte o treinta segundos que nos llevó observar la fotografía. De cualquier modo, la construcción de una imagen mental a partir de uno o varios párrafos de texto permite ir en el sentido inverso, “comprimiendo” la información textual al convertirla en una imagen mental que es más fácilmente memorizable.

Solo nos queda pendiente una cosa para sacarle el máximo provecho a este ejercicio. Para ello, el lector deberá hacer a un lado lo que vió en este ejercicio y dedicarse a otras actividades, yendo a la cama a dormir, y dejar que transcurra un día completo. Y para el día siguiente, sin ver nuevamente la fotografía de arriba, se le pedirá al lector que recuerde todos los detalles de los cuales se pueda acordar que aparecen dentro de la fotografía, tomando como base la imagen mental que quedó grabada en su cerebro de la misma fotografía. El lector descubrirá y comprobará por sí mismo la enorme cantidad de detalles de los que se puede acordar apoyado únicamente en la imagen mental de la fotografía, aunque haya transcurrido un día completo y se haya dedicado a otras actividades. Esto le comprobará al lector el enorme valor que tiene para nuestra lectura y para nuestro aprendizaje el irnos formando imágenes mentales de lo que vamos leyendo, lo cual además de estimular nuestra imaginación nos proporcionará la herramienta fundamental para ir grabando de modo permanente en nuestra mente la información visual que es precisamente en la cual se basa en buena medida la memoria asociativa con la cual trabaja nuestro cerebro.