jueves, 28 de agosto de 2008

Lectura de Práctica Cronometrada # 021

En esta lectura de práctica, haremos lo mismo que lo que se hizo en la lectura de práctica anterior; nos empujaremos hasta el límite, sólo que en vez de tomar al azar diferentes palabras de una en una a razón de 650 palabras por minuto, nos lanzaremos sobre un relato propio de lectura ligera.

Nuevamente, tomaremos por copiado y empastado el material de texto que se reproduce a continuación metiéndolo dentro de la ventana de trabajo de algún programa de lectura veloz como Spreeder, y fijando la velocidad a 650 palabras por minuto tomando tres palabras a la vez. En ausencia de esto, el lector tratará de imprimir el material para leerlo usando su dedo índice como “marcapasos” de velocidad tratando de empujarse para ubicarse aproximadamente en la velocidad de 650 palabras por minuto.

El material de práctica consiste aquí en la Primera Parte del famoso libro La Isla del Tesoro escrito por Robert Louis Stevenson, un clásico de la literatura juvenil.

PRIMERA PARTE

EL VIEJO BUCANERO


Capítulo 1

El viejo lobo de mar en la posada del “Almirante Benbow”


El señor Trelawney, el doctor Livesey y otros caballeros me han instado repetidamente para que escribiese la historia detallada de la Isla del Tesoro, sin omitir nada desde el principio al fin, excepto la localización geográfica de la isla, y esto sólo porque en ella existe todavía un tesoro escondido. Tomo, pues, la pluma en el año de gracia del 17…  y retrocedo hasta la época en que mi padre era el posadero del Almirante Benbow y aquel viejo marino de tez bronceada y gran cicatriz vino a alojarse en nuestro techo.

Como si fuese ayer recuerdo cuando llegó a la puerta de la posada, seguido de su baúl, que alguien conducía tras el en una carretilla de mano. Era un hombre alto, fuerte, de pronunciado color moreno avellana. Su trenza o coleta alquitranada caíale sobre las hombreras de su poco limpia blusa marina. Sus manos callosas y llenas de marcas, enseñaban las extremidades de unas uñas quebradas y negruzcas; llevaba en una mejilla aquella cicatriz de un sablazo, sucia y de color blancuzco y repugnante. Lo recuerdo cuando su mirada recorría la bahía, silbando mientras examinaba, y prorrumpiendo en seguida en aquella antigua canción marina:

Quince hombres sentados sobre el baúl del muerto,
quince, ¡oh, oh, oh!, ¡y una botella de ron!


Su voz aguda y temblorosa parecía haberse roto en las barras del cabrestante. Cuando pareció satisfecho de su examen, llamó a la puerta con un pequeño bastón, especie de espeque que llevaba en la mano, y cuando acudió mi padre le pidió, bruscamente, un vaso de ron. Lo saboreó, lenta y pausadamente, como un experto catador, paladeándolo con deleite y sin cesar de recorrer alternativamente con la mirada, ora las rocas, ora la enseña de la posada.

-Esta es una caleta de buen fondo- dijo, al fin-, y al mismo tiempo, una taberna muy bien situada. ¿Mucha clientela, patrón?

-Al contrario- le respondió mi padre-, bastante poca.

-Bien- dijo él-, entonces esto es lo que yo necesito. ¡Hola, tú, grumete!- gritó al hombre que hacía rodar la carretilla-, trae ese baúl y súbelo. Y pienso fondear aquí un poco.- Y, luego, prosiguió: -Yo, soy un hombre sencillo; todo lo que yo necesito es ron, huevos y tocino y aquella altura para ver los barcos que pasan. ¿Quieren ustedes saber cómo deben llamarme? Llámenme capitán. ¡Oh, sé lo que están esperando!

Mientras decía esto, arrojó tres o cuatro monedas de oro en el umbral, y añadió, con tono altivo y con una mirada tan orgulloso como la de un verdadero capitán:

-¡Avísenme cuando se acabe!

Y, la verdad es que, aunque su pobre traje no predisponía en su favor, ni menos aún su lenguaje, no tenía aspecto de un tramposo, sino que parecía más bien un marino, un maestro de embarcación, acostumbrado a que se le obedeciese como capitán. El muchacho que traía la carretilla nos refirió que la posta del correo lo había dejado, la víspera, en la posada del Royal George, que allí se había informado qué albergues había a lo largo de la costa, y que, habiéndosele descrito el nuestro como muy poco concurrido, lo había elegido para su residencia. Eso fue todo lo que pudimos averiguar acerca de nuestro huésped.

Habitualmente el capitán era un hombre silencioso. Todo el día se lo pasaba, ya vagando a orillas de la caleta, ya encima de las rocas, con un largo anteojo marino. Por las noches se acomodaba en un rincón de la sala, cerca del fuego, y se dedicaba a beber ron y agua con todas sus fuerzas. Las más de las veces no contestaba cuando se le hablaba; contentábase con arrojar sobre el que le dirigía la palabra una rápida y altiva mirada, y con dejar escapar de su nariz un resoplido que formaba, en la atmósfera, cerca de su cara, una curva de vapor espeso. Los de la casa y nuestros amigos y clientes ordinarios pronto concluimos por no hacerle caso. Día a día, cuando retornaba a la posada de sus excursiones, preguntaba, invariablemente, si no se habla visto a algunos marineros atravesar por el camino. Al principio nos pareció que la falta de camaradas que le hiciesen compañía le obligaba a hacer esa constante pregunta; pero luego vimos que lo que el procuraba era más bien evitarlos. Cuando algún marinero se detenía en la posada, como lo hacían entonces y lo hacen aún los que siguen el camino de la costa para Bristol, el capitán examinábalo a través de las cortinas y, cuando tal concurrente se presentaba, el permanecía, invariablemente, mudo como una carpa.

Para mí, sin embargo, no había mucho de misterio ni de secreto en sus alarmas, en las cuales tenía yo cierta participación. Un día me llamó aparte, y prometió darme una pieza de cuatro peniques el día primero de cada mes, con la condición de que estuviese alerta y le avisara cuando notara la presencia de un marino con una sola pierna. Con frecuencia, sin embargo, cuando el día primero del mes iba yo a reclamar el salario prometido, no me daba más respuesta que su habitual resoplido nasal, clavando sus ojos airados en los míos, obligándome a bajarlos; pero, antes de que hubiera pasado una semana, lo veía venir a mí trayéndome mi moneda, no sin reiterarme las órdenes de estar alerta.

Imposible me sería contar hasta qué punto ese esperado personaje turbaba y entristecía mis sueños. En las noches tempestuosas, cuando el viento hacía estremecer los cuatro ángulos de nuestra casa y cuando la marea bramaba, despedazando sus olas alo largo de la caleta y sobre los abruptos riscos, yo lo veía aparecérseme, en sueños, en mil formas diversas y con mil expresiones diabólicas. Ya era la pierna cortada hasta la rodilla, ya desarticulada desde la cadera; ya se me aparecía como una especie de criatura monstruosa que nunca había tenido más de una pierna, y ésta de forma indescriptible. En otras ocasiones lo veía saltar, correr y perseguirme por zanjas y vallados, lo cual constituía la peor de todas mis pesadillas. Hay que convenir en que con aquellas visiones abominables pagaba bien cara mi pobre renta mensual de cuatro peniques.

Sin embargo, si bien es cierto que tal era mi terror al pensar en aquel marinero de una sola pierna, también es cierto que, por lo que respecta al capitán mismo, le tenía yo mucho menos miedo que cualquiera de los que lo conocían. Algunas noches tomaba mucho más ron del que podía, razonablemente, tolerar su cabeza. Entonces se le veía sentarse y entonar sus perversas, salvajes y antiguas canciones marineras, de que ya nadie hacía caso. A veces, luego de un convite general, forzaba a su tímido y trémulo auditorio a escuchar sus patibularias historias o a hacer coro a sus siniestras canciones. Con frecuencia, oía yo a la casa entera estremecerse con el estribillo:

¡oh, oh, oh!, ¡y una botella de ron!
al que se todos los vecinos se le unían por amor a sus vidas, por el temor de que aquel ogro les diese muerte, y cada uno procurando levantar la voz más que el compañero de al lado, a fin de no llamar la atención por su negligencia; porque, durante aquellos accesos el capitán era el compañero más intolerable y arrebatado que se ha conocido.

Sus narraciones eran lo que espantaba a la gente más que todo. Historias de ahorcados, bárbaros castigos, como el llamado paseo de la tabla, y temibles tempestades en el mar y en el paso de Tortugas, y salvajes hazañas y abruptos parajes en el mar Caribe y costa firme. Por lo que dejaban traducir sus narraciones, debió pasar su vida entera entre los hombres más perversos que Dios ha permitido que crucen sobre los mares; el lenguaje que usaba para contar todas sus historias disgustaba a aquel sencillo auditorio, casi tanto como los crímenes espantosos que describía. Mi padre decía siempre que la posada concluiría por arruinarse, pues la gente dejaría de concurrir a ella para evitar que se la tiranizase, se la asustase y se la mandase a acostar horripilada y estremecida; pero creo que, al contrario, su presencia nos fue de mucho provecho. La gente comenzó por tenerle un miedo atroz; pero a poco, según hoy puedo recordarlo, empezó a gustar de él. Porque, a la verdad, el capitán era una fuente de valiosas emociones en medio de aquella quieta y sosegada vida de campo. Algunos de los más jóvenes de nuestros vecinos no le escatimaban ya ni su admiración, llamándole un verdadero lobo marino, un tiburón legítimo y otros nombres parecidos, agregando que, hombres de su ralea son, precisamente, los que hacen que el nombre de Inglaterra sea temido y respetado en el mar.

Pero, también, en cierto modo, no dejaba de llevarnos bonitamente a la ruina, porque su permanencia se prolongaba en nuestra casa semana tras semana, y después mes tras mes, de tal manera que ya aquellas primeras monedas de oro habían sido más que gastadas, sin que mi padre se atreviese a insistir demasiado en que las renovase. Sí alguna vez se permitía indicar algo, el capitán resoplaba de una manera tan formidable, que se podría decir que bramaba, y, con su feroz mirada, arrojaba a mi pobre padre fuera de la habitación. Yo lo vi, después de tales repulsas, retorcerse las manos con desesperación, y estoy seguro de que el fastidio y el terror, que se repartían su existencia, contribuyeron grandemente a acelerar su infeliz muerte.

Durante todo el tiempo que vivió con nosotros el capitán no hizo el menor cambio en su vestimenta. Habiéndosele caído una de las alas de su sombrero, no se ocupó de volver a su lugar primitivo aquel colgajo, que era para el una molestia, sobre todo cuando hacía viento. Recuerdo la miserable apariencia de su jubón, que remendaba el mismo en su habitación, y que antes de su muerte no era ya más que remiendos. Jamás escribió ni recibió carta alguna ni se dignaba hablar a nadie que no fuese los vecinos que el conocía por tales, y hacíalo solamente cuando bullían en su cabeza los vapores del alcohol. En cuanto al cofre que ha a traído consigo, ninguno había logrado verlo abierto.

