jueves, 28 de agosto de 2008

Lectura de Práctica Cronometrada # 001

El artículo que leeremos a continuación tiene como título “¿Quién mató a Napoleón?” El título del artículo nos sugiere de inmediato el objetivo que podemos fijar a nuestra lectura. El objetivo es obviamente QUIÉN. Si vamos única y exclusivamente tras este objetivo desechando rápidamente los demás datos irrelevantes, nuestra velocidad de lectura puede aumentar en forma considerable. Pero es importante llevar a cabo la lectura sin prisas; no estamos compitiendo contra otros, estamos compitiendo contra nosotros mismos, y por lo tanto no tenemos por qué presionarnos más allá de lo necesario. Iremos tras un dato muy específico, el quién, pero si en el transcurso de la lectura encontramos algo adicional que nos llame la atención o que pueda ser de nuestro interés, podemos disminuír nuestra velocidad de lectura para “capturar” también esa información aunque no sea la información que estamos buscando. Puesto que se trata de una lectura de práctica cronometrada en la cual mediremos el tiempo que nos llevó la lectura del artículo, al final de esta lectura de práctica se proporcionará la cantidad exacta de palabras de las que consta el artículo para que el lector pueda evaluar su velocidad de lectura promedio para este artículo suponiendo que el lector tenga a la mano un reloj digital o un cronómetro con el que pueda medir el tiempo empleado para la lectura. Se proporcionará asimismo una tabla con varios tiempos de lectura para que el lector, en caso de que no tenga una calculadora a la mano para evaluar numéricamente su velocidad de lectura (efectuando la división del número total de palabras entre el tiempo transcurrido en minutos), pueda estimarla conociendo el tiempo que le tomó llevarla a cabo.

¿Quién mató a Napoleón?
Por: Manuel Arbolí

La casa, erigida en un claro en el Bosque de los Muertos, había sido caballeriza antes de que la convirtieran en vivienda, y los constructores no se habían tomado la molestia de quitar el estiércol que llenaba los huecos bajo los nuevos pisos de madera.

El trabajo de remodelación fue tan mal hecho que a las pocas semanas se hundió el piso de una de las habitaciones y el recinto se inundó de un fango maloliente. En las paredes empezaron a formarse manchas de salitre. La humedad que brotaba de los muros empapaba los tomos en los libreros, y las ratas eran tan audaces que mordían a los caballos en la cuadra, mataban a las gallinas y aun atacaban a los moradores cuando estos dormían.

La casa parecía ideal para un asesinato bien planeado, y los huéspedes podrían haber sido personajes de una novela de Agatha Christie: un político desterrado, resentido y sediento de venganza; su fiel valet; un médico sigiloso; un historiador empeñado en escribir las memorias del gran político; un conde taimado, con antecedentes penales, y su esposa, amante no tan secreta del político exiliado; un desconfiado oficial de artillería a quien nadie quería escuchar; un viejo mariscal, celoso de la preferencia que el gran político mostraba por el conde y la condesa, y una servidumbre que se deslizaba por la casa sin hacer ruido, con los ojos bajos y el corazón estrujado.

Hasta el clima y la geografía parecían inventados. La casa estaba en el rincón más tenebroso de una isla abominable, azotada alternativamente por ondas de calor sofocante y ramalazos de frío capaces de helar los huesos. Los habitantes de la isla eran un puñado de rencorosos europeos decididos a marcharse lo antes posible, y varios centenares de esclavos africanos y asiáticos que antes de cumplir los 50 solían morirse de reumatismo, disentería o hastío.

Pero no era cuento. El prominente exiliado se llamaba Napoleón Bonaparte, quien tras su derrota en Waterloo en 1815 había sido desterrado por los ingleses a la isla de Santa Elena, en el Atlántico sur frente a las costas de Angola.

Napoleón vivió en Santa Elena los últimos 6 años de su vida, rodeado de una patética corte que, incluídos los criados, no pasaba de 40 personas.