Sólo una vez se le vio realmente enojado y sucedió poco antes de su triste muerte, en ocasión en que la salud de mi padre iba declinando en la pendiente que acabó por llevarlo al sepulcro. El doctor Livesey había venido con cierto retardo, esa tarde, con el objeto de ver a su enfermo; tomó alguna ligera comida que le ofreció mi madre y entró en la sala para fumar su cigarro, mientras le traían su caballo desde el pueblo, porque en la posada carecíamos de caballeriza. Yo fui tras el, y recuerdo haber observado el contraste que ofreció a mis ojos aquel doctor fino y aseado, de cabellera empolvada, blanca como la nieve, de vivísimos ojos negros y maneras gratas y amables, con aquellos retozones palurdos del campo; y, más que todo, con el sucio, enorme y repugnante espantajo de pirata de nuestra posada, que veía sentado en su rincón habitual, bastante avanzado a aquella hora en su embriaguez cotidiana, y recargando sus brazos musculosos sobre la mesa. De repente, nuestro huésped -esto es, el capitán- empezó a canturrear su eterna canción:

Quince hombres sentados sobre el baúl del muerto,
quince, ¡oh, oh, oh!, ¡y una botella de ron!
El ron y el diablo decidieron su suerte.
El diablo, ¡oh, oh, oh!, ¡y una botella de ron!


Habíame figurado yo, al principio, que el “baúl del muerto” a que el se refería en su canción sería probablemente aquel gran baúl que guardaba arriba en su cuarto, y este pensamiento se había mezclado confusamente en mis pesadillas con la figura del esperado marino cojo. Pero cuando sucedió lo que ahora refiero,¡ habíamos dejado de conceder la más pequeña atención al canto de nuestro hombre conocido de todos, con excepción del doctor Livesey . Pude observar, sin embargo, que al doctor Livesey no le producía efecto agradable, porque le vi levantar los ojos con aire de bastante disgusto hacía el capitán, antes de iniciar conversación con el viejo Taylor, el jardinero, acerca de una nueva curación para las afecciones reumáticas. Entretanto, el capitán parecía alegrarse al sonido de su propia música, hasta concluir por golpear con su mano sobre la mesa de una manera que todos sabíamos lo que significaba: “¡Silencio!” Todas las voces callaron a la vez, como por encanto, excepto la del doctor Livesey que continuó dejándose oír. Imperturbable, clara y agradable interrumpida solamente cada dos o tres palabras por las chupadas que daba a su cigarro. El capitán lo miró fijo por algunos momentos, volvió a golpear sobre la mesa, le lanzó una nueva mirada, más terrible todavía, y concluyó por vociferar con un villano y soez juramento.

-¡Silencio, allí, los del entrepuente!

-¿Era a mí a quien usted se dirigía?- preguntó el doctor.

Nuestro hombre contestó afirmativamente, no sin añadir un nuevo juramento.

-No diré a usted más que una cosa- dijo el doctor-, y es que si usted continúa bebiendo ron como hasta ahora, muy pronto el mundo se verá libre de una asquerosa sabandija.

Sería inútil pretender describir la furia que se apoderó del viejo al escuchar esto. Púsose en pie de un salto, sacó y abrió una navaja marina de gran tamaño, y balanceándola abierta sobre la, palma de la mano, amenazó clavar al doctor contra la pared.

Éste no hizo el más leve movimiento. Tornó a hablarle de nuevo, lo mismo que antes, por encima del hombro y con el mismo tono de voz, sólo que un poco más alto, de manera que oyesen todos los circunstantes, pero con la más perfecta calma y serenidad:

-Si no vuelve usted esa navaja al bolsillo en este mismo instante, le juro a usted, por quien soy, que será ahorcado en la próxima reunión del tribunal del condado.

Siguió luego un combate de miradas entre uno y otro, pero pronto el capitán hubo de rendirse; guardó su arma y volvió a su asiento, gruñendo como perro que ha sido mordido.

-Y, ahora, amigo- continuó el doctor-, desde el momento en que me consta la presencia de un hombre como usted en mí distrito, puede estar seguro de que ni de día ni de noche se le perderá de vista. Yo no soy solamente un médico; soy también un magistrado; así es que, si llega hasta mí la queja más insignificante en su contra, aunque sólo sea un rasgo de grosería como el de esta noche, sabré tornar las medidas necesarias para que se le de caza y se le arroje a usted del país.

Poco después llegó a la puerta la cabalgadura y el doctor Livesey partió sin dilación; contra lo que esperábamos, el capitán se mantuvo pacífico aquella noche, y aún otras muchas de las subsiguientes.



Capítulo 2

Black Dog aparece y desaparece


No había transcurrido mucho tiempo después de lo referido, cuando ocurrió el primero de los sucesos misteriosos que nos desembarazaron, por fin, del capitán, aunque no de sus negocios, como pronto lo verán los que continúen en esta narración.

Era un invierno terriblemente crudo y frío, con largas y terribles heladas y fuertes vendavales. Advertíamos que mi pobre padre empeoraba día a de tal forma que se creí muy remota la probabilidad de llegase a ver una nueva primavera. El manejo de la posada había caído enteramente en manos de mi madre y mías, y no teníamos tiempo para prestar mucha atención a nuestro desagradable huésped.

Era una fría y desapacible mañana del mes de enero, muy temprano todavía; la caleta, cubierta de escarcha, aparecía gris o blanquecina, en tanto que la marea subía, lamiendo suavemente las piedras de la playa, y el sol, muy bajo aún, tocaba apenas las cimas de las lomas y brillaba allá, muy lejos, en el confín del océano. El capitán se había levantado mucho más temprano que de costumbre y se había dirigido hacia la playa, con su especie de alfanje colgado bajo los anchos faldones de su vieja blusa marina, su anteojo de larga vista bajo el brazo y su sombrero echado hacia atrás, sobre la cabeza. Todavía me parece ver su respiración, suspensa, en forma de una estela de humo, en el camino que iba recorriendo a largos pasos, y aún recuerdo que el último sonido que oí de el cuando se hubo perdido tras de la gran roca, fue un gran resoplido de indignación, como sí todavía revolviese en su ánimo el recuerdo desagradable de la escena con el doctor Livesey.

Se hallaba mi madre en el piso de arriba con mi padre, en su habitación, y yo me ocupaba en arreglar la mesa para el almuerzo, mientras volvía el capitán, cuando repentinamente se abrió la puerta de la sala y penetró en ésta un hombre que yo no había visto hasta entonces. Era un individuo pálido y encanijado, en cuya mano izquierda faltaban dos dedos y que, aunque llevaba también su cuchillo al cinto, no tenía ni con mucho el aspecto de hombre de armas del mar. Yo siempre estaba en acecho de marineros de una sola pierna, o de dos; pero el que acababa de aparecer era, para mí, un enigma. No tenía el aspecto de un verdadero marino, y sin embargo había en el no sé qué aire de gente de mar.

Le pregunté, desde luego, en que podía servirle, y el me contestó que deseaba tomar un poco de ron; pero apenas iba yo a salir de la sala en busca de lo que pedía, cuando se sentó a una  de las mesas, indicándome que me acercase a el. Yo me detuve, teniendo en mi mano una servilleta.

-Ven aquí, muchacho- me repitió-, acércate más.

Yo di un paso hacia el.

-¿Es para mi camarada Bill para quien has preparado esta mesa?- me preguntó, dirigiéndome cierta mirada extraña.

-Ignoro quién es su camarada Bill- le contesté-; esta mesa es para una persona que se aloja en nuestra casa y a quien nosotros llamamos el capitán.

-Bueno- replicó él-, mi camarada Bill puede ser llamado capitán o no, es lo mismo. Tiene una cicatriz en una mejilla y unas maneras valientemente agradables, muy propias de el, sobre todo cuando está bebiendo. Como señas, pues… ¿qué más?… Te repito que tu capitán tiene una cicatriz en la mejilla… y si quieres más, te diré que esa cicatriz es en la mejilla derecha. -¡Ah, bueno! Ya lo había yo dicho… ¿con que mi camarada Bill está aquí, en esta casa?

-Ahora anda fuera- le contesté yo-, ha salido de paseo.

-¿Por donde se ha ido, muchacho?

Señalé yo entonces en dirección de la roca, diciéndole que el capitán no tardaría en volver, respondí a algunas otras de sus preguntas, y entonces el añadió:

-¡Ah, vamos! Esto será tan bueno como un vaso de ron para mi querido camarada Bill.

La expresión de su cara, al decir esto, no tenía nada de agradable, y yo tenía mis razones para pensar que aquel extraño se equivocaba. Pero, al fin y al cabo, pensé, aquello no era negocio mío. Además, no era asunto muy fácil el saber qué partido tomar.

El forastero se mantenía esquivándose tras la parte interior de la puerta de la posada, ojeando, de soslayo, en torno de su escondrijo, como gato que está en acecho de un ratón. Una vez, salí yo hacia el camino; pero el me llamó inmediatamente, y como no obedeciese con la celeridad por el deseada, un cambio instantáneo y espantoso se operó en su semblante enjuto, y me repitió su orden, acompañándola de un juramento que me hizo brincar. Tan pronto como estuve adentro, reasumió el su primera actitud, burlona, me dió una palmadita sobre el hombro y me dijo:

-Vamos, chico, tú eres un buen muchacho, yo no he querido más que asustarte en broma. Yo tengo un hijo de tu edad- añadió -que se te parece como un montón a otro, y te aseguro que ya es el orgullo de mi arte. Pero una gran cosa, para los muchachos, es la disciplina, chico… mucha disciplina. Mira, si alguna vez hubieras tú navegado con Bill, a buen seguro que no te hubieras quedado allí esperando que te llamaran por segunda vez; te aseguro que no. Nunca Bill ha obrado de otro modo, ni ninguno de los que han navegado con el. Ahora bien, si no me engaño, allí viene el camarada Bill, con su anteojo bajo el brazo. ¡Bendito sea su viejo arte, que me permite reconocerlo! Sea enhorabuena; tú y yo, muchacho, vámonos allá detrás, a la sala, y nos esconderemos tras de la puerta para dar a Bill una pequeña sorpresa; ¡y bendito sea de nuevo su arte, una y mil veces!

Al decir esto, el hombre retrocedió conmigo a la sala y me colocó tras él, en el rincón, de manera tal que quedábamos ocultos por la puerta abierta. Yo estaba realmente inquieto y alarmado, como es fácil figurárselo, y añadía no poco a mis temores el observar que aquel nuevo personaje tampoco las tenía todas consigo, Le veía aflojar la hoja de su cuchillo en la vaina, sin que, durante todo el tiempo que duró la espera, hubiese cesado de tragar saliva como si hubiera tenido, según la expresión familiar, un nudo en la garganta.

Por último, entró el capitán, empujó la puerta tras de sí, sin mirar ni a la izquierda ni a la derecha, y marchó directamente, a través del cuarto, hacia donde le esperaba el almuerzo. Entonces el forastero pronunció con una voz que me pareció se esforzaba en hacer hueca y campanada, esta sola palabra:

-¡Bill!

El capitán giró rápidamente sobre sus talones y se encaró a nosotros. Todo lo que había de moreno en su rostro había desaparecido en aquel momento, y hasta su misma nariz ofrecía un tinte de una lividez azulada. Tenía el aspecto de un hombre que ve un espectro o al diablo mismo, o algo peor, si es que lo hay, y créaseme, bajo mi palabra, que sentí compasión por él, al verle, en tan corto instante, ponerse tan viejo y tan enfermo.

-Ven acá, Bill, tú me conoces bien. No has olvidado a un viejo camarada, Bill, estoy seguro de ello- continuó diciendo el recién llegado.

El capitán exhaló entonces en una especie de boqueada dolorosa:

-¡Black Dog!- dijo.
 
-¿Pues quién había de ser si no él?- replicó el otro, comenzando a sentirse un poco más tranquilo-. Black Dog, el mismo que viene aquí a la posada del Almirante Benbow para saludar a su viejo camarada Bill. ¡ Ah, -Bill, Bill, cuantas cosas hemos visto juntos, nosotros dos, desde la época en que perdí estos dos "garfios"!- añadió, levantando un poco su mano mutilada.

-Bien dijo el capitán-, ya veo que me has dado alcance. Aquí estoy. vamos, ¿qué quieres? Habla. Di, ¿de qué se trata?

-Veo bien que eres el mismo- replicó Black Dog-, tienes razón, Bill, tienes razón. Voy a tomar un vaso de ron que me traerá este buen chiquillo, a quien tanto me he aficionado; en seguida nos sentaremos, si tú quieres, y hablaremos, lisa y llanamente, como buenos camaradas que somos.

Cuando yo volví con el ron, ya los dos se habían sentado en cada una de las cabeceras de la mesa en que el capitán iba a almorzar. Black Dog habíase quedado más cerca de la puerta y se le veía sentado de lado, de modo que pudiese tener un ojo atento a su camarada antiguo, y otro, según me pareció, a su retirada libre. Me despidió luego, ordenándome que dejase la puerta abierta de par en par, y añadió:

-Nada de espiar por las cerraduras muchacho,¿entiendes?

Yo no tuve más remedio que dejarlos solos y retirarme a la cantina del establecimiento. Durante largo rato, por más que puse mis cinco sentidos en percibir algo de lo que pasaba, nada llegó a mis oídos, sino un rumor vago y confuso de conversación; pero, al cabo, las voces comenzaron a hacerse más y más perceptibles, y ya me fue posible escuchar distintamente alguna que otra palabra, la mayor parte de las cuales eran juramentos e insolencias proferidos por el capitán.

-¡No, no, no, no!- le oí proferir-; ¡no!, y concluyamos de una vez-.

Y después añadió:

-Si hay que ahorcar, ahorcadlos a todos; ¡y basta!

Luego, de una manera repentina, todo se volvió una tremenda explosión de juramentos y ruidos tremebundos. Rodaron la silla y la mesa, siguióse un chis-chás de entrechocar de aceros y luego un grito de dolor. En ese instante pude ver a Black Dog en plena fuga y al capitán persiguiéndolo encarnizadamente, ambos con sus cuchillas desenvainadas, y, el primero de ellos manando abundante sangre de su hombro izquierdo. En ese momento, al llegar a la puerta, el capitán descargó sobre el fugitivo una tremenda y que debió ser última cuchillada, con la cual, sin duda alguna, lo habría abierto hasta la espina si no hubiera tropezado su arma con la enseña de nuestra posada, que fue la que recibió el golpe, dejando una señal que es fácil ver todavía hoy en el marco de nuestro Almirante Benbow hacia la parte de abajo.

Aquel mandoble puso fin a la riña. Una vez afuera, y sobre el camino público, Black Dog, a despecho de su herida, pareció decir, con una prisa maravillosa, “pies, para qué os quiero” y en medio minuto le vimos desaparecer tras de la cima de la loma cercana. El capitán, por su parte, permaneció clavado cerca de la enseña del establecimiento, como un hombre extrañado. Después pasó su mano varias veces sobre sus ojos, como para cerciorarse de que no soñaba, y, en seguida, volvió a penetrar en la casa.

-¡Jim!- me dijo-. ¡Trae ron!

Y al hablarme, se bamboleaba un poco y, con una mano, se apoyaba contra la pared.

-¿Está usted herido?- le pregunté.

-¡Ron!- me repitió- Necesito irme de aquí… ¡Ron!¡Ron!

Corrí a buscárselo; pero, con la excitación que los sucesos ocurridos me habían ocasionado, rompí un vaso, obstruí la llave, y cuando todavía estaba yo procurando despacharme lo mejor posible, escuché en la sala el ruidoso y pesado golpe de una persona que se desplomaba. Corrí y me encontré con el cuerpo del capitán tendido de largo a largo sobre el suelo. En el mismo instante mi madre descendía corriendo la escalera para venir en mi ayuda. Entre ambos levantamos la cabeza al capitán, que respiraba fuerte y, penosamente, cuyos ojos estaban cerrados y en cuya cara parecía un color horrible.

-Cielos, cielos santos!- gritó mi madre-. ¡Qué desgracia sobre nuestra casa, y con tu pobre padre enfermo!

Entretanto, a mí no se me ocurría la más insignificante idea para socorrer al capitán, convencido de que había sido herido de muerte en su encarnizado combate con aquel extraño. Traje el ron para asegurarme de ello,y traté de hacerlo pasar por su garganta; pero tenía los dientes terriblemente apretados unos contra otros, y sus quijadas estaban tan duras como si hubieran sido de acero. Fue para nosotros entonces un grandísimo alivio al ver abrirse la puerta y aparecer en ella al doctor Livesey, que venía a hacer a mi padre su visita diaria.

-¡Oh, doctor!- exclamamos mi madre y yo a la vez-. ¿Qué haremos? ¿En dónde estará herido?

-¿Herido?- dijo el doctor, ¡Qué va a estarlo! Ni más ni menos que ustedes o yo. Este hombre acaba de tener un ataque, como yo se lo había pronosticado. Ahora bien, señora Hawkins, corra usted arriba y, si es posible, no diga usted a nuestro enfermo ninguna palabra de lo que pasa. Por mi parte, mi deber es tratar de hacer cuanto pueda por salvar la vida tres veces inútil de este hombre. Anda, pues tú, Jim, y trae una palangana.

Cuando volví el doctor había ya descubierto el nervudo brazo del capitán, desembarazándolo de sus mangas. Todo el aparecía pintado con esas figuras indelebles que se dibujan en el cuerpo los marineros y los presidiarios. “Buena suerte” decía una de sus inscripciones y, en otras, “Vientos prósperos”, “Capricho de Billy Bones” se podía leer, en caracteres claros y cuidadosamente ejecutados sobre el antebrazo. Un poco más arriba, cerca del hombro, se veía un esbozo de patíbulo y, pendiente de él, un hombre ahorcado; todo, según a mí me pareció, ejecutado con bastante destreza y propiedad.

- ¡Profético!- dijo el doctor, tocando este último dibujo con su dedo- Y ahora, maese Billy Bones, si tal es su nombre, vamos a ver de qué color es su sangre.

Acto seguido tomó su lanceta y con gran habilidad picó una vena. Una gran cantidad de sangre salió antes de que el capitán abriera los ojos y echase en torno suyo una mirada vaga y anublada. Reconoció, luego, al doctor, a quien miró con un ceño imposible de equivocar; en seguida me miró a mí, y mi presencia pareció aliviarle un tanto. Pero, de repente, su color cambió de nuevo; trató de enderezarse por sí solo e inmediatamente exclamó:

-¿Dónde está Black Dog?

-Aquí no hay ningún Black Dog- díjole el doctor-, como no sea el que tiene usted dibujado sobre su espalda. Ha seguido usted bebiendo ron, y, como yo se lo había anticipado, ha venido un ataque. Muy contra mi voluntad me he visto obligado, por deber, a atenderlo, pudiendo decir que casi he sacado a usted de la sepultura. Y, ahora, señor Bones…

-Ése no es mi nombre- interrumpió él.

-No importa- replicó el doctor-, es el nombre de cierto filibustero a quien yo conozco, y le llamo a usted por él en gracia de la brevedad. Lo único que tengo que añadir es esto: un vaso de ron no le haría a usted ningún daño; pero si usted toma uno, tomará otro, y otro después, y apostaría mi peluca a que, si no se contiene, se morirá en muy breve tiempo, ¿entiende usted esto? Se morirá y se irá al mismísimo infierno, que es el lugar que le corresponde, como lo reza la Biblia. Ahora, vamos; haga un esfuerzo. Yo le ayudaré por esta vez a llevarlo a su cama.

Entre los dos, y no sin trabajo, logramos llevarlo a su cuarto, y acostarlo sobre su lecho, en cuya almohada dejó caer pesadamente la cabeza, como si se sintiera desmayar.

-Ahora, recuérdelo bien- dijo el doctor-; para descargo de mi conciencia debo repetirle que para usted ron y muerte son dos palabras de un mismo significado.

Dicho esto, se alejó de allí para ir a ver a mi padre, tomándome del brazo para que lo acompañase.

-Eso no es nada- dijo en cuanto hubo cerrado la puerta detrás de sí-. Le he extraído suficiente sangre para mantenerlo por bastante tiempo. Debe quedarse por una semana en cama; es lo menos malo para él y para ustedes; pero un nuevo ataque traería inevitablemente la muerte.



Capítulo 3

La mancha negra


Cerca de mediodía me detuve en el umbral del cuarto del capitán. Lo encontré casi en la misma posición en que lo habíamos dejado, sólo que un poco más hacia arriba, pareciéndome al mismo tiempo, más débil y algo excitado.

-Jim- me dijo-, tú eres el único que vale aquí algo,y sabes muy bien que siempre he sido bueno para contigo. Jamás he dejado de darte, cada mes, tu moneda de cuatro peniques. Ahora, pues, chiquillo…, mira…, yo me siento muy abatido y abandonado de todo el mundo… Por lo mismo…, Jim…, vamos…, y traeme, ahora mismo, un vasillo de ron, ¿verdad, compañero?

-El doctor… comencé yo a decir.

Pero el me interrumpió, maldiciendo al doctor con una voz débil pero de todo corazón:

-Los médicos son todos unos lampazos- dijo-, y ese doctor de aquí, ¡vamos!, ¿qué sabe de los hombres de mar? Yo he estado en tierras calientes como brea hirviente, he visto a los hombres caer a mi alrededor presa de la fiebre amarilla mientras la tierra bendita sacudida por los terremotos se levantaba en olas como el mar. ¿Que sabe el doctor de tierras como esas?… Y yo vivía de ron, puedes creerlo. El ron ha sido para mí alimento y bebida, hemos sido como marido y mujer; y si no puedo tomar mi ron ahora que soy un pobre casco de barco viejo y abandonado en una playa de sotavento, mi sangre caerá sobre tí, Jim, y sobre ese lampazo de doctor-. Aquí lanzó una sarta de juramentos-. Mira Jim, como tiemblan mis dedos- continuó diciendo en tono plañidero-. No puedo tenerlos quietos, no puedo. No he tomado ni una gota de ron en este bendito día. Ese doctor está loco, te digo. Si no tomo un trago de ron, Jim, tendré pesadillas; he tenido algunas. He visto al viejo Flint en ese rincón, detrás de tí; ví su misma imagen; y si tengo pesadillas, como soy un hombre que ha vivido una vida muy ruda, resucitaré a Caín. Tu doctor dijo que un vaso no me haría daño. Te daré una guinea de oro por un vasito, Jim.