Entre los más allegados al ex emperador se contaba el conde Charles Tristan de Montholon y su joven esposa, Albine, odiados por todos los restantes porque el ex emperador, sin motivo aparente (o todo lo contrario) , les concedía privilegios: el conde actuaba como supervisor en la triste residencia de los exiliados y estaba destinado a ser ejecutor y uno de los principales beneficiarios del testamento de Bonaparte.

En su niñez Montholon había sido alumno de matemáticas del entonces capitán Bonaparte, pero aquel antecedente no bastaba para justificar la preferencia que le brindaba el ex emperador. Como militar, el conde tenía fama de lucir como propias las victorias logradas por sus subordinados y culpar a otros cuando su propia torpeza desembocaba en derrota. Además, había servido a los odiados borbones durante el primer exilio de Napoleón (en la isla de Elba, entre 1814 y 1815) y hasta les debía favores: una vez había saqueado los fondos de su regimiento, y en vez de ir a la cárcel había recibido un castigo menor (expulsión de la corte) por intervención del borbón conde d’Artois, el futuro rey Carlos X.

Tal vez era verdad, como cuchicheaban a sus espaldas los otros exiliados, que lo único bueno de Montholon era su mujer, de quien se afirmaba que, con permiso del marido, concedía favores a Napoleón.

Los seis años de destierro en Santa Elena fueron los peores de la vida de Napoleón, no solo por el peso asfixiante de la humillación sino porque su salud se deterioraba día tras día.

La enfermedad que aquejaba al ex emperador era desconcertante y su médico de cabecera, Francesco Antommarchi, un corso taciturno, llenó centenares de páginas con la descripción de los síntomas. Bonaparte sufría repentinas crisis y de pronto, cuando el médico ya empezaba a perder las esperanzas, mejoraba de manera igualmente inexplicable; un día el paciente mostraba exuberante vitalidad y salía a pasearse a caballo por la isla, y al siguiente no tenía fuerzas ni para levantar los párpados.

Antommarchi y el propio Napoleón culpaban al horrible clima de Santa Elena y afirmaban que, al confinar allí al ex emperador, los ingleses lo habían despachado intencionalmente a una muerte prematura. Esa sospecha no parece justificada. Los británicos enviaron a sus propios médicos a colaborar con Antommarchi, y a Gran Bretaña no le convenía la muerte de Bonaparte: en vida, el ex emperador, a quien el pueblo francés veneraba como a un santo, era una espada siempre pendiente sobre las cabezas de los nuevos gobernantes, e Inglaterra podía usar esa carta de triunfo para amedrentar al régimen de París.

Las crisis de Napoleón se hicieron cada año más agudas y al fin el paciente murió en 1821.

Antommarchi y los médicos ingleses hicieron la autopsia y afirmaron que el emperador había muerto de una úlcera, posiblemente cancerosa, en el estómago. Esa fue siempre la versión oficialmente aceptada por los historiadores, hasta que en años recientes un dentista aficionado a la toxicología y a la historia, el sueco Sten Forshufvud, entró en sospechas.

El sueco es un apasionado estudioso de las memorias y testimonios que dejaron las personas que vivieron junto a Napoleón el exilio de Santa Elena. Una noche, cuando releía por centésima vez las memorias de Louis Marchand, el fiel ayuda de cámara de Bonaparte, al dentista se le ocurrió que los padecimientos que según el valet sufría su amo -repentinas palpitaciones, escalofríos, pulso débil, dolor en piernas, hombros y espalda, sed insaciable, vómitos negruzcos, tos seca, aflojamiento de los dientes, suciedad en la lengua, piel amarillenta, comezón, sordera, hipersensibilidad a la luz, náuseas y dificultades respiratorias- podían, sí, ser atribuídos al cáncer, pero también coincidían con los síntomas clásicos de envenenamiento por arsénico.