Se excitaba cada vez más y esto me alarmó por mi padre, que aquel día estaba muy decaído y necesitaba calma; además, me tranquilizaban las palabras del doctor que el capitán acababa de mencionar. Algo ofendido por el ofrecimiento de soborno, dije:

-No quiero su dinero, sino sólo lo que usted le debe a mi padre. Le daré un vaso y nada más.

Cuando se lo traje, se apoderó de él con avidez y lo apuró.

-¡Ah! Sí, esto va mejor, ciertamente. Y ahora, camarada, ¿dijo el doctor cuánto tiempo tendré que estar acostado en este viejo camarote?

-Al menos una semana- contesté.

-¡Rayos!- gritó-. ¡Una semana! No puede ser; en ese tiempo ya me habrían enviado la mancha negra. Los haraganes en este momento ya han sabido de mí; marineros de agua dulce, incapaces de conservar lo que tienen y que quieren arrebatar lo que pertenece a otros. ¿Es esta una conducta digna de marineros, veamos? Pero yo soy ahorrador, jamáshe derrochado un buen dinero mío, ni lo he perdido tampoco. Yo sabré pagárselas una vez más. No les tengo miedo; les soltaré otro rizo y ya los haré virar de bordo, chico, ¡ya lo verás!

En tanto que así hablaba, habíase levantado de la cama, aunque con gran dificultad, agarrándose a mi hombro con gran dificultad y con una presión tan fuerte que casi me hizo llorar, y moviendo sus piernas como si fuesen un peso muerto. Sus palabras, que, como se ve, estaban rebosando un pensamiento activo y lleno de vida, constrastaban tristemente con la debilidad de la voz en que eran pronunciadas. Cuando se hubo sentado en el borde de la cama, se detuvo un poco y, luego, murmuró:

-Ese doctor me ha hundido, los oídos me zumban. Acuéstame otra vez.

Pero antes de que me hubiera adelantado para complacerlo, el había caído de espaldas, en su posición anterior, en la cual permaneció silencioso por algún rato.

-Jim- me dijo al cabo-, ¿has vuelto a ver a ese marinero?

-¿A Black Dog?- le pregunté.

-¡Ah, Black Dog!- exclamó él-. Black Dog es un perverso; pero hay alguien que es peor, que le obliga a serlo. Ahora bien; si no fuera posible marcharme de aquí de ninguna manera, y si me envían la mancha negra, acuérdate de que lo que ellos buscan es mi viejo cofre de a bordo… Montas en un caballo…, lo harás, ¿no es cierto?… montas en un caballo y vas a ver…, pues si… no tiene remedio… a ese doctor del demonio y le dirás que se de prisa en reunir a todas sus gentes…, magistrados y cosas por el estilo…, y que haga rumbo con ellos y los traiga aquí, a bordo del Almirante Benbow, lo mismo que a todo lo que haya quedado de la vieja tripulación de Flint, hombres y grumetes. Yo fui primer piloto, sí, primer piloto del viejo capitán Flint, y soy el único que conoce el sitio verdadero. É1 me lo descubrió en Savannah, cuando estaba, como yo he estado hoy, próximo a la muerte. Pero tú no lo denunciarás, a menos que logren hacerme llegar su mancha negra, o en caso de que vuelvas a ver nuevamente a ese Black Dog, o a un marinero con una pierna sola…

-Pero, ¿qué significa esa mancha negra, capitán?- pregunté.

-Esto no es más que una advertencia, chico- me contestó. Yo te lo explicaré, si ellos logran lo quieren. Entretanto, Jim, ten siempre tu ojo alerta, y por mi honor te juro, que tú serás mi socio a partes iguales.

Divagó todavía un rato más. Su voz era, por instantes, más y más débil. Le di en seguida su medicina, que el apuró como un niño, sin hacer la más ligera observación, y añadió luego:

-Si alguna vez un marino ha querido drogas, ése soy yo, ahora.

Después de decir esto, cayó en un sueño profundo, muy parecido al desfallecimiento, y en este estado lo dejé. ¿Qué es lo que yo debía haber hecho, entonces, para que todo hubiera salido bien? No sé. Probablemente, debí haber contado todo al doctor, porque el hecho es que yo me encontraba en una angustia mortal temiendo que, cuando menos, se arrepintiera el capitán de sus confidencias y quisiera dar buena cuenta de mí. Pero la muerte de mi pobre padre, ocurrida aquella noche, me obligó a dejar delado cualquier otra cosa. Nuestra pesadumbre natural, las visitas de los vecinos, los arreglos del funeral y todo el que hacer de la posada, que había que desempeñar en el ínterin, me tuvieron tan ocupado, que no tuve tiempo para acordarme del capitán y mucho menos para pensar en tenerle miedo.

A la mañana siguiente, bajó por sí solo, según creo, a la sala; tomó sus alimentos como de costumbre, aunque mucho menos que de costumbre, y, en cambio, consumió mayor cantidad de ron que de ordinario, pues él se sirvió, por su propia mano, en la cantina, enfurruñado y resoplando por la nariz visto lo cual ninguno se atrevió a contrariarlo. Y esa noche, la víspera del entierro, el capitán estaba tan borracho como de costumbre y era, en verdad, una cosa escandalosa en aquella casa sumida en el luto y la desolación, oírle cantar su eterna y horrible canción marina. Pero, aun abatidos y tristes como estábamos, no dejaba de preocuparnos la idea del peligro de muerte que sobre aquel hombre se cernía, tanto más cuanto que el doctor había sido urgentemente llamado a mucha distancia de nuestra casa, para asistir a un enfermo, y después de la muerte de mi padre, no volveríamos a verlo por mucho tiempo.

He dicho que el capitán se hallaba débil, y la verdad es que no sólo lo estaba, sino que parecía decaer más y más visiblemente en vez de recuperar su salud. Yo lo veía subir y bajar la escalera sumamente agitado; y ya iba de la sala a la cantina, ya de la cantina a la sala; ya medio se asomaba a la puerta exterior de la casa como para aspirar las brisas salobres del mar, sosteniéndose en las paredes para no caer, y respirando fuerte y aprisa como un hombre que asciende la pendiente abrupta de una montaña. No volvió a conversar reservadamente conmigo y yo creo que había olvidado sus confidencias; pero su carácter se había vuelto cambiante, y, teniendo en cuenta su debilidad, más violento que nunca. Cuando estaba ebrio, solía poner junto a sí, sobre la mesa y desenvainado, su enorme alfanje o cuchilla. Pero, como contraste, se preocupaba menos de los concurrentes, absorto enteramente en sus propios pensamientos, sin hablar casi nada, pero divagando un poco. Una vez, por ejemplo, con grandísima sorpresa nuestra, comenzó a dejar oír un canto nuevo para nosotros: era una especie de sonatilla amorosa, de gente del campo, que el debió haber aprendido en su juventud, antes de que se dedicara a la carrera de marinero.

De este modo siguieron las cosas hasta el día siguiente al entierro de mi padre. Como a las tres de una tarde nebulosa, helada y desagradable, estaba hacía unos momentos parado en la puerta del establecimiento, lleno de tristes y desconsoladoras ideas acerca de mi pobre padre, cuando noté que alguien se acercaba por el camino lentamente. Era un hombre al parecer ciego, porque tanteaba delante de sí con un palo y llevaba puesta sobre sus ojos y nariz una gran venda verde. Elevaba una pronunciada joroba, que podía ser por efecto del peso de años o de alguna enfermedad. Vestía una vieja y andrajosa capa marina con un capuchón, que le daba un aspecto deforme y horroroso. Yo nunca he visto, en mi vida, una figura más horripilante y espantosa que aquélla. Detúvose un instante cerca de la posada y, levantando la voz en tono de canturria extraña y gangosa, lanzó al viento esta súplica:

-¿Querrá algún alma caritativa informar a un pobrecito ciego que ha perdido el don preciosísimo de la vista en defensa voluntaria de su patria, Inglaterra (así bendiga Dios al rey Jorge), en dónde o en qué parte de este país se encuentra ahora?

-Está usted en la posada del Almirante Benbow- le informé.

- Oigo una voz, una voz de joven- me replicó él-.¿Quisiera usted darme su mano y guiarme adentro, mi buen y amable niño?

Tendíle mi mano y, rápidamente, aquella horrible criatura sin vista que tan dulcemente hablaba se apoderó de ella e una garra. Asustéme tanto que pugné por desasirme; pero me atrajo hacia sí con una sola contracción de su brazo.

-Ahora, muchacho- me dijo-, llévame adonde está el capitán.

Señor- le contesté-, bajo mi palabra, le aseguro que no me atrevo.

-¡Oh!- replicó el con una risita burlona-, llévame en el acto, o te destrozo el brazo. Y así diciendo, aumentó la presión de su mano de manera tan brutal que me obligó a lanzar un grito.

-Señor- añadí entonces-, si no me atrevo, es por usted. El capitán ya no es el mismo… Ahora tiene siempre junto a sí una cuchilla desenvainada. Otro caballero…

-¡Vamos, vamos, en marcha!- me interrumpió el ciego, con voz tan áspera, tan fría, tan ingrata y tan espantosa, como no he vuelto a oír jamás otra en mi vida. Me atemorizó más todavía que el dolor que antes había sentido, así es que, sin vacilar, le obedecí, llevándolo directamente hacia la sala, en donde nuestro filibustero permanecía sentado, entregado a su placer favorito.

El ciego se mantenía junto a mí, sujetándome con su mano formidable, y dejando cargar sobre mí más peso de su cuerpo del que yo podía razonablemente, soportar.

-Llévame derecho adonde está él- me repitió-, y cuando esté yo a su vista, grítale: “Bill, aquí está uno de sus amigos”. Si no lo haces así, yo te repetiré este juego.

Y diciendo esto volvió a retorcerme el brazo de una manera tan brutal y dolorosa, que creí que iba a desmayarme. Fue tal el terror que sentí por el mendigo ciego, que me olvidé de mi antiguo miedo al capitán, y tan pronto como abrí la puerta de la sala, exclamé, como me había ordenado:

-¡Bill, aquí está uno de sus amigos!

El pobre capitán levantó los ojos y bastó una sola mirada para que huyeran de su cabeza los humos que el ron había alojado en ella y se pusiera de todo punto natural y despejado. La expresión de su rostro no era tanto ya de terror como de mortal y angustiosa agonía. Hizo un movimiento para ponerse en pie, pero no creo que le quedaban fuerzas suficientes para realizarlo.

-Veamos, Bill- le dijo el mendigo-, no hay por qué incomodarse; quédate allí sentado en donde estás. Aunque no puedo ver puedo oír, sin embargo, hasta el movimiento de un dedo. No hablemos mucho; vamos al asunto; negocio es negocio. Levanta tu mano izquierda…, muchacho, toma su mano izquierda por la muñeca y acércala a mi mano derecha.

Ambos obedecimos como fascinados, al pie de la letra, y noté, entonces, que el ciego hacía pasar a la del capitán algo que traía en la mano misma con que empuñaba su bastón. El capitán apretó y cerró aquello en la suya nerviosa y rápidamente.