El dentista sueco empezó entonces a cotejar sistemáticamente los textos dejados por diferentes testigos para depurar la lista de síntomas y ubicar con precisión cuándo sufrió Napoleón cada uno de aquellos malestares. Al mismo tiempo, el dentista se puso a buscar pelos de Napoleón por toda Europa.

En tiempos de Bonaparte, colectar rizos cortados de la cabellera del líder había sido en Francia un deporte popular, y el sueco pudo comprar aquí y allá varias reliquias debidamente autenticadas, y con constancia de la fecha en que los pelos habían sido cortados. El odontólogo-historiador sabía que hay modernas técnicas forenses para detectar, mediante el análisis de los cabellos, el grado de acumulación de arsénico en el organismo, y con muestras de pelos cortados a Napoleón en diferentes etapas de su vida -hasta los últimos días en Santa Elena- el investigador se proponía probar que Bonaparte había recibido sucesivas dosis de veneno a lo largo de un prolongado período.

Los pelos fueron analizados por Hamilton Smith, uno de los más prestigiosos toxicólogos británicos, y el resultado probó plenamente la teoría del dentista sueco: el organismo de Napoleón llegó a acumular una cantidad de arsénico 70 u 80 veces mayor que el nivel de intoxicación normal para su época (la procedente de contaminación, alimentos, bebidas, etc.); y cada crisis de la enfermedad del ex emperador coincidía precisamente con la fecha probable de administración de cada dosis.

La evidencia desenterrada por el sueco parece probar que Napoleón fue asesinado por un envenenador tan cruel como paciente y bien informado. Las dosis fueron científicamente calculadas para simular una enfermedad, y en todo momento los médicos pensaron lo que el asesino quiso hacerles creer. Unico síntoma que debería haber servido de advertencia: a diferencia de las víctimas de cáncer, a medida que empeoraba Napoleón engordaba (efecto típico del arsénico) en vez de adelgazar.

Según el dentista sueco, el asesino llegó a prever que los sucesivos síntomas inducirían a los médicos a usar tales y cuales medicamentos entonces en boga, y manejó las dosis de veneno de modo que las medicinas reforzaran en vez de atenuar los efectos del tóxico.

¿Quién mató a Napoleón? El investigador sueco descarta al aristócrata Emmanuel Las Cases, que por un tiempo estuvo en Santa Elena con intención de escribir las memorias de Napoleón, porque se marchó de la isla mucho antes de la muerte de Bonaparte. También descarta al médico Antommarchi y al valet Marchand porque la lealtad de estos hombres parece fuera de toda duda. Exculpa igualmente a sirvientes y cocineros, porque ninguno de ellos tenía los conocimientos de toxicología necesarios para ejecutar un plan tan complicado. También exonera al gran mariscal Henri Gratien Bertrand, cuya fidelidad a Napoleón era incuestionable y quien nada tenía que ver con las comidas y bebidas de Bonaparte.

Y finalmente, deja libre de sospechas al oficial de artillería Gaspard Gourgaud, porque el militar denunció una vez que notaba cierto sabor extraño en el vino que bebía Napoleón (nadie le hizo caso) y observó -y anotó en sus memorias- que la condesa de Montholon leía con fruición las memorias de una famosa asesina francesa que había matado a varias personas con sucesivas dosis de arsénico administradas a lo largo de mucho tiempo: si Gourgaud hubiera sido el asesino, razona el dentista, jamás habría mencionado nada que hiciera pensar en veneno.

Culpables: los Montholon, que tenían mucho que ganar del testamento de Napoleón, y que probablemente actuaban como espías de los borbones que gobernaban en Francia.

El gobierno francés, presionado por el descontento de su pueblo y el constante chantaje de los británicos, respiró aliviado cuando le llegó la noticia de la muerte “natural” de Napoleón. Los próceres, enseña la Historia, son más útiles muertos que vivos.