-¡Ya está hecho!- dijo entonces el ciego, y al pronunciar estas palabras, se desasió de mí bruscamente, y con increíble exactitud y destreza, salió, de por sí, fuera de la sala y se lanzó al camino real, sin que yo hubiera podido todavía moverme del sitio en que me hallaba, como petrificado, cuando ya se había perdido, a lo lejos, el tap-tap de su caña tanteando, a distancia, sobre la vía por donde marchaba.

Pasó algún tiempo antes de que el capitán y yo nos recuperamos; pero al cabo, v casi en el mismo instante, solté su puño; lanzó él una mirada ansiosa a lo que tenía en la palma de la mano y, en seguida, exclamó, poniéndose violentamente de pie:

-¡A las diez!… ¡Aún es tiempo! Al decir esto y al ponerse en pie, vaciló como un hombre ebrio, se llevó ambas manos a la garganta, se quedó oscilando por un momento y, luego, con extraño ruido se desplomó cuan largo era, dando con su rostro en el suelo.

Yo me precipité hacia él, llamando a gritos a mi madre. Pero todo apresuramiento era vano. El capitán yacía exánime, fulminado por un ataque de apoplejía. ¡Cosa extraña y curiosa! Yo, que no había sentido jamás cariño por aquel hombre, aun cuando en sus últimos días me inspirase una gran compasión, tan pronto como comprobé su muerte, rompí en un verdadero torrente de lágrimas. Aquélla era la segunda muerte que yo veía, y el dolor de la primera estaba todavía demasiado reciente en mi corazón.



Capítulo 4

El cofre del muerto


Naturalmente, me faltó tiempo para decir a mi madre todo lo que sabía. Quizás hubiera debido decírselo antes. Luego de un breve análisis de la situación, vi que nos encontrábamos en una posición sobre manera difícil. Parte del dinero de aquel hombre -si alguno tenía- nos lo debía; pero no era muy presumible que por pagar las deudas del difunto los extraños y siniestros camaradas del capitán, sobre todo aquellos dos que ya me eran conocidos, consintieran en deshacerse de parte del botín que pensaban repartirse. Cumplir la orden que el capitán me había dado, como se recordará, de que saltase al punto sobre un caballo y corriese en busca del doctor Livesey, hubiera dejado a mi madre sola y sin protección, por lo cual no había que pensar en ello.

Lo cierto es que no nos era posible a ambos el permanecer mucho tiempo en la casa; los rumores más insignificantes, como el carbón cayendo en la hornilla del fogón de la cocina, el tic-tac del reloj de pared y otros por el estilo, nos llenaban de terror supersticioso. Un ruido apagado de pisadas cautelosas que se acercaban a las inmediaciones de la posada, llenaba el ambiente tétrico y así, entre el cadáver del pobre capitán yaciendo sobre el piso de la sala, y el recuerdo de aquel detestable y horroroso pordiosero ciego, rondando, quizá muy cerca y, tal vez, pronto a volver, momentos había en que, como suele decirse, no me llegaba la camisa al cuerpo.

Era preciso adoptar una resolución inmediata, cualquiera que fuese, y, al fin, se nos ocurrió irnos juntos y pedir socorro en la aldea cercana. Dicho y hecho. Tal como estábamos, con la cabeza descubierta, salimos corriendo, al atardecer y entre la niebla.

Era ya noche cerrada cuando llegamos a la aldea, y jamás olvidaré lo mucho que me animó el ver, con puertas y ventanas, el brillo amarillento de las luces; aunque, ¡ay!, como después se vio, aquél era el único auxilio que podíamos esperar por aquel lado. Porque no hubo un solo -por más vergonzoso que esto sea para aquellos hombres-, no hubo quien consintiera en acompañarnos de vuelta al Almirante Benbow. A medida que detallábamos nuestras desgracias, veíamos que hombres, mujeres y niños se aferraban más en quedarse al abrigo de sus hogares. El nombre del capitán Flint, por más que para mí era completamente extraño, era bastante conocido para algunos de aquellos campesinos y bastaba el sólo nombrarlo para llevar el terror a sus corazones. Algunos de aquellos hombres, que habían estado trabajando en el campo, en las cercanías del Almirante Benbow, recordaban, además, haber visto a varios extraños, en el camino y tomándolos por contrabandistas, los habían obligado a alejarse; otros aseguraban haber visto una especie de bote de vela cuadrada en la parte de la costa que llamábamos el Agujero del Gato. Por lo visto, la sola mención de un simple camarada del capitán era suficiente para producir un terror mortal a aquellas gentes. Y si bien después de dar muchas vueltas encontramos a algunos dispuestos a montar e ir para hacer venir al doctor Livesey enterándolo de lo que sucedía, y el cual se hallaba en dirección contraria a la posada, lo cierto es que ninguno quiso venir a ayudarnos a defenderla. Se dice que el miedo es contagioso; pero, en cambio, la elocuencia posee fuerza de convicción, así que, cuando cada uno hubo expresado su opinión, mí madre les dirigió un pequeño discurso.

-Yo declaro- dijo, entre otras cosas- que jamás consentiré, en perder dinero que pertenece a mi hijo huérfano, y si ninguno de ustedes se atreve a ayudarnos, Jim y yo nos atreveremos a todo. Ahora mismo nos volveremos por donde hemos venido, y pocas gracias doy a ustedes, camastrones, desentrañados, corazones de conejos. Solos abriremos ese cofre; aunque nos cueste la vida ese atrevimiento .Gracias mil a usted, señora Crossley, por este saquillo que me ha prestado, en el cual traeré mi “muy mío”, y muy legítimo dinero.

Naturalmente, yo ratifiqué que iría con mi madre, y lo es también que todas aquellas gentes protestaron contra nuestra temeridad; pero, con todo, no hubo uno sólo que se resolviera a acompañarnos. Todo lo más que hicieron fue darme una pistola cargada por si acaso nos atacaban, y prometernos que tendrían listos los caballos ensillados para el caso de que fuésemos perseguidos en nuestra vuelta. Mientras, un muchacho iría en busca del doctor para pedir auxilio de gente armada.

Mi corazón latía violentamente cuándo mí madre y yo retornábamos, en medio de aquella noche helada, para afrontar tan temible y peligrosa aventura. La luna llena comenzaba a levantar su disco rojizo sobre las vagas siluetas de las nieblas del horizonte, el cual nos incitaba a acelerar el paso, porque no tardaría en quedar todo inundado de una diáfana claridad y nuestra partida quedaría expuesta, por lo mismo, a los ojos vigilantes de nuestros enemigos. Deslizándonos cautelosamente a lo largo de los setos y vallados sin hacer el menor ruido, y sin ver ni oír nada que aumentase nuestras zozobras, logramos, con gran consuelo nuestro que la puerta de la posada se cerrara tras de nosotros. Corrí instintivamente el cerrojo tan pronto como entramos, y nos quedamos por un momento en medio de la oscuridad, Jadeantes y palpitantes, sin más compañía que el cadáver del capitán. Mi madre fue al mostrador y tomó una bujía y, asidos ambos de las manos, nos introdujimos en la sala.

-Corre las persianas, Jim- murmuró mi madre-; podría suceder que viniesen a espiarnos desde afuera. Y ahora- añadió, cuando su orden fue ejecutada-, tenemos que buscar la llave de eso y veremos quién es el que lo caza.

Me puse de rodillas inmediatamente. En el suelo, muy cerca de la mano del difunto, me encontré un disco pequeño de papel, ennegrecido de un lado. No dudé de que esto era la mancha negra a que él se había referido, y, levantándolo, encontré escrito, al otro lado, en letra muy buena y muy clara, esta intimación lacónica: “Se te da de plazo hasta las diez de esta noche”.

-Le dieron de plazo hasta las diez, madre- dije, y no bien acababa de pronunciar estas palabras, cuando nuestro viejo reloj crujió y comenzó a sonar pausadamente sus campanadas haciéndonos estremecer con un movimiento involuntario.

-¡Una…, dos…, tres…, cuatro…, cinco…, seis! ¡Las seis! Son las seis; apenas… tenemos tiempo, Jim- dijo mi madre. Ahora, veamos; ¡esa llave!

Busqué en cada uno de sus bolsillos; algunas pequeñas monedas, un dedal, un poco de hilo, agujas gruesas, un pedazo de tabaco de pipa, su navaja de mango corvo, una brújula de bolsillo y una cajita con eslabón y yesca, fue todo lo que encontré.

-Tal vez la tenga colgada al cuello- sugirió mi madre, al notar mi desconcierto.

Sobreponiéndome a una gran repugnancia, me resolví a abrirle la camisa, y allí, suspensa de un sucio cordoncillo alquitranado que me di prisa a cortar con su propia navaja, estaba la llave que buscábamos. Esta primera victoria entonó nuestro valor y llenos de esperanza nos apresuramos a subir a la habitación del difunto, en la que había dormido por tan largo tiempo y en la cual su cofre de a bordo había permanecido desde el día de su llegada.

Era un cofre de marino común y corriente, sólo que por fuera llevaba esta inicial: B, hecha con un hierro candente, y las esquinas aparecían un poco rotas y estropeadas, debido, tal vez a un uso largo y poco cuidadoso.

-Dame esa llave- dijo mi madre; y a pesar de que la chapa estaba muy dura, la abrió y levantó la tapa del baúl en un abrir y cerrar de ojos.

Un fuerte olor a tabaco y a brea salió inmediatamente del interior; pero nada pudimos ver en el compartimento de arriba, con excepción de un traje de muy buena tela cuidadosamente cepillado y doblado, que, según dijo mi madre, jamás debió haber sido usado. Abajo de el comenzaba la miscelánea: un cuadrante, una cajilla de hojalata, varios palillos de tabaco, dos pares de muy buenas y hermosas pistolas, un trozo de lingote de plata, un antiguo reloj español y algunas otras baratijas de poco valor, en su mayor parte de estructura extranjera; un par de brújulas montadas en latón y cinco o seis extrañas y curiosas conchas de los mares de las Indias Occidentales. Con frecuencia he pensado después, para qué había traído y guardado aquellos mariscos en el transcurso de su azarosa, culpable y agitada vida.

Entretanto, no habíamos encontrado nada de valor, excepto la barrilla y las baratijas de plata, que, por cierto, no era lo que buscábamos. Debajo había un viejo capote de a bordo, blanqueado de salobre, que mi madre levantó con impaciencia, descubriendo a nuestra vista las últimas cosas que contenía el cofre, que eran éstas: un paquete o legajo de papeles, envueltos cuidadosamente en tela impermeable, y una talega de cáñamo, que nos bastó agitar para que su sonido nos dijese que contenía oro.

-Yo les probaré a esos pícaros- prorrumpió mimadre- que soy una mujer honrada. Tomaré de aquí lo que se nos debe y ni un solo penique más. Ten el saquito de la señora Crossley.

Y diciendo esto, comenzó a contar escrupulosamente el monto de lo adeudado, pasando las monedas de la talega del capitán al saquillo que yo sostenía abierto con mis manos.

Fue aquélla una operación larga y difícil, porque las monedas eran de todos los países y de todos los cuños imaginables; doblones y liuses de oro, guineas y piezas de a ocho, y no sé cuántas otras más todas mezcladas y en montón. Las guineas, además, escaseaban y ellas eran las únicas con que mi madre sabía contar.