(Tomado de la revista Contenido de agosto de 1982)

Total de palabras: 1,621 palabras


Suponiendo que el lector haya utilizado un reloj para medir el tiempo que le llevó su lectura para encontrar el dato QUIÉN en este artículo que consta de 1,621 palabras, a continuación se dan en una tabla las distintas velocidades de lectura medidas en palabras por minuto (ppm) para varios tiempos (puesto que no es posible dar todas las velocidades de lectura para todos los tiempos posibles, el lector tal vez tendrá que hacer una interpolación para estimar su tiempo de lectura; por ejemplo si su lectura le tomó un tiempo de 7 minutos 40 segundos, entonces su velocidad de lectura estará entre la velocidad de lectura que corresponde a un tiempo de 7 minutos y la velocidad de lectura que corresponde a un tiempo de 8 minutos, o sea que su velocidad de lectura estará entre las 232 palabras por minuto y las 203 palabras por minuto, y evaluada con mayor exactitud para un tiempo de 7.66 minutos -el equivalente en minutos de 40 segundos es de 0.66 minuto- la velocidad de lectura será de 212 palabras por minuto, lo cual no representa un margen apreciable de error):


A continuación se reproducirá nuevamente el artículo resaltando el dato específico que estábamos buscando, la respuesta a la interrogante sobre QUIÉN mató a Napoleón, y como puede verse, este dato no ocupa ni siquiera la centésima parte del total de las 1614 palabras utilizadas para elaborar el artículo:
La casa, erigida en un claro en el Bosque de los Muertos, había sido caballeriza antes de que la convirtieran en vivienda, y los constructores no se habían tomado la molestia de quitar el estiércol que llenaba los huecos bajo los nuevos pisos de madera.

El trabajo de remodelación fue tan mal hecho que a las pocas semanas se hundió el piso de una de las habitaciones y el recinto se inundó de un fango maloliente. En las paredes empezaron a formarse manchas de salitre. La humedad que brotaba de los muros empapaba los tomos en los libreros, y las ratas eran tan audaces que mordían a los caballos en la cuadra, mataban a las gallinas y aun atacaban a los moradores cuando estos dormían.

La casa parecía ideal para un asesinato bien planeado, y los huéspedes podrían haber sido personajes de una novela de Agatha Christie: un político desterrado, resentido y sediento de venganza; su fiel valet; un médico sigiloso; un historiador empeñado en escribir las memorias del gran político; un conde taimado, con antecedentes penales, y su esposa, amante no tan secreta del político exiliado; un desconfiado oficial de artillería a quien nadie quería escuchar; un viejo mariscal, celoso de la preferencia que el gran político mostraba por el conde y la condesa, y una servidumbre que se deslizaba por la casa sin hacer ruido, con los ojos bajos y el corazón estrujado.

Hasta el clima y la geografía parecían inventados. La casa estaba en el rincón más tenebroso de una isla abominable, azotada alternativamente por ondas de calor sofocante y ramalazos de frío capaces de helar los huesos. Los habitantes de la isla eran un puñado de rencorosos europeos decididos a marcharse lo antes posible, y varios centenares de esclavos africanos y asiáticos que antes de cumplir los 50 solían morirse de reumatismo, disentería o hastío.

Pero no era cuento. El prominente exiliado se llamaba Napoleón Bonaparte, quien tras su derrota en Waterloo en 1815 había sido desterrado por los ingleses a la isla de Santa Elena, en el Atlántico sur frente a las costas de Angola.

Napoleón vivió en Santa Elena los últimos 6 años de su vida, rodeado de una patética corte que, incluídos los criados, no pasaba de 40 personas.

Entre los más allegados al ex emperador se contaba el conde Charles Tristan de Montholon y su joven esposa, Albine, odiados por todos los restantes porque el ex emperador, sin motivo aparente (o todo lo contrario) , les concedía privilegios: el conde actuaba como supervisor en la triste residencia de los exiliados y estaba destinado a ser ejecutor y uno de los principales beneficiarios del testamento de Bonaparte.