Habríamos llegado a la mitad de nuestra tarea, cuando súbitamente tuve que poner mi mano sobre el brazo de mi madre e imponerle silencio, porque acababa de oír un rumor que hizo que el corazón me latiera de nuevo hasta querer salírseme por la boca; era el formidable tap-tap del bastón del mendigo ciego golpeando sobre la superficie helada del camino. Oí que se acercaba más y más, en tanto que nosotros procurábamos contener hasta la respiración. Por fin golpeó con firmeza la puerta de la posada y luego oímos, distintamente, que hacía jugar la perilla de fuera de la cerradura y el cerrojo crujía con los esfuerzos que aquel miserable hacía para entrar. Hubo un silencio largo y angustioso, tan fuera como dentro de la casa. Por fin, el tap-tap del bastón comenzó de nuevo y, con alegría indescriptible de nuestra parte, acabó extinguiéndose a lo lejos lentamente, hasta que, por último cesó porcompleto.

-Madre- le dije yo-, tome usted todo de una vez y vámonos.

Estaba seguro de que la puerta, con el cerrojo cerrado, debió de excitar las sospechas de aquel hombre y que, probablemente, nos echaría encima a todo su nido de gavilanes. Por lo demás, nadie que no se haya visto en presencia de aquel terrible ciego, puede explicarse cuánto me felicité de haber tenido antes la ocurrencia de correr el cerrojo cuando entramos.

Empero mi madre, azorada como estaba, no quiso tomar ni un céntimo más de lo que se nos debía; pero tampoco uno menos.

-Todavía no han dado las siete- dijo-; falta mucho aún; yo sé lo que me corresponde y lo que quiero a todo trance.

Aún discutía conmigo cuando un ligero silbido llegó hasta nosotros, lanzado a buena distancia sobre la loma. Aquello era tanto y más que bastante para nosotros dos.

-Me llevaré lo que he contado- dijo mi madre,

-Y yo tomaré esto para redondear la cuenta- agregué, apoderándome del lío de papeles envueltos en tela impermeable. Un instante después ambos bajábamos a toda prisa la escalera, dejando la vela junto al cajón vacío, y no tardamos sino pocos segundos en abrir la puerta exterior y ponernos en plena retirada. Un minuto más de dilación y hubiera sido ya demasiado tarde. La niebla se estaba desbaratando rápidamente y ya la luna brillaba con toda claridad en la parte elevada del terreno, a uno y otro lado nuestro, y apenas si quedaba ya un tenue velo a la orilla de la hondonada y las puertas de la taberna, para favorecer con su gasa, todavía no rota, los primeros pasos de nuestra fuga. Mucho antes de que hubiéramos podido llegar a la mitad del camino que lleva a la aldea, muy poco más allá del pie de la loma, debíamos penetrar forzosamente, en el espacio claro y descubierto alumbrado por la luna. Pero eso no fue todo: el rumor de pasos numerosos que se acercaban en tropel llegó hasta nuestros oídos, y, al mirar en dirección a ellos, pudimos notar, a causa de las oscilaciones de una lucecilla y de su rápida aproximación, que uno de los que se acercaban traía una linterna.

-Hijo mío- me dijo mi madre de repente-, toma el dinero y escápate corriendo. Yo siento que voy a desmayarme.

Pensé que era el fin de todo para nosotros.¡Cuánto detesté en aquel momento la cobardía de los vecinos, cuánto no desaprobé a mi pobre madre por su honradez y su avaricia, lo mismo que por su pasado atrevimiento y su extrema debilidad, en aquella hora! Para nuestra gran fortuna, en aquel instante nos encontrábamos sobre el pequeño puente; yo la sostuve lo mejor que pude, vacilante como estaba, hasta la extremidad de la ribera, en donde exhaló un suspiro y se dejó caer sobre mi hombro. No podré decir ahora cómo encontré en mí fuerzas bastantes para hacer lo que hice en aquellas criticas circunstancias, y aun me temo que lo que ejecuté lo llevé a cabo con cierta brusquedad; el hecho es que logré fuerzas para hacerla bajar conmigo el paredón de la hondonada, casi arrastrándola y colocándonos bajo el arco del mismo puente. Nada más pude hacer después de esto, porque el puentecillo era demasiado bajo para permitirnos otra cosa que el acurrucarme a mí debajo de él, dejando a mi madre casi enteramente afuera; pero quedando ambos a tan corta distancia de la posada, podíamos oír claramente lo que se hablara en ella.



Capítulo 5

Muerte del mendigo ciego


En cierta manera mi curiosidad pudo más que mis temores; comprendí que el permanecer allí no me traía más utilidad que la de pasarme agazapado Dios sabe cuánto tiempo, por lo cual trepé, como pude, una vez más, al paredón del barranco, y, ocultando mi cabeza entre las retamas, pude colocarme en posición de dominar desde allí toda la parte del camino que paga frente a nuestra puerta. Apenas había logrado acomodarme, cuando nuestros enemigos comenzaron a llegar en número de siete u ocho, a toda carrera, golpeando desacompasadamente los pies en el sendero y trayendo a la vanguardia al hombre de la linterna. Tres hombres corrían juntos, tomados de las manos, y yo comprendí, luego, aun a través de la niebla, que el que formaba el centro del trío no era otro que mi formidable mendigo ciego. Un momento después, su voz me probó que no me había equivocado:

-¡Abajo la puerta!- gritó.

-¡Bien, bien, señor!- contestaron dos o tres de los asaltantes, los cuales se precipitaron en tropel sobre la puerta de la posada, seguidos por el hombre de la linterna; pero luego los vi detenerse y cambiar algunas palabras en voz baja, como sorprendidos de haber encontrado abierta la misma entrada que se proponían forzar. Pero su sorpresa fue pasajera; el ciego volvió a lanzar órdenes, oyéndose su voz más fuerte y más levantada, como si se sintiera encendido por un grande anhelo y una violenta rabia almismo tiempo.

-¡Adentro, adentro, adentro!- les gritaba, profiriendo maldiciones y juramentos por lo que a el le parecía tardanza.

Cuatro o cinco se apresuraron a obedecer, permaneciendo dos, en el sendero al lado de aquel mendigo formidable. Hubo otra, pausa, no muy larga, y tras ella resonó una exclamación de sorpresa, seguida por una voz que clamó desde adentro: ¡Bill ha muerto!

Pero el ciego, lanzóles un tremendo y nuevo juramento, por su poca diligencia, añadiendo:

-Regístrelo alguno de ustedes, tramposos, vagabundos, ¡y los demás, arriba y a bajar el cofre!

Hasta mi escondite llegaba el ruido de las pisadas de aquellos hombres en los peldaños de madera de nuestra escalera; por tanto, es seguro que la casa entera debía retemblar con ella. En el momento se siguieron nuevas exclamaciones de sorpresa: la ventana del cuarto del capitán fue abierta de par en par con un empujón violento, acompañado de ruido de vidrios que se rompían. Un hombre apareció en ella, iluminado por la luz plena de la luna, y se dirigió al mendigo ciego, que se encontraba, como he dicho, en el camino, y, precisamente, debajo de la ventana recién abierta.

-Pew- le gritó-, nos han ganado de mano. Alguien ha registrado el baúl.

-¿Está eso allí?- preguntó.

-El dinero, sí- contestó el de arriba.

-¡Carguen mil diablos contigo y el dinero! Lo que yo pregunto es si está el manuscrito de Flint, ¡bergante!

-Por lo que he visto no hay nada- replicó el otro.

-Bueno; bajen y vean si está sobre el cadáver de Bill.

En ese momento, otro de la partida, probablemente el que se había quedado en la sala registrando el cuerpo del capitán, apareció en la puerta de la posada, diciendo:

-Bill ya ha sido registrado; no han dejado nada sobre el.

-Han sido las gentes de la posada, ha sido ese muchacho. De buena gana le hubiera arrancado los ojos- rugió el ciego Pew. No ha mucho que estaban aquí todavía; la puerta tenía cerrojo puesto cuando yo quise entrar. ¡A registrar, muchachos, a registrar y a encontrarlos!

Siguióse entonces una infernal batahola, un vaivén indecible dentro de la casa; ruidos de pisadas resonaban de un lado y otro; rumor de muebles arrojados al suelo; puertas abiertas a puntapiés; hasta las rocas repitieron, con sus ecos, aquel ruido infernal. Vióse entonces a todos aquellos hombres salir al camino, uno tras del otro, declarando que nada les quedaba que registrar y que, seguramente,no estábamos ocultos dentro de la casa. En aquel instante, el mismo silbido que tanto nos había alarmado a mi madre y a mí cuando contábamos el dinero del difunto capitán volvió a oírse clara y distintamente, en medio de la noche; pero, en esta ocasión, repetido dos veces. Yo había creído que ese sonido era algo como la trompeta del ciego, ordenando con ella a su tripulación lanzarse al abordaje; pero entonces comprendí que no era sino una señal soltada sigilosamente del lado de la loma en dirección de la aldea, y, según el efecto que ella produjo en nuestros filibusteros, era un aviso preventivo de algún peligro cercano

-Dirk ha silbado- dijo uno-, ¡y dos veces! ¡Tenemos que ponernos en guardia!

-¡Pon en guardia al infierno malandrín!- gritóle Pew-. Dirk siempre ha sido un cobarde y un tonto, y ustedes no deben hacerle caso. Esas gentes deben estar por aquí, muy cerca, las tenemos a mano, con seguridad. Revolvedlo y registradlo todo… ¿A qué hemos venido, si no, perros de Satanás? ¡Oh!, ¡por la vida del diablo!… ¡Si tuviera yo mis ojos!…

Estas exclamaciones parecieron producir algún efecto, pues dos de los de la banda comenzaron a registrar aquí y acullá, entre las duelas y trastos que había por afuera; pero con poca resolución, según me pareció, Y siempre teniendo un ojo listo para escapar al peligro que temían, mientras que los restantes estaban aún indecisos y vacilantes en el camino.

-¡Ah, imbéciles!- exclamaba el ciego-; tienen ustedes las manos puestas sobre millones, ¡y están ahí como idiotas, con los brazos cruzados! Todos ustedes pueden hacerse en un momento tan ricos como reyes con sólo encontrar eso, que muy bien saben que está por aquí, a su alcance, ¡y ninguno quiere hacer su obligación! ¡Bergantes! ¡Bergantes! Ninguno de ustedes se atrevió a presentarse a Bill, y tuve que hacerlo yo… ¡un ciego! Pues bien, no quiero perder la parte que me corresponde por culpa de ustedes. ¡Qué! ¿Voy a seguir siendo toda la vida un pordiosero que se arrastra chicaneando y trampeando por un miserable vaso de ron, cuando debo y puedo rodar en coches magníficos? ¡Si esas gentes se volvieran ojos de hormiga todavía deberían ustedes encontrarlas!

-Cierra tu escotilla, Pew- gruñó uno de los bandidos-. Por lo menos, hemos pescado los doblones.

-Es seguro que ellos habrán escondido bien el maldito lío- saltó otro-; pero no perdamos tiempo, toma tú los Jorges, Pew, y no estés ahí chillando.