En su niñez Montholon había sido alumno de matemáticas del entonces capitán Bonaparte, pero aquel antecedente no bastaba para justificar la preferencia que le brindaba el ex emperador. Como militar, el conde tenía fama de lucir como propias las victorias logradas por sus subordinados y culpar a otros cuando su propia torpeza desembocaba en derrota. Además, había servido a los odiados borbones durante el primer exilio de Napoleón (en la isla de Elba, entre 1814 y 1815) y hasta les debía favores: una vez había saqueado los fondos de su regimiento, y en vez de ir a la cárcel había recibido un castigo menor (expulsión de la corte) por intervención del borbón conde d’Artois, el futuro rey Carlos X.

Tal vez era verdad, como cuchicheaban a sus espaldas los otros exiliados, que lo único bueno de Montholon era su mujer, de quien se afirmaba que, con permiso del marido, concedía favores a Napoleón.

Los seis años de destierro en Santa Elena fueron los peores de la vida de Napoleón, no solo por el peso asfixiante de la humillación sino porque su salud se deterioraba día tras día.

La enfermedad que aquejaba al ex emperador era desconcertante y su médico de cabecera, Francesco Antommarchi, un corso taciturno, llenó centenares de páginas con la descripción de los síntomas. Bonaparte sufría repentinas crisis y de pronto, cuando el médico ya empezaba a perder las esperanzas, mejoraba de manera igualmente inexplicable; un día el paciente mostraba exuberante vitalidad y salía a pasearse a caballo por la isla, y al siguiente no tenía fuerzas ni para levantar los párpados.

Antommarchi y el propio Napoleón culpaban al horrible clima de Santa Elena y afirmaban que, al confinar allí al ex emperador, los ingleses lo habían despachado intencionalmente a una muerte prematura. Esa sospecha no parece justificada. Los británicos enviaron a sus propios médicos a colaborar con Antommarchi, y a Gran Bretaña no le convenía la muerte de Bonaparte: en vida, el ex emperador, a quien el pueblo francés veneraba como a un santo, era una espada siempre pendiente sobre las cabezas de los nuevos gobernantes, e Inglaterra podía usar esa carta de triunfo para amedrentar al régimen de París.

Las crisis de Napoleón se hicieron cada año más agudas y al fin el paciente murió en 1821.

Antommarchi y los médicos ingleses hicieron la autopsia y afirmaron que el emperador había muerto de una úlcera, posiblemente cancerosa, en el estómago. Esa fue siempre la versión oficialmente aceptada por los historiadores, hasta que en años recientes un dentista aficionado a la toxicología y a la historia, el sueco Sten Forshufvud, entró en sospechas.

El sueco es un apasionado estudioso de las memorias y testimonios que dejaron las personas que vivieron junto a Napoleón el exilio de Santa Elena. Una noche, cuando releía por centésima vez las memorias de Louis Marchand, el fiel ayuda de cámara de Bonaparte, al dentista se le ocurrió que los padecimientos que según el valet sufría su amo -repentinas palpitaciones, escalofríos, pulso débil, dolor en piernas, hombros y espalda, sed insaciable, vómitos negruzcos, tos seca, aflojamiento de los dientes, suciedad en la lengua, piel amarillenta, comezón, sordera, hipersensibilidad a la luz, náuseas y dificultades respiratorias- podían, sí, ser atribuídos al cáncer, pero también coincidían con los síntomas clásicos de envenenamiento por arsénico.

El dentista sueco empezó entonces a cotejar sistemáticamente los textos dejados por diferentes testigos para depurar la lista de síntomas y ubicar con precisión cuándo sufrió Napoleón cada uno de aquellos malestares. Al mismo tiempo, el dentista se puso a buscar pelos de Napoleón por toda Europa.

En tiempos de Bonaparte, colectar rizos cortados de la cabellera del líder había sido en Francia un deporte popular, y el sueco pudo comprar aquí y allá varias reliquias debidamente autenticadas, y con constancia de la fecha en que los pelos habían sido cortados. El odontólogo-historiador sabía que hay modernas técnicas forenses para detectar, mediante el análisis de los cabellos, el grado de acumulación de arsénico en el organismo, y con muestras de pelos cortados a Napoleón en diferentes etapas de su vida -hasta los últimos días en Santa Elena- el investigador se proponía probar que Bonaparte había recibido sucesivas dosis de veneno a lo largo de un prolongado período.

Los pelos fueron analizados por Hamilton Smith, uno de los más prestigiosos toxicólogos británicos, y el resultado probó plenamente la teoría del dentista sueco: el organismo de Napoleón llegó a acumular una cantidad de arsénico 70 u 80 veces mayor que el nivel de intoxicación normal para su época (la procedente de contaminación, alimentos, bebidas, etc.); y cada crisis de la enfermedad del ex emperador coincidía precisamente con la fecha probable de administración de cada dosis.

La evidencia desenterrada por el sueco parece probar que Napoleón fue asesinado por un envenenador tan cruel como paciente y bien informado. Las dosis fueron científicamente calculadas para simular una enfermedad, y en todo momento los médicos pensaron lo que el asesino quiso hacerles creer. Unico síntoma que debería haber servido de advertencia: a diferencia de las víctimas de cáncer, a medida que empeoraba Napoleón engordaba (efecto típico del arsénico) en vez de adelgazar.

Según el dentista sueco, el asesino llegó a prever que los sucesivos síntomas inducirían a los médicos a usar tales y cuales medicamentos entonces en boga, y manejó las dosis de veneno de modo que las medicinas reforzaran en vez de atenuar los efectos del tóxico.

¿Quién mató a Napoleón? El investigador sueco descarta al aristócrata Emmanuel Las Cases, que por un tiempo estuvo en Santa Elena con intención de escribir las memorias de Napoleón, porque se marchó de la isla mucho antes de la muerte de Bonaparte. También descarta al médico Antommarchi y al valet Marchand porque la lealtad de estos hombres parece fuera de toda duda. Exculpa igualmente a sirvientes y cocineros, porque ninguno de ellos tenía los conocimientos de toxicología necesarios para ejecutar un plan tan complicado. También exonera al gran mariscal Henri Gratien Bertrand, cuya fidelidad a Napoleón era incuestionable y quien nada tenía que ver con las comidas y bebidas de Bonaparte.

Y finalmente, deja libre de sospechas al oficial de artillería Gaspard Gourgaud, porque el militar denunció una vez que notaba cierto sabor extraño en el vino que bebía Napoleón (nadie le hizo caso) y observó -y anotó en sus memorias- que la condesa de Montholon leía con fruición las memorias de una famosa asesina francesa que había matado a varias personas con sucesivas dosis de arsénico administradas a lo largo de mucho tiempo: si Gourgaud hubiera sido el asesino, razona el dentista, jamás habría mencionado nada que hiciera pensar en veneno.

Culpables: los Montholon, que tenían mucho que ganar del testamento de Napoleón, y que probablemente actuaban como espías de los borbones que gobernaban en Francia.

El gobierno francés, presionado por el descontento de su pueblo y el constante chantaje de los británicos, respiró aliviado cuando le llegó la noticia de la muerte “natural” de Napoleón. Los próceres, enseña la Historia, son más útiles muertos que vivos.

Los editores de la revista de la cual fue tomado éste artículo estiman el tiempo requerido para la lectura completa del mismo en 8 minutos, lo cual equvale a una velocidad de lectura de unas 203 palabras por minuto. ¿Cómo se compara su velocidad de lectura con el estimado por los editores de la revista para sus lectores promedio?