Chillando era la palabra exacta, y, al oírla, la mal contenida cólera del ciego hizo explosión, excitada ya por las objeciones precedentes, tan furiosamente, que su excitación se sobrepuso a todo; así fue que, empuñando su grueso bastón, arremetió con el a sus secuaces, golpeando con rabia a derecha e izquierda, a pesar de su ceguera, llegando hasta mí los tremendos golpes que descargaba sobre los que no podían ponerse fuera de su alcance. Éstos, a su vez, respondieron vomitando las más horribles injurias y amenazas sobre el perverso ciego y se lanzaron sobre él pretendiendo apoderarse del garrote. Esta riña fue, para nosotros, la salvación, pues todavía estaban aquellos hombres empeñados en ella cuando el nuevo ruido del galope tendido de varios caballos se dejó oír hacia la cumbre de la loma, por el lado de la aldea. Casi en el mismo instante se percibió simultáneamente la luz y el trueno de un pistoletazo que partió del lado del vallado. Aquélla era, evidentemente, la última señal de peligro, porque los filibusteros se pusieron en fuga al instante, en precipitada carrera. Todos corrieron en dirección diferente; rumbo al mar; otros hacia la caleta; otros, oblicuamente, por la loma, y así los demás, de tal manera que, en menos tiempo del que necesito para contarlo, no quedaban ya ni trazas de ellos, excepto el ciego Pew. En cuanto a éste, lo habían abandonado, no sabré decir si por el pánico que de ellos se apoderó o en venganza de sus injurias y garrotazos. El hecho es que él estaba allí, detrás de todos, tanteando el camino con su bastón, loca y desesperadamente, y llamando a gritos a sus camaradas fugitivos. Finalmente, tomó por la peor dirección para él, rumbo a la aldea, y pasó a muy pocos pasos de mi escondite, clamando frenéticamente: -¡Juanillo, Black Dog, Dirk!- y otros nombres más-, Ustedes no dejarán aquí a su viejo Pew; compañeros… ¡no dejarán a su pobre Pew!

En aquel instante el ruido de los caballos llegó a la cumbre, y cuatro o cinco jinetes aparecieron sobre la loma, alumbrados por la luna y se precipitaron, a galope tendido, por el declive.

Comprendió entonces Pew su error; trató de volverse, prorrumpió en una maldición, y se dirigió hacia la zanja, en la cual rodó. En un segundo ya se había puesto en pie nuevamente e intentaba escapar; pero, descarriado ya como estaba, no hizo más que colocarse precisamente bajo el más próximo de los caballos que se acercaban. El jinete trató de evitarlo, pero fue en vano. El mendigo cayó, atropellado por el bruto, que le echó por tierra y estampó sobre el despedazándolo, entre sus cuatro herrados y poderosos cascos. Pew dejó oír un grito horrible y angustioso, que se perdió en el silencio trágico de la noche; cayó sobre un costado, giró luego débilmente con el rostro a tierra, y no volvió a moverse. Yo me enderecé entonces y saludé cortésmente alos jinetes, que retrocedían horrorizados, por el accidente ocurrido. No tardé en darme cuenta de quiénes eran ellos. Uno, que venía detrás de todos, era el muchacho que había ido a la aldea en busca del doctor Livesey; los demás eran aduaneros o guardas fiscales que aquél habla encontrado en su camino y con los cuales se había entendido para regresar sin pérdida de tiempo. La noticia de aquella extraña barca de vela cuadrada surta en el Agujero del Gato había llegado hasta el inspector Dance, que había resuelto hacer una excursión aquella noche en dirección a nuestras playas, circunstancia sin la cuales seguro que mi madre y yo habríamos perdido la vida. En cuanto a Pew, estaba muerto. Por lo que hace a mi madre a quien condujimos a la aldea, algunos baños de agua fría y algunas sales que le hicimos aspirar, le volvieron por completo conocimiento; y, aunque quedó enteramente exhausta por sus terrores, continuaba deplorando el resto del dinero que no quiso tomar. En el ínterin, el Inspector apresuró su marcha tanto cuanto pudo en dirección al Agujero del Gato; pero sus guardas tenían que desmontar e ir marchando a tientas por las escabrosidades de cañada, llevando del ronzal a los caballos, algunas veces conteniéndolos y, cautelosamente, con el temor de una emboscada. No fue pues ninguna sorpresa el que, cuando llegaron al lugar en que bien que la barca estaba fondeada, ésta se hubiera hecho ya a la mar, si bien estaba aún a cortísima distancia de la playa. No obstante la voz del Inspector pudo llegar hasta los fugitivos, uno de los cuales le gritó que se quitase de la luz de la luna, porque si no iría a saludarle algo de plomo en su cuerpo. No acababa de apagarse el eco de esta intimidación, cuando silbó una bala de mosquete rozando el brazo del señor Dance, y, acto continuo¡ la embarcación dobló la punta de la caleta y desapareció. El Inspector se quedó, según su propia expresión, “como pez. fuera del agua” y lo único que pudo hacer fue enviar un hombre a Bristol para prevenir al guardacostas del posible arribo de aquella embarcación, lo cual en su opinión era lo mismo que nada.

-Se han escapado, y se acabó. Sólo me alegro, eso sí mucho, de haberle pisado los callos a maese Pew, que, de no ser así, ya hubiera recibido noticias mías.

El Inspector ya estaba enterado de toda mi historia.

Volvi con él a la posada Almirante Benbow. Nadie podrá imaginarse el, cuadro de desolación, que encontré en nuestra casa. El reloj, con su gran caja de madera, había sido arrojado al suelo por aquellos bárbaros en su desesperada cacería, de la cual ni madre y yo éramos presa codiciada, y aun cuando nada se habían llevado, a excepción del talego con el dinero del capitán y algunas monedas de plata de nuestra gaveta, pude hacerme cargo, desde la primera ojeada, de que estábamos arruinados. El Inspector Dance no sacó nada en claro del espectáculo.

-Bueno, Hawkins- me dijo-; tú afirmas que ellos tomaron el dinero, ¿no es así? Entonces, ¿qué fortuna era la que buscaban aquí? ¿Más dinero, tal vez?

-No, señor, creo que no era dinero- le contesté-; yo creo tener aquí en mi bolsillo lo que ellos buscaban, y quisiera depositarlo en un lugar seguro.

-¿Para ponerlo a salvo, muchacho? Me parece muy bueno- dijo-. Yo me lo llevaré, si tú quieres.

-Yo pensaba tal vez que el doctor Livesey…- comencé yo a decir.

-¡Excelente! ¡Magnífico!- me interrumpió él en muy amable tono-; tu idea es inmejorable; él es todo un caballero y todo un magistrado. Y, ahora que pienso en ello, yo también debo ir allá a dar cuenta, ya sea a él, y al caballero Trelawney, de la muerte de ese maese Pew, que ya no tiene remedio. Y, no es que yo la deplore, no; sino que las gentes poco benévolas podrían recriminar por ella a un oficial del fisco de Su Majestad, si recriminación cupiese en este caso. Ahora, pues, Hawkins, si tú quieres, puedo llevarte conmigo.

Le di cordialmente las gracias por su ofrecimiento, y nos fuimos a pie a la aldea, en donde esperaban los caballos. Mientras ponía al tanto a mi madre de lo que iba a hacer, ya las cabalgaduras estaban ensilladas.

-Dogger- dijo el señor Dance-; tú llevas ahí un buen caballo; pon a este chiquillo en ancas.

No bien hube yo montado y asídome al cinturón de Dogger, el Inspector dio la señal de partida, y toda la caravana se puso en movimiento, saliendo al camino, a un trote bastante vivo y cruzando el puente que nos sirvió de escondite, con rumbo a la casa del doctor Livesey.



Capítulo 6

Los papeles del capitán


Trotamos durante todo el camino hasta que, por fin,nos detuvimos a la puerta de la casa del doctor Livesey, que permanecía exteriormente oscura.

El Inspector Dance me dijo que me apeara y llamase a la puerta, y Dogger me dio uno de sus estribos para que bajara por el. La puerta se abrió casiinmediatamente, y apareció la criada.

-¿Está en casa el doctor?- le pregunté.

-No- me contestó-, estuvo aquí por la tarde; pero volvió a salir con rumbo a la Universidad, en donde iba a comer y a pasar la velada con el caballero alcalde Trelawney.

-Entonces, vamos allá, muchachos- dijo el Inspector.

Esta vez, como la distancia que había que recorrer era muy corta, no volví a montar, sino que marché asido a la correa del estribo de Dogger, hasta la puerta del parque, y después por la larga avenida de los árboles, alumbrada a aquella hora, por el resplandor de la luna, en medio de viejos jardines, hasta la blanca silueta del grupo de edificios que forman la Universidad.

El criado nos condujo por un pasillo esterado, a cuyo extremo nos mostró la gran biblioteca, toda formada de inmensos estantes coronados de bustos de sabios de todas las edades. Allí encontramos al caballero alcalde Trelawney y al doctor Livesey, charlando animadamente, cigarro en mano, junto a un fuego vivificador.

Hasta aquella noche no había tenido la ocasión de ver de cerca al caballero Trelawney. Era un hombre de más de seis pies de estatura y de ancho proporcionado, con un rostro rudo, áspero, y encarnado, que sus largos viajes habían puesto así, como forrado por una mascara. Sus pupilas eran negras y se movían con gran vivacidad, por lo cual aparentaba poseer un temperamento, no diré malo, pero sí violento y altivo.

-Pase usted, señor Dance- dijo entonces, en tono benévolo y amable.

-Buenas noches, Dance- dijo, a su vez, el doctor, con una inclinación de cabeza- Y, buenas noches, tú también, amigo Jim. ¿Qué buenos vientos traen a ustedes por acá?

El Inspector se quedó de pie, derecho y tieso como un veterano, y contó lo acaecido como un estudiante que recita su lección. Era de verse cómo aquellos dos caballeros se acercaban insensiblemente, y qué miradas se dirigían uno al otro, embargándoles la sorpresa de tal modo, que hasta se olvidaron por completo de fumar sus cigarros. Cuando se les refirió cómo mi madre había vuelto sola conmigo a la posada, el doctor se dio una buena palmada en el muslo y el caballero Trelawney exclamó: -¡Bravo, bravo!

Y en su entusiasmo, arrojó su excelente habano a la chimenea. Mucho antes se había puesto de pie, y medía, a pasos agitados, la habitación, en tanto que el doctor, como si esto le ayudara a oír mejor, se había arrancado la empolvada peluca y se nos exhibía, haciendo una figura extraña con su negro cabello, cortado a peine, como se dice en términos de barbería.

Al fin el Inspector Dance concluyó su narración.

-Señor Dance -dijo el caballero-, es usted un hombre de noble corazón. En cuanto al hecho de haber atropellado a aquel perverso, lo considero como un acto meritorio, tal como el aplastar una alimaña venenosa. Por lo que se refiere a este buen mozalbete Hawkins, el ha sido el “triunfo” en este juego. Vamos, chicuelo, ¿quieres hacer el favor de tirar del cordón de esa campanilla? Es preciso que obsequiemos al señor Inspector con un buen vaso de cerveza.

-Por lo visto, Jim, tú crees tener en tu poder lo que esos malvados buscaban- dijo el doctor.

-Aquí lo tiene usted- dije, alargándole el paquete envuelto en tela impermeable.

El doctor lo tomó y le dio vueltas y más vueltas, como si sus deseos danzaran con la impaciencia de abrir aquello; pero, en vez de hacerlo así, depositó el paquete tranquilamente en su bolsillo.

-Caballero Trelawney- dijo-, así que el señor Dance haya tomado cerveza, tiene, por fuerza, que salir de nuevo, al servicio de Su Majestad; pero, en cuanto a Jim, me propongo hacer que se quede esta noche en mi casa. Así es que, con su permiso, propondría yo que le mandáramos dar una buena tajada de pastel frío para que cene.

-Como usted quiera, Livesey- dijo el caballero-. Hawkins tiene bien merecido su pastel.

Así pues, trajeron algo Mejor que un pastel frío. Dicho esto trajeron y colocaron en una mesita lateral un grande y apetitoso pastel de pichón, con el cual me despaché concienzudamente y muy a mi sabor, porque la verdad es que tenía tanto apetito como un halcón. Entretanto, el señor Dance recibía nuevos cumplidos, tomaba su cerveza, y concluía, al fin, por despedirse.

-Y, ahora, caballero…- dijo el doctor.

-Y- ahora, Livesey…- exclamó, el alcalde al mismo tiempo

-Cada cosa a su tiempo, como lo reza el proverbio- dijo el doctor Livesey riendo-; ¿usted ha oído hablar de ese Flint?

-¡Sí he oído hablar de él!- exclamó el caballero-. ¡Sí he oído de él! Pues ha sido el más sanguinario filibustero que jamás cruzado el océano… Barbarroja era un niño de pecho junto el. Los españoles le tenían un miedo tan horrible que, debo decirlo con franqueza, me sentía yo orgulloso de que Flint fuese un inglés. He visto con mis ojos, las velas de su navío, a la altura de la Trinidad, y el cobarde hijo de borrachín con quien yo había embarcado hizo proa atrás, refugiándose a toda prisa en Puerto España.

-Está bien- dijo el doctor-; también yo he oído hablar de él en Inglaterra; pero la cuestión es ésta: ¿tenía dinero?

-¡Dinero! -exclamó el caballero Trelawney-, ¡ha oído usted cosa! ¿Pues qué es lo que esos villanos buscaban, si no dinero? ¿Les importa a ellos nada que no sea dinero? ¿Y por qué otra cosa arriesgaban sus viles pellejos que no fuese dinero?

-Eso lo veremos pronto- replicó el doctor-, pero usted tan, excitado que no acierto a sacar en limpio lo que deseo. Lo que yo quiero saber es esto: suponiendo que tenga yo en aquí, la clave para descubrir el punto en que Flint ha sepultado un tesoro, ¿el tal tesoro será algo que valga la pena?

-¡Que valga la pena! ¡Por San Jorge! Valdrá nada menos que esto si tenemos esa clave que usted sospecha; yo fletaría un bluque en Bristol y llevaré con él a usted y a Hawkins, y créame que encontraré el tal tesoro aunque deba buscar un año entero.

-Muy bien; ahora, pues, si Jim consiente, abriremos este paquete- dijo el doctor poniéndolo sobre la mesa.

El envoltorio estaba cosido, y el doctor tuvo que sacar sus tijeras y cortar las hebras que lo aseguraban. Dos cosas aparecieron: un cuaderno y un papel sellado.

-Primero examinaremos el cuaderno- rió el doctor.

Tanto el caballero alcalde como yo estábamos observando por encima de su hombro, cuando lo abrió, porque el doctor me había invitado a que me acercase, sin ceremonias, dejando la mesa donde había cenado, para participar en el placer de la investigación. En la primera página no había más que rasgos de manuscrito, como los que un hombre con una pluma en la mano puede hacer por vía de práctica o de entretenimiento. Una de las frases escritas era la misma que el tatuaje de su brazo: “Caprichos de Billy Bones”. Luego se leía esto: “Maese W. Bones, segundo de a bordo”. Luego: “No más ron”, “Cerca de Cayo Palma lo hubo” y algunos otros motes y palabras sueltas, en su mayor parte ininteligibles. No pude prescindir de que se excitara mi curiosidad pensando quién sería el qué lo hubo y qué fue lo que hubo. Lo mismo podría tratarse de una buena estocada en la espalda que de otra cosa cualquiera.

-No sacaremos de aquí gran cosa en limpio- dijo el doctor, volviendo la hoja.

Las diez o doce páginas siguientes estaban llenas con una curiosa serle de entradas. En la extremidad de cada una de las línea se veía una fecha, y, en la otra, una suma de dinero, como en los libros de cuentas comunes y corrientes; pero, en vez de palabras explicativas, sólo se encontraba un número variable de cruces entre una y otra. En la fecha marcada, 12 de junio de 1745, por ejemplo se veía claramente que la cantidad de setenta libras esterlinas se debía a alguno, y no se veían sino seis cruces para explicar la causa u origen de la deuda. En algunos lugares, para mayor seguridad, añadía el nombre de alguna región, como “A la altura de Caracas” o bien una mera cita geográfica de latitud y longitud,como 53° 17’ 20” y 19° 2’ 40”. Aquel memorándum abarcaba un período de muy cerca veinte años, aumentando, como era natural, los guarismos a medida que el tiempo avanzaba, hasta que, al último, se veía el total sumado, después de cuatro o cinco adiciones equívocas rectificadas, y, por todo apéndice, estas tres palabras: “Bones, su montón”.

-No le hallo a esto ni pies ni cabeza- dijo eldoctor.

-Pues la cosa es clara como la luz del mediodía- exclamó el caballero alcalde- éste es el libro de cuentas del malvado sabueso. Esas cruces ocupan allí el lugar de los nombres de buques y aldeas que echó a pique o entró a saquear. Las sumas no son más que la parte que en cada hazaña de ésas tocó a nuestro escorpión, y en donde había algún error ya ve usted que cuidaba de añadir al que aclarara, como “A la altura de Caracas”, ya puede usted colegir, por esta inscripción, que algún desdichado buque fue tomado al abordaje a la altura de las costas mencionadas. ¡Dios tenga piedad de las pobres almas que tripulaban esa barca, hace tiempo convertidos en coral!

-¡Exacto!- dijo el doctor-. Vea usted lo que es haber viajado. ¡Exacto! Y el monto aumenta a medida que asciende en categoría.

Muy poco más había en el libro, excepto determinaciones geográficas de algunos lugares anotados en las hojas en blanco, hacia el fin del cuaderno, una tabla para la reducción de monedas francesas, inglesas y españolas, a un valor común.

-¡Hombre precavido!- exclamó el doctor-. No era de los que se dejan engañar.

-Ahora- prosiguió el caballero alcalde-, veamos lo otro.

El papel cuyo examen seguía estaba sellado en diversos puntos, habiéndose usado un dedal por vía de sello, tal vez el mismo que había yo encontrado en la bolsa del capitán. El doctor abrió los, sellos con gran cuidado, y apareció, entonces, el mapa de una isla con su latitud, longitud, sondas, nombres de montañas, bahías, caletas, abras, y todos los pormenores necesarios para poder llevar un buque a anclar a salvo, en sus costas. Parecía como de unas nueve millas de largo y cinco de ancho, teniendo la figura de una especie de dragón en pie, y presentaba magníficos fondeaderos, perfectamente cerrados, y una eminencia en la parte central, marcada con el nombre de El catalejo. Veíanse algunas adiciones hechas en fecha más reciente; pero lo que más saltaba a la vista eran tres cruces marcadas con tinta roja, dos en la parte norte de la isla y una al sudoeste, y,además, escrito con la misma tinta encarnada, en caracteres muy claros y elegantes, bien distintos de la tosca escritura del capitán, estas significativas palabras:

 Aquí está el tesoro.

Por detrás, la misma mano había trazado estas explicaciones complementarias:

Un árbol grande, en la vertiente de «El Catalejo», demorando una cuarta en dirección al N.N.E.
“Islote del Esqueleto”, E.S.E. y una cuarta al E.
“Diez pies”.
“El lingote de plata está en el escondite del lado norte; puede encontrarse en la dirección de la loma del este, diez brazas al sur del peñasco negro y frente a él.
Las armas se encontrarán fácilmente en la duna de arena que está en la punta Norte del fondeadero septentrional, en dirección al Este, y una cuarta al Norte"
.

Esto era todo; pero, conciso como era, y para mí incomprensible, llenó de júbilo al caballero alcalde y al doctor Livesey.

-Livesey- dijo el señor de  Trelawney-, va usted a abandonar en el acto su desdichada y penosa profesión. Mañana salgo para Bristol. En tres semanas… ¡no!, en dos semanas… en diez días le aseguro a usted que tendremos el mejor buque, sí, señor, y la más escogida tripulación que pueda suministrar nuestra Inglaterra. Hawkins vendrá con nosotros como paje de a bordo. ¡Vamos! Yo sé que tú harás un famoso paje de a bordo, chico… Usted, Livesey, será el médico del buque; yo me gradúo almirante desde luego. Nos llevaremos a Redruth, Joyce, Hunter. Tendremos vientos favorables, viaje rápido y, sin la menor dificultad hallaremos el sitio indicado, y, en él, dinero en cantidad bastante para comer, para poseer carrozas y para gastar como príncipes.

-Trelawney- dijo el doctor-, prometo acompañarle en la expedición, y puedo responder de su éxito; Jim también vendrá, por supuesto, y será una honra para la empresa. Pero hay un hombre sólo a quien yo temo.

-¿Y quién es él?- exclamó el caballero-; nombre usted a ese pícaro sin dilación.

-¡Es usted!- replicó el doctor- Usted, que no tiene la fuerza necesaria para frenar su lengua. Nosotros no somos los únicos que conocemos la existencia de este documento. Esos individuos que han atacado la posada esta noche –arrojados y valientes marrulleros, sin duda alguna-, lo mismo que los que se habían quedado guardando la extraña barca de que nos habló Dance, todos esos, y me atreveré a afirmar que otros todavía, por angas o por mangas, manifiestan una resolución inquebrantable de apoderarse del tesoro. Ninguno de nosotros debe, pues, salir solo, en adelante, hasta estar a bordo. Jim y yo andaremos juntos hasta entonces. Usted llevará consigo a Joyce y Hunter cuando salgo para Bristol, y, del primero al último de los que aquí estamos, debemos comprometemos a no decir nada de lo que hemos descubierto.

-Livesey -dijo el caballero-, usted siempre tiene razón; por mi parte, prometo permanecer mudo como una tumba.

Total de palabras: 14,707 palabras


La tabla que nos dá las velocidades de lectura para varios tiempos de lectura esta primera parte de la novela juvenil La Isla del Tesoro es la siguiente:


¿Pudo irse formando el lector una imagen mental de las escenas descritas en los seis capítulos que acaba de leer? Veamos las siguientes representaciones visuales de algunos hechos y personajes de la novela, empezando por el capitán Bill Bones bebiendo ron dentro de la posada Almirante Benbow:





La siguiente imagen es una representación de la lucha que hubo entre el capitán y Black Dog:




Y por último, la siguiente imagen trata de ser representación visual del pordiosero ciego:




¿Qué tan distintas serán estas imagenes de las que se pudo haber formado el lector al ir leyendo la novela La Isla del Tesoro